Urbicain. 22 marzo 2008. Un día primaveral
en el 2003, salía de un pequeño hotel del
Paseo del Prado, en Madrid; luego de dar
cuenta de unos huevos fritos con bacon. Rompí la prohibición del médico y de
mis hijos sobre las grasas. Olía a primavera, no había duda. El Parque Botánico
vecino: lleno de aromas de polución natural. Compré el periódico y crucé la
calle con una brisa fresquita en la cara, andando tranquilo, hasta la Cuesta de
Moyano, a las tiendas de libros. Allí me detuve en los grupos de libros viejos
sin clasificar. Serían las once de la mañana cuando di con un libro especial
que me llamó la atención: Era un trabajo académico de un alumno de la
Universidad de México. Trataba de las ruinas olmecas, toltecas y mayas. El
libro tenía anotaciones a lápiz, algunas en negro y otras en azul o rojo. Fui
al principio y vi una dedicatoria del autor de la tesis a un amigo, con una
referencia en las que se daba las señas del profesor Alberto Ruz de L`huillier.
Compré el libro por 15 pesetas y fui a dar un paseo por el próximo Retiro. Poco
después, bajo un castaño, sentado en un banco, ojeaba el libro. Hablaba de las
excavaciones de Ruz en las Tumba del príncipe Pakal en Palenque. Cuando llegué
al hotel, después del almuerzo, estuve leyendo con detenimiento el libro.
Llegué e la conclusión que era solo un libro académico en el que se veía
claramente la influencia de Ruz. Cuando terminé de leerlo, noté que la
contraportada era más gruesa que la de la portada. La estuve mirando con
detenimiento y vi que en la parte de dentro estaba levantado el papel con
dibujos al agua que completaba la encuadernación y que hacía practicable el
interior a modo de bolsillo. Dentro había un papel. Lo saqué; era una carta del
arqueólogo mexicano Alberto Ruz de L`luillier.
En ella decía que no muy lejos de la tumba del Príncipe de Pakal se había
encontrado veinte petroglifos, que
estaban sueltos y escondidos detrás de un sillar. Estuvieron descifrando los logogramas y signos
silábicos y advertían de que contenían información
sustancial para explicar la traslación por el Universo.
Confieso que todo esto, lejos de ser
muy fiable, desde el punto de vista arqueológico y científico, ofrecía sin
embargo un elemento esencial para impulsarme a iniciar una investigación inmediata.
Aprovechando pues que tenía la posibilidad de tomar vacaciones, y como vivo
solo, llamé a mi madre y le avisé que me iba a México a disfrutarlas. Cogí todo
lo imprescindible para documentarme sobre la cultura Maya; pero sabía que, lo
más preciso, seguro me lo facilitaría mi amigo, y compañero de trabajos, Miguel
Sotillo, que trabajaba en la Universidad de México; al que llamé para
advertirle de mi llegada.
Llegué al Aeropuerto Internacional
Benito Juárez de la Ciudad de México el viernes siguiente, y noté al llegar que
ya no estaba para trotar mucho como cuando tenía diez años menos, así que
mientras esperaba a Miguel, que me iba a recoger, estuve leyendo en la
cafetería tomando un café. Allí llegó poco después y charlamos, ampliándole la
información sobre lo que me traía a su país. Me miró con cara de escepticismo
pero confesó luego que la carta de Ruz, era de gran interés. Partimos al hotel
que había reservado y quedamos para comer en el restaurante El Convento, en el
barrio de la Conchita; y allí, en la
sobremesa, dijo que para obtener la confirmación del destino de las piedras
tendríamos que ir al Museo Nacional de Antropología. Eso fue lo que hicimos, y allí,
no solo las vimos sino que ya estaban ordenadas en las correspondientes
columnas, lo que había resultado relativamente fácil, porque encajaban los
trozos de paramento donde estaban originariamente, como las piezas de un puzzle.
Se preguntaban en el Museo Nacional si todos esos logogramas eran una sola
serie o habría más en algún lado que explicara de manera más completa su
mensaje.
La intepretación con aquellos veinte
logogramas vendría a ser: con el círculo
de piedras magnéticas se inicia el movimiento del rayo que eleva a Pakal a los
cielos. Si, estuve desde ese día haciendo especulaciones sobre el
significado de los logogramas, y con la referencia de las conclusiones a las que habría llegado Ruz y su equipo. Mi
buen amigo, Miguel Sotillo, estaba también intrigado por aquel enigma. Quedamos
al día siguiente para seguir discutiendo las conclusiones a las que podríamos
haber llegado, pero Miguel me llamó más tarde para cambiar la cita y concertaba otra el domingo por la
mañana en el mercado de libros de
segunda mano más importante, La Lagunilla,
que se celebra en el Paseo de la Reforma, entre Comonfort y Jaime Nunó; me
recogería en el hotel. Le había avisado un buen amigo suyo al que había estado
hablando de nuestro asunto, que, en el mercado, había visto algunos libros
sobre las inscripciones mayas, incluso había visto uno muy antiguo guardado
entre tela maya muy vieja, y por la trama de su tejido se sabía que habría
pertenecido a una mujer que sirvió a un fraile. Es conocido que por esas tramas
los mayas personalizaban sus tejidos.
Así pues
el domingo por la mañana vino a recogerme Miguel y nos fuimos a La Lagunilla, impacientes y agitados por
el giro que había tomado la investigación, con la esperanza de que pudiéramos
completar la conclusión de nuestro enigma. Llegamos a la tienda donde el amigo
de Miguel había visto el libro y cuando lo descubrimos, retirando la tela,
resultó un incunable de siglo XVII. Nos miramos con asombro. No podíamos creer
lo que teníamos en la mano: ¡era el libro que se daba por desaparecido de frai
Jacinto Garrido!: Los meteoros de
Aristóteles. Allí estaba la primera obra que descifraba lo que él llamaba
escudos y que eran los logogramas mayas. Lo compramos y leímos. El significado
de los que vimos en el Museo nacional era muy acertado. Su aproximación a las
matemáticas y pensamiento de Aristóteles, llevaban a explicar, a su manera, la
energía conseguida con la mitad de la velocidad la luz para hacer posible
viajar a las estrellas. Todo esto lo recopilamos Miguel y yo en un amplio
dossier que llevamos a la Universidad de México para su consideración y
estudio. Vimos el paralelismo que había de lo descubierto con las tesis de Einstein: según la ecuación del campo
gravitatorio, una partícula viajando a más de un 57,7% de la velocidad de la
luz originará un cono de antigravedad que podría llegar a impulsar una masa
hasta velocidades incluso comparables a la velocidad de la luz. La aceleración producida por esta
fuerza sería además muy progresiva, permitiendo los viajes tripulados. Recibí
un mes después una carta de Miguel comunicándome la desaparición de nuestro
dossier y de una llamada de la embajada de EEUU preguntando por ello. Él y yo
sabemos todo. Pero los trabajos para seguir la investigación de la traslación
cósmica, no consta que se hayan hecho.
(Publicado en el periódico La Tribuna de Ciudad Real el 2 de agosto de 2014)
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