Me mandó un telegrama, y daba el número
de teléfono de su hotel en El Cairo, el profesor Herbert Rüdiger Ricke, un día
de junio, a principio de los sesenta. Por aquel entonces estaba muy ocupado en
las excavaciones del Templo de Userkaf. Arquitecto, y formado en la Bauhaus. No
me sorprendió todo lo que me dijo cuando se puso al teléfono. - ¿Alberto? Me
alegro de oír tu voz. Sabes que te aprecio y por eso quiero implicarte en los
trabajos que tenemos aquí en Egipto. Sé que la Universidad ya te ha dejado
libre de clases y me haces falta aquí. – Profesor, cuanto le agradezco sus
palabras. Me alegro yo también de oírle, y más de lo último que me decía. Que
me requiera, me suena a música, de verdad, me encantaría, pero, profesor, no
tengo manera de que me financien. Lo podría intentar pero, ya le anticipo, sería improbable. – No, no; no se preocupe,
Alberto, tengo fondos suficientes para traerle hasta a aquí y para que su
estancia sea lo más confortable posible, dígame a que cuenta le mando el dinero
del viaje, y los billetes del barco se los envío por agencia, hasta su
domicilio. Lo haré con toda la urgencia posible, usted vaya preparando todo. ¿Conforme,
querido amigo? – Esta bien, conforme y contento. Estaré impaciente. Muchas
gracias por su confianza Herbert, no
sabe lo feliz que me hace. Hasta pronto pues. – Hasta pronto, Alberto, gracias
a usted, confío plenamente en su capacidad. Auf vieder sehen, amigo.
Los días siguientes fueron excitantes,
tardé poco en hacer el equipaje, que permanecía hecho en el cuarto de invitados
en casa. Había metido mi minirasqueta,
pinceles, piezas de dentista y cucharillas. Sabía que allí me darían todo lo
preciso, pero me sentía cómodo con mis cosas. Llevaba libros del Metropolitan
subrayados y con referencias, y, como no, el libro del profesor Ricke, Observaciones
sobre la arquitectura del Antiguo Egipto.
Salí del puerto de Alicante en barco
que me iba a llevar hasta mi destino y, ensimismado en las olas que iban
saliendo del empuje del barco, solté mi imaginación. Recordé rápidamente mis
estudios sobre los depósitos y los ritos funerarios de la época en que decían
pertenecer los monumentos encontrados por Ricke.
Me relajé y pensé en hacer un viaje
placentero. Al día siguiente, tumbado en una hamaca en cubierta, se paró
delante de mí un niño de unos cuatro años que dio conversación. Sin darme
cuenta le confesé en un minuto, cual era
mi destino, mi profesión y lo que esperaba encontrar. Miraba el chico con algo
de incredulidad, o quizás intriga. Salió corriendo hasta donde estaba su madre:
una preciosa joven, de piel muy fina, ojos grandes, manos delicadas, que transparentaban
sus venas y, mirándome, me espetó sin grandes preámbulos: - ¿Es cierto que va
usted a Egipto a excavar? –Si, en efecto, voy a participar en un proyecto de
excavación alemán. – Me encanta ese tipo de trabajos, los creo muy interesantes
y misteriosos. ¿Le importaría contarme sus conclusiones cuando termine su
trabajo? Perdone mi atrevimiento pero, desde que enviudé, he perdido ese tipo
de respeto. – Vaya, lo siento. Pues no se preocupe, si me da sus señas, yo le
escribo y le comento lo que resulte, es usted muy amable por interesarse. –
Muchas gracias… ¿Como se llama? –Alberto Urbicain. – Bueno, luego le doy en un
sobre mis señas. Y se alejó con una sonrisa que me dejó con ganas de seguirla
hasta el final del Helesponto.
Los siguientes días, estuve empleado en
leer intensamente, y en hacerme el encontradizo con Claire, la madre del niño.
A la que le recordé, quizá con demasiada insistencia, en que me diera sus
señas. Afirmaba siempre y sonreía con una dulzura poco común. Cuando me despedí
de ella y del niño en Alejandría, me entregó un sobre con sus señas en el que
había también un pendiente en forma piramidal con el ojo de Horus, hecho con una
traza de oro muy fina, casi un hilo grueso. Dijo que era un regalo. Lo cogí sin
rechistar como recuerdo de ella.
En el El Cairo, me esperaba en el Hotel
un empleado del profesor. Mi cablegrama desde el barco, avisando de la llegada,
hizo se efecto. Hablamos Herbert Ricke y yo en la terraza del hotel, a media
tarde y terminamos a la hora de cenar,
con baba ghannoush, un puré de
berengenas que estaba algo cargado de ajo, y las empanadas de verduras que
llaman sambousek. Me puso al día de
lo que estaban haciendo y de lo que quería de mí: un yacimiento cercano al del
profesor, que trabajaba en el templo de Userkaf.
Al día siguiente, me recogió a las 6.30
en el comedor del hotel y, después de desayunar, salimos; nos esperaba un
operario con un jeep algo viejo. En algo más de media hora llegamos a Saqqara,
donde están localizados todas las construciones del último rey de la IV
dinastía, Userkaf. Me acompañó más allá donde estaban abriendo una construcción
pequeña; allí trabajaría yo. Al entrar, en la trinchera abierta donde estaba la
entrada, me impresionó la construcción. Dos enormes piedras verticales dejaban
un espacio de apenas un metro que habilitaba la entrada, compuesta por tres
piedras, una arriba y otra abajo, fijas, y la de en medio, retirada sin grandes
problemas con dos grandes ventosas. Era el enterramiento de un médico,
probablemente vinculado a los faraones de la dinastía V.
Faltaba por hacer practicable la
entrada final de la tumba. Me entregué a mi trabajo y en dos semanas pudimos
entrar. Estaba completa. No parecía que la hubiera profanado nadie jamás. Como
así se comprobó cuando fue estudiada con precisión. Todo se fue analizado por los arqueólogos del
Museo Nacional, salvo el interior de un vaso canópeo que se decidió dejarlo
para más tarde.
Le escribí a Claire y le di cuenta de
lo encontrado y las conclusiones a las que llegamos. Me contestó dándome las
gracias y finalizaba su carta diciendo: Cuando
abran el vaso, tendrás el otro. Me dejó muy intrigado con aquellas
palabras, que no llegaba a entender su significado. Pero años más tarde lo comprendí. En el año
1979 me invitaron los expertos del Museo, junto con otros de la Universidad de
Hanover, a la apertura del precinto del
vaso canópeo que encontramos en la tumba de Saqqara. Fui y asistí al acto. Se
analizó el precinto y era original de más de 4000 años. Sorprendentemente y
fuera de lo usual, junto con los restos de las vísceras, había un pendiente,
igual que el que me regaló Claire. Estaban hechos del mismo modo, en la misma
época, y con el mismo troquel. Ni ellos ni yo supimos explicar, qué hacia el
pendiente en el vaso, ni quien pudo tener y luego poner en circulación el otro.
Y yo me pegunté para mí: ¿Cómo sabía Claire que estaba el otro allí?
(Publicado en el periódico La Tribuna de Ciudad Real el 26 de julio de 2014).
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