Para María.C.Molina, agradecido.
El tío Bernard me dijo con mucho
interés que fuera a su casa de Bad Reichenhall, cerca de Salzburgo, en julio de
1998. Tanteaba para ver si me sentía en casa allí, en su caserón del XVIII. El tío
Bernard era mi segundo padre y no dudé ni un momento: cogí el Ford Anglia su regalo que restauré, y a ventanilla
abierta, hice tranquilo el viaje. Me encantaba ver los verdes campos en el mes
de julio, cosa rara en Madrid. Mi vida por entonces, tuvo bastantes fracasos y más
de una desgracia personal. En esa década murieron mis padres por lo que pasé a
otra forma de vivir en la que hay que afrontar al mundo sin su protección. Estaba
muy ilusionado por llegar. Sabía por el tío Bernard múltiples historias,
vinculadas a aquella hermosa parte de Austria. De alguna manera era heredero de
los fabuladores del Imperio Austro-húngaro. Llegué a Bad Reichenhall a las
cinco de la tarde y subí por la estrecha carretera, oliendo a pino, que llegaba
hasta su casa, disfrutando del momento y del Ford Anglia que divertía conducirlo. Me recibieron, al pie de
la escalera de piedra de la entrada, Kerstin y Luther, los encargados de llevar
el mantenimiento de la casa y tenerla preparada para el tío Bernard. Me vieron
subir con el coche desde la entrada del valle y bajaron a esperarme. Eran muy
cariñosos conmigo.
Tomé un refrigerio preparado en la
terraza y después quedé somnoliento en el viejo sofá de mimbre del tío,
acariciado por la brisa de aquellas alturas. Cuando despabilé y quise leer, era
tarde, y, sin cenar, me acosté en la enorme cama mullida del cuarto que prepararon
para mí, en la última planta, desde donde se veía el gran valle.
A la mañana siguiente, como quería el tío,
estuve viendo con detenimiento toda la casa. Siempre intrigaba, pero nunca
había tenido la oportunidad de conocerla a fondo. Es una casa antigua llena de
historia familiar, siempre con sorpresas; y tuve una en el desván. Había de
todo, una cabra montesa disecada, sillones del siglo XIX desvencijados,
esperando una restauración a fondo, una sillería auténtica y valiosa de Thonet,
que estaba en muy buen estado; y cuadros
de gran calidad de la época romántica. Después de un rato metido entre todos
aquellos trastos, muchos de ellos
valiosos, acabé abriendo un baúl iluminado por los rayos del sol que se
manifestaba espectral por el polvillo en suspensión, y en el que no encontré
ropa, sino cajas de cartón con estampados al agua. En ella, había de todo,
contratos, facturas, compras, relación de venta de ganado, de grano, de fruta.
No faltaba nada. Una de ellas, permenecía cerrada con cinta roja y sellada con
lacre; me intrigó. Llamé por teléfono al
tío y le dije si la podía abrir. Se quedó en silencio un rato al otro lado de
la línea. Al seguir insistiendo, luego, escuchando su respiración, dijo:
-Ábrela. Se que harás buen uso de su contenido. Y colgó.
Me quedé pensativo un momento, cavilaba
si podía ser algo delicado que pudiera herirle, pero recordando la decisión
firme de su voz, cuando dijo, ábrela, rompí el sello de lacre y retiré la
cinta. La abrí y allí había una carta, con el papel amarillo por la oxidación
del tiempo, manchada de sangre, una condecoración: la Cruz de Hierro de la Gran
Guerra del 14, un recorte de periódico, y un oficio del mariscal Paul von Hindenburg.
Cogí la carta, la desdoblé y leí:
Querida
Maud Jenell:
Hoy
es un día excelente, maravilloso. Me acaban de decir que el Mariscal francés Foch, Erzberger, jefe de la delegación alemana, el
de la marina británica, el Contralmirante Hope, Primer Lord del Mar y el
almirante Wemyss, junto con otros delegados, han firmado el 11 de noviembre, en
un vagón de tren, nº 2.419 D, el
Armisticio. La guerra sangrienta, ha terminado. No quiero pensar más en ello mi
querida MJ, solo quiero pensar en ti. Que es empezar a vivir como antes, aunque
se me haya olvidado casi todo lo que era esa vida feliz. Cuando llorabas, porque me venía, te
persuadí de que estaría bien guardado con esta compañía. Imbécil de mí. Sabía
que mentía, pero no sabía que me quedaría solo. Todos mis amigos se los llevó
esta maldita guerra. Sabias que no podía evitar venir. ¡Cuánto te echo de menos
MJ! Mi mundo, el que tengo conmigo, es para ti. Eres tú. Ahora no se si me
seguirán gustando los fuegos artificiales de las fiestas de Salzburgo, que
veíamos desde la terraza. Todas las explosiones me aterran. Pero no solo esta
en mi cabeza toda esa mierda, también pienso en tus ojos, que asoman tu
preciosa inteligencia, en tu voz, tus labios, MJ, y en tus piernas. Créeme,
hace mucho que no las veo; igual me da
un patatús cuando las vea. Ya casi me daba cuando las veía asomar por la puerta
del coche. Solo pensar en ti me recupero de esta debilidad tan grande que
tengo. Comí agujas de pino para curar el escorbuto que me empezaba a roer las
encías. Lo cierto es que me sujetó eso. Desde la terraza también
veíamos las tormentas. ¡Cuánto me gustaban y que poco me gustan ahora! Supongo
que recuperaré contigo todo aquello que nos apasionaba. El capitán me regaló,
antes de morir por la gangrena, un libro de obras de Shakespeare, lo escondía entre el forro de la casaca. Volveremos
a ver teatro, que tanto te gustaba y que me contagiaste el entusiasmo por él.
Pero sobre todo, pienso en abrazarte fuerte, en la encrucijada del camino a la
montaña, donde me diste el primer abrazo y el primer beso. Maud te quiero con
locura y solo pienso en el viaje hasta allí. Besos. Ray.
Me quedé pensando en aquella hermosa
carta. El recorte de periódico tenía una foto del día del armisticio en las
calles de Salzburgo. Una pareja de viandantes se besaban. El oficio del
mariscal Hindenburg decía: Lamentamos
comunicarles el heroico fallecimiento del Sargento Raymond Werner, caído en
acción heroica por arma de fuego de un enloquecido combatiente búlgaro que,
ignorando el armisticio, pretendía arrasar su batallón con una pieza de artillería.
Le damos la Cruz de Hierro, máxima condecoración al valor, concedida, y sus
pertenencias personales. Nuestras sentidas condolencias.
Ray murió el mismo día de la carta,
luego de ver en la foto del periódico a Maud besándose con un joven en la
Kapitelplatz. Luego, salvaba la vida de sus compañeros de pelotón y a su
batallón, cuando estaban en retirada por la paz, acallando el cañón enemigo.
Maud estuvo en la Kapitelplatz, con su primo alemán, recién llegado del frente
occidental.
En el sobre, el tio Bernard anotó a
lápiz: Eifersucht tötet liebt. Der Wert ist nur ein Akt der Verzweiflung. (Los
celos matan al que ama. El valor es solo un acto de desesperación).
(Publicado en el periódico La Tribuna de Ciudad Real el 19 de julio de 2014)
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