L os días de Neftalí fueron encogiendo
con su trajín febril en el taller de su casa. Las horas menguaban y no daba
pausa para su trabajo en el que su referencia permanente era la carta de Newton.
El mes de abril había acabado y el de mayo venía bronco con una gran tormenta
con enorme y ensordecedor aparato eléctrico. Los membrillos del corral ya tenían toda la hoja y salieron los primeros
espárragos su Huerto do Frade, en las afueras, que cultivaban con el mismo
rigor que su padre y su abuelo lo llevaron. El día que recibió la liquidación
final de la herencia de su tío Abdón, con el dinero fresco en su cuenta, hizo
dos encargos que, previo presupuesto, los emprendió con prontitud: la obra del
taller, abriendo una gran ventanal a mediodía con una cristalera que se la
hicieron de encargo y tres grandes
crisoles de piedra que agrupó juntos cerca del ventanal que le iban a instalar.
Hizo un viaje hasta Almadén y volvió con tres frascas de mercurio bien cerradas
que guardó junto a unas cajas con silicio y aluminio en un armario, que fue
alacena en tiempos de su abuela, de fuertes y sólidas tablas de madera de pino.
En cuatro semanas ya le habían instalado
el ventanal, en el que destacaban doce grandes lentes convergentes encastradas
en cada uno de los doce lucernarios, como si fuera una extraña vidriera; estas
lentes se las podía hacer girar para hacer converger sus haces de luz del sol
hacia el suelo, donde instaló los tres crisoles. Las lentes, mediante un
dispositivo manual, se las podía obturar con una persiana metálica. Para los
crisoles, tres alambiques transparentes de manera que se ajustaran a los
crisoles a modo de tapa pero haciendo coincidir sus pipetas en otro alambique,
éste de aleación metálica que, entero había instalado cerca. Al verlo todo
descansó durante unos días yendo con su hermana Sara hasta la casa del huerto
en el que se entretuvieron en adecentar y limpiar y en su ratos de
descanso, él consultaba en Internet todo
lo que pudo encontrar tanto de Isaac Newton como de otros científicos en lo que
se había puesto el título de alquimista. Su hermana aprovechaba para volver a
la carga con sus temas habituales, eso sí, como si fueran nuevos, como si se le
acabaran de ocurrir: - Oye Neftali, ¿hace mucho que no sabes nada de tu amiga? –
No Sara, no se nada y si me lo vas a preguntar todas las semanas, mejor lo
organizamos y ponemos el día y la hora en que me lo vas a decir y así me da
tiempo para preparar alguna respuesta o para indagar. Ya sabes que ella esta
muy ocupada, tanto con su trabajo como con todo en lo que se ocupa fuera de él.
– Bueno, bueno, don Neftalí, perdone usted si le he molestado al preguntar…
Solo quería saber algo de ella, sabes que me caía muy bien y que no te vendría
mal llegar a un acuerdo con la chica para emparejaros. Si, si, si, no me mires
así. No me gusta hacer de metomentodo,
pero me preocupa que no te las arregles y ella tampoco. –Bueno Sara: dejémoslo
estar ¿vale? -Vale hermano.
Cuando regresaron a su casa de Ourense,
pasó Neftalí días y noches volviendo al
estudio enfrascado en el ordenador y en una buena pila de libros desparramados
por el taller, eso si, no muy lejos de la mesa de estudio, bajo la luz del día
y a la luz del flexo y de la pantalla del ordenador durante la noche. Tan
concentrado estaba así en su estudio y lectura que se le oía hablar con don
Isaac o con don Leonardo, a formular
preguntas en alto a Platón y Aristóteles y a la discusión incluso airada a
veces con los árabes al-Razi y Jabir ibn Hayyan, los que
aportaron descubrimientos químicos clave propios, como la técnica de la destilación ), los ácidos muriático (clorhídrico), sulfúrico y nítrico, la sosa, la potasa y más. Un lunes oyó su
hermana como discutía con dos: un tal Anselmo y otro, Abelardo. Por lo que se
le oía decir, parecía estar más metido
en la pura filosofía que en la física y la química y tentada tenía a su hermana
de avisar a su amigo Ciprián Novoa que como psiquiatra debía poner algo en
claro las oscuridades que envolvían a Neftalí. Lo cierto es que finalmente
acudió Ciprián y Sara los dejó solos hablando, primero de las miserias de la
política, que de eso siempre da juego para hablar y bien largo, y más tarde,
cuando acudió con la bandeja con una jarra de humeante y aromático café, al que
acompañaban algunas pastas, los encontró hablando del primer alquimista
auténtico en la Europa medieval: Roger Bacon. Decían
que su obra supuso tanto para la alquimia, como la de Robert Boyle para la química, un auténtico avance. Así pues,
una hora más tarde, cuando pasó Sara a recoger el servicio del café, seguían en
amable y entusiasmada charla discutían sobre las tesis de Bacon, y de las
especulaciones que había que formular con ellas. Después de enseñarle el taller
y todos los artilugios que allí había, así como de cómo pensaba usarlos en sus
ensayos y pruebas, la hermana, que no perdía ocasión de escuchar lo que estaban
diciendo, se echó las manos a la cabeza al oír la contestación de Ciprián.
Estaba dispuesto a venir a ayudarle los fines de semana y habían quedado en
estar conectados por Internet, vía Skipe, para ir discutiendo los pasos que se
podían dar. Sara
se recogió el mandil en el que se frotaba las manos, como si se las acabara de
lavar y se fue directa a la cocina a sentarse ante la mesa y a desenvainar unas
habas que había comprado la mañana anterior. Con los nervios, cogía las vainas
y las apretaba tanto que algunas salieron disparadas hacia el otro extremo,
bajo el trinchero que heredaron de sus padres.
Tres días después, el
27 de mayo, lunes, un olor penetrante a metales llegaba hasta la casa desde el
taller. Sara fue hasta él y desde el pasillo, a través del cristal de la puerta
podía ver doce haces de luz solar muy intensos que convergían en grupos de
cuatro hacia los tres crisoles tapados por el alambique transparente. Se fue
hacia su cuarto y allí se vistió de calle y se fue a dar un paseo al centro,
donde estuvo casi dos horas dando vueltas con claro nerviosismo hasta que se
animó a llamar a su amigo Ciprián. Fueron juntos hasta la casa, y allí, en el
taller, yacía en el suelo Neftalí, inmóvil. La sangre le había abandonado y una
gran palidez le invadía. Le tomó el pulso Ciprián y no había duda: había muerto.
En agosto, el primer
martes, después de una esplendorosa amanecida, con el cielo acariciando de
rosas y claros azules las montañas, con el Miño fluyendo con nervio por su
lecho, llegaron con un camión para llevarse todo los trastos del taller. Ciprián
se había ofrecido a ayudar a Sara para el trabajo de desmantelarlo y cargarlo
todo en el transporte. Cuando cogieron el alambique final del circuito, se les
calló al suelo y las dos mitades, que debían estar unidas en rosca se abrieron,
dejando ver su interior. Todo él se veía dorado, cubierto de oro que se había
depositado allí al enfriarse la cocción.
(Publicado en el periódico La Tribuna de Ciudad Real el 2 de mayo de 2015)
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