20150514

LA DESAPARICIÓN DEL DIDEROT



Por la puerta de atrás, la que daba al huerto, salió Dionisio Iribarren, conocido en Ustaize como “el Diderot”, el hijo de Asunción Sodupe, el sábado 5 de octubre, a la caída de la tarde. Luego de despedirse de su madre, secarle las lágrimas, abrazarla y besarla, pasó bajo el cascabillo viejo, junto al pilón del agua y se dirigió a la montaña con el único equipaje del macuto que se trajo de su servicio militar. En él estaban grabadas las letras n m u a c p, que, como había confesado a su madre cuando se las bordó, significaban: “nunca más usaré armas contra prójimos”. En su cabeza tenía bien guardado su destino: el lugar oculto donde ya se había escondido su padre durante la Guerra de la Independencia. Dionisio estudió secundaria en Estella, y luego se fue a Francia a para licenciarse en Literatura y graduarse en Música, que le habían servido para dar clases en la escuela en Pamplona hasta ese mismo mes de octubre que,  leyendo las noticias que llegaban, se reunió en su pueblo, Ustaize, con su madre. Sabía que su republicanismo militante en Francia, no confesado en Navarra, terminaría por ser un grave peligro para él. Por mucho que ejercía el disimulo, al no implicarse en conversaciones, reuniones, y acciones que pretendían hacer valer las aspiraciones de Carlos Maria Isidro de Borbón, hermano del difunto rey Fernando VII, lo tenían bajo sospecha allí donde estuviera, fuera Pamplona o en el pueblo.
El día anterior, viernes, estuvo hablando con su amigo Clemente Izal y su hermana Blanca, al pie de la huerta en la ribera del río Salazar y, mirando valle arriba, ensombrecido por los grandes nubarrones, previos a una enorme tormenta que descargaría por la noche, le dijeron que habían oído que buscaban gente para el ejercito que se estaba organizando para el levantamiento contra la regente Maria Cristina y su hija Isabel. Blanca no decía nada, solo le miraba con cara de preocupación, especialmente cuando su hermano advirtió a Dionisio que habían levantado acusaciones contra él por liberal. Sabía que los hombres de Zumalacárregui eran especialmente crueles con todo aquél que llevara el sambenito de liberal. Su vida podía peligrar. Nunca le había dicho nada a Dionisio, y ella era más bien una chica poco dada a expresar sus sentimientos, fueran los que fueran, por eso, se limitaba a mirarle, como si no hubiera nadie más en el mundo, y a decirle siempre que tenía ocasión: - Cuídate mucho por favor. Esta tarde se lo dijo, no una, sino varias veces. La última con los ojos brillando con las lágrimas que empezaban a asomar.
Pensaba en estas cosas Dionisio mientras subía por la cuenca del arroyo entre las montañas de San Andrés y Zagatapia, y al pensar en los dos amigos, reparó en ese momento en que iba a sentir mucho no poder ver a Blanca. Le emocionó mirarla a los ojos prontos a llorar cuando se despidió de ella.  – Mejor no hacerse ilusiones. Pensó, considerando la vida que le esperaba escondido en el monte. Llegó hasta el escondido refugio en la falda del Fornácillo; caía la noche. La naturaleza fue generosa con él, pese a la escasa luz que quedaba por la avanzada anochecida, llegó hasta el gran macizo de boj dispuesto entre sus arbustos en forma de laberinto; se introdujo en él a la cuarta revuelta, con las ramas abrazándole y perfumándole hasta que apareció la entrada. Su abuelo había hecho una borda para el ganado con algo de tejado, una fachada de piedra, donde hizo puerta, practicable por mitad, para ventilación y ventana en la parte superior donde se encontraba el catre para dormir. Dentro se aprovechaba una cueva en la que, por la parte superior del fondo, subía una grieta natural en la roca, que ventilaba muy arriba del monte, sirviendo de chimenea para el fuego de la pequeña cocinilla de hierro que hacía de hogar y calefactor en los fríos días de invierno. Dejó su macuto al lado del catre, y cenó algo del jarrete de cordero que le dio su madre y después de dar una vuelta por los contornos, se acostó.
Al día siguiente, domingo, 6 de octubre, el general Ladrón de Cegama proclamó rey al infante don Carlos con el nombre de Carlos V en Tricio (La Rioja). No se llegó a enterar hasta tres días después cuando su madre oyó disparos en el pueblo y le dijeron que el levantamiento había comenzado con la proclamación de Carlos María Isidro, ella se lo comentó cuando bajó a las cuatro de la mañana a ver a su madre y recoger provisiones, como había de hacer de vez en cuando.

Uno de esos días, con la luz de la Luna abriendo el camino de la sierra,  cuando subía hacia la borda oculta, a las cinco de la mañana, le estaba esperando Blanca junto a la senda del arroyo. Por un momento al oír el movimiento de la chica que no reparaba en ello, se asustó; luego al verla le dijo entre contento y preocupado: -Pero chica, qué haces tú aquí a estas horas. – Te estaba esperando, tontico, y no para otra cosa que para convencerte de que me quede contigo, no, no; ¡no me mires así!, aunque no te lo haya dicho, nada hay que me preocupe más que pensar que estas tu aquí en la sierra solico, y sin nadie. No solo para que te haga compañía y te ayude en lo que necesites, sino para estar contigo, no se si lo habrás pensado, pero te quiero más que a mi propia vida. Y nadie me va a convencer que te deje aquí. Solo si tu no quieres y si no me quieres. Se que corres peligro allá abajo, no por la gente del pueblo, sino por esos  a los que les entró la fiebrica de poner a una Borbón por otro Borbón, contra los del Borbón que quiere reinar en lugar de la otra. Mira Dioni, a mi esto de la política me parece todo envuelto en malas ideas porque poco importamos los que estamos abajo y cuando la lían los de arriba siempre pagamos los platicos rotos con nuestra sangrecica. Yo solo quiero vivir con la gente que quiero, especialmente contigo, así que dime si me dejas que esté contigo. – Blanca, claro que te quiero, muchísimo, pero, no se si es bueno que te encuentren conmigo, he oído a la gente hablar con mucho odio y no quiero que te hagan algo malo, por encontrarte en mi compañía. Además, ¿qué van a pensar tus padres y tu hermano, cuando se den cuenta que no estás?, te van a estar buscando como locos. – No te preocupes Dioni, les he dejado una carta diciéndoles que te quiero y que estoy contigo, sin decirles donde. Nadie me ha dicho donde estabas, pero como estaba en un sin vivir, me pasaba las noches en vela y mirando la casa de tus padres, hasta que un día te vi llegar y luego te seguí hasta aquí. Dionisio se la quedó mirando, la abrazó y solo fue capaz de decir medio sollozando: -Si rica mía, quédate, ya saldremos de ésta. Siete años después, cuando terminó la primera guerra Carlista en 1840, en el pueblo se corrió la voz  de que estaban en Francia. Lo cierto es que la madre de Dionisio desapareció tres meses después que ellos, y al parecer su familia en el pueblo recibió una carta suya en francés.
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real del 9 de mayo de 2015)

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