En junio de 1863, la herrería junto a
río tomó otra cara después de una visita. Más o menos esto es lo que pasó, y
así lo contó en un librico, un testigo de aquello: Las breves aguas del arroyo
Linares son las que dan sonoridad a la ribera donde está la herrería. Peio,
hijo de Carlos Maturana y de Dolores Sánchez, hombre taciturno y callado, llegó
hasta la herrería como todos los días, a
las ocho y media de la mañana, apoyado en su vara de avellano, despacio, sin
prisa alguna conocida, pues nadie le había visto en la situación de apremiarse
por algo; y por ello, según dijo a Cirilo, su amigo de la mili, se debía la tranquilidad
de oir a los pájaros, cuyo canto creía conocer uno por uno, incluso el porqué
lo hacían, observando su ir y venir. La herrería, es pequeña, una habitación de
tres por cuatro metros, donde se oye el Linares rumorear sus aguas con claridad
meridiana y el ventanuco abierto; construcción
popular con gruesos muros de piedra unidos con argamasa y una cubierta de teja
árabe de líneas sin mucha recta, pero sin dejar entrar gota. Fuera, apilada la
leña de brezo, y dentro, dos sacos de antracita, todo el combustible para el
fuego de forja. Mas unos utensilios de hierro fuera de uso y falta de espacio,
esperando a darles forma.
El martes 3 de junio de aquel año,
1863, llegó a caballo un caballero, que se plantó junto a la puerta. Desde lo
alto del caballo, algo altivo, le dijo al herrero: -Buenos días mozo, ¿puedes atenderme? Tuvo que repetir sus palabras pues estaba en
ese momento Peio dando vueltas la piedra de amolar sacando filo a una guadaña
que le había dejado Jonás, el hijo del sacristán que la precisaba para segar el
prado. Con el ruido de la muela no lo oyó la primera vez; la segunda, habiendo
alzado la voz el caballero y él haciendo pausa en su trabajo, miró hacia la
puerta y dijo: -Ya vooy. Buenos días. –
Mire mozo, me han dicho en Sangüesa que no hay mejor herrero que usted para
calzar los caballos. Tengo un cuidado exquisito en que mis caballos esten bien
calzados, porque un caballo con los cascos buenos nunca fallan y llegan donde
quieren, así que he vengo, aprovechando una visita que debía hacer a mis
tierras en este valle y quiero que me atiendas. – Bueno, pues si lo tiene a
bien bajar del animal, le hecho un ojo a
los cascos y ya le digo. Callado, con el mandil de cuero dando aire a su
andar, se fue hasta el caballo y cuando hubo bajado el jinete, agarró una por
una, doblándolas, las patas entre sus piernas y después de limpiar los cascos,
dejo de mirar y dijo: - Mire usted señor,
este caballo ha estado algo descuidado, tiene las herraduras descolocadas y sin
haber saneado antes la uña. Cuando usted quiera se le hace una limpieza y se le
colocan las piezas en su lugar sin dañar al animal. –Bien, espero a que vengan a
por mí dentro de un rato, lo dejo y esta tarde lo recogeré. ¿Estará? – A media
tarde, señor. Tengo que terminar unos llavines que me encargaron ayer y no debo
retrasarlos. – De acuerdo, pues a media tarde. Hasta pronto.
Peio se puso a trabajar con los llavines
que ya tenía desbravados y a medio día solo le quedaba uno. Se fué a comer a
casa, subiendo por la cuesta de la Iglesia y en unos minutos estaba dando
cuenta de un cocido con dos pichones calientes que había dejado cociendo en
fuego lento toda la mañana. En su casa, entraba poca gente, contada, y eso era
una de las cosas que guardaba con gran rigor, no quería que su intimidad fuera
quebrada por nadie.
Cumplidas las tres de la tarde estaba
ya, al pie del arroyo Linares, junto a la herrería, tomándose unas bayas del
monte que recogió la tarde del domingo y guardadas en un frasco con un almibar
de vino tinto. Terminadas la bayas, se fue al trabajo y a media tarde había
terminado el llavín que le faltaba y herrando el caballo del visitante. En eso
estaba, acabando con la tercera, cuando oyó los cascos de un caballo y al
momento lo vio llegar a la puerta. Salió; el jinete que no conocía, se dirigió
a él con estas palabras: -Me manda el señor
Marqués que quedó con usted para herrar al caballo, ¿lo tiene? – No, aún no, me
falta la otra pata. El herrero, previendo problemas en el futuro,
puesto que era prudente pero no tonto,
le sacó de inmediato la identificación completa del Marqués a aquél hombre que
venía con el encargo, y de cuyo nombre y apellido no viene al caso, –Bueno, pues yo se lo digo al amo, creo que
vendrá a por él más tarde. Hasta luego. No tardó mucho Peio en acabar con el
herraje del animal, así que siguió trabajando con unas tenazas que le había
encargado el cura. Estaba declinando la tarde, y las sombras de la montaña se
alargaban por todo el valle; cuando Peio estaba apagando el fuego y colocando
las herramientas en su sitio llegó el Marqués. Luego de los saludos, vió el
arreglo del caballo y quedó muy contento con el calzado. – Bueno ya me dirá
cuanto le debo y si sería posible que viniera a Sangüesa unos días a arreglarme
los caballos que tengo allí. Podría tener más clientes y sacar un buen dinero
con ello. Peio, le miró a los ojos y, después de una pausa pensando, dijo entre
dientes: Tempo forse verrà chàle ruine,
delle italiche moli, insultino gli armenti… (Traducido es: Tiempo tal vez vendrá
en que ultrajen los rebaños las ruinas de las itálicas moles…) El marqués, se quedó estupefacto, no se si
pensativo, sorprendido, sin saber si estaba siendo injuriado, asombrado o
intrigado con las palabras en voz baja oidas pero nítidamente entendidas.
Después de un momento de estudiar al herrero, medio sonriendo solo pudo articular como quien
desentraña una adivinanza:- ¡Petrarca!
Peio, que se puso algo rojo por comprobar que su cita había sido tomada en
serio, sonriendo también, contestó: No, ¡Giacomo
Leopardi, Canto primero, “A un vincitore nel pallone”. Se quedó sin
palabras el Marqués, y se preguntaba como aquél humilde herrero podía tener
conocimiento de un autor de poesía italiana del principio de siglo y citar unos versos suyos aplicándolos a
una conversación corriente. ¿Quién era este buen hombre? Al momento, le
preguntó todo esto al propìo herrero, que se presentó. – Soy Peio Maturana, estudié Letras en la Complutense de Madrid. Mi padre
era abogado y mi madre profesora de piano. Tuvimos mala suerte con los negocios
de mi abuelo y la ruina nos visitó para quedarse. Cuando murió mi madre, luego
de hacerlo mi padre angustiado por su suerte y la cruel persecución del resto
de la familia, que hizo más de lobos que de parientes, vine a la casa de mi
abuela y aprendí este oficio, que me da para vivir en paz y para comprame los
libros, de los que voy conociendo en mis viajes a Pamplona y ahora, vivo solo y
feliz. Créame, no quiero hacerme rico, solo vivir en paz y disfrutar de la
naturaleza. Se dieron la mano y Peio le invitó a su casa a tomar unas copas
de Pacharán, que aceptó encantado el visitante. Allí el herrero le enseñó la habitación
más grande que tenía la casa de su abuela: una enorme biblioteca desde donde
Peio, salía a visitar el mundo. No fue nunca a Sangüesa a ver sus caballos,
ellos fueron hasta su herrería.
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 16 de mayo de 2015).
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