Artemio vino al pueblo desde Villena y callaba
sobre su origen. Se sabía por Leocadia, su mujer, que era de allí y que su familia se dedicaba
al comercio de cereales. Hombre inseguro, cerrado de mollera y escasez de
razonamiento que sustituía por voces, y alguna violencia de vez en cuando.
El matrimonio duraba, por la paciencia de ella y porque no
tenía medios ni ingresos dependiendo de él. Se sentía seguro al retenerla y
dominarla, impidiendo que Leocadia trabajara en algún oficio, aunque lo intentó.
Pasaron años y la convivencia se fue haciendo más dura, enojosa, y agotándose
la paciencia de la mujer. Continuas amenazas, presiones y malos tratos dentro
de la casa, no eran visibles en la calle, así Artemio tenía una fama de hombre
atento, familiar y responsable.
Un día hubo una discusión sorda y violenta porque, según
contaron, no había hecho Leo, que así la llamaban, una fuente de torreznos que
era su plato favorito, del que solía despacharse a gusto, por ser tragón y
ansioso. Cogiéndola de la camisa con fuerza, advirtió a su mujer que no iba a
aguantarla más y que, pronto, un día se iba a sentir muy mal y no iba a saber
porque era, pero que ya le pagaría unas misas cuando se muriera.
Leo, viéndose ya muerta, empezó a dar vueltas pensando cómo
iba a evitar su desgraciado destino, sin poner en riesgo tanto su vida como sus
medios para sobrevivir. Caviló mucho y, por más que lo hacía, no veía la forma
de salir del grave apuro en que se encontraba, pasando los días de angustia en
angustia y las noches enteras desvelada.
La última vez que le hizo tan grave advertencia el marido fue
el día que le acompañó al Hospital de la capital a la consulta del cardiólogo,
que acabó con una intervención urgente de Artemio al que hicieron una angioplastia,
por tener lesión en el corazón en varias coronarias, una de ellas más obstruida
que el silo de su patio, que desde que lo puso su abuelo nunca hicieron
limpieza alguna. Al darle el alta, advirtió el médico a Leo, fuera de la
habitación, (debió verla mas despierta que al ceporro del marido), que debía el enfermo tomarse las pastillas y
hacer una dieta muy severa sin grasas, salvo alto riesgo de infarto.
Al llegar a su casa, no fue más que cerrar la puerta y
calladamente, como era su costumbre, para que no lo advirtieran los vecinos,
volvió a recordarle Artemio a Leo, con
la cara más fiera jamás vista, que sus
días estaban contados. Aguantó como pudo
hasta que un día debió cambiar su fortuna porque se la veía más animada,
recuperó el apetito y no se supo bien si era disimulo o por otra causa, pero
hasta volvió a cantar como cuando fue joven; extrañamente, a Leocadia la vieron
más dispuesta que nunca, menos angustiada y muy atenta con el marido al que
daba puntualmente sus medicinas y le hacía las comidas sin que se quejara. Pero,
lejos de lo que cabía presumir y pese a estos cuidados un buen día, dos meses
después del alta, Artemio se vio con sudores y un dolor muy intenso en el pecho
y, cuando llegó la ambulancia, había pasado a mejor vida y tanta paz encontró
como descanso dejó.
Años después, estando a punto de morir Leo, ya vieja, rayando
los 88 años, en confesión le dijo al cura el gran secreto que había tenido
oculto desde que murió el marido, hacía más de 45 años. No le dio todas las
pastillas, le privó de las del colesterol y le había preparado para la cena,
todos los días, una fuente colmada de torreznos bien cargados de tocino
entreverado.
Le había salido bien
el crimen perfecto, pensó, y quien sabe si, por ello, salvó su vida.
(Publicado en el periódico La Tribuna de Ciudad Real, el día 20 de abril de 2013)
(Publicado en el periódico La Tribuna de Ciudad Real, el día 20 de abril de 2013)
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