Una tarde de otoño, la luz entró
en su despacho triste y apagada. Con la ansiedad, quizá angustia, Juan intentó
sosegarse después del disgusto que acababa de recibir. Las últimas llamadas de
teléfono de Aurelio, el procurador, seguía resonando en su cerebro: “Juan,
yo creo que te los di a ti hace días...”; y después: ” ...no sé Juan, yo
creo que quizá los tenga yo, si tu no los tienes...” mas tarde: ” Juan,
no te preocupes creo que todavía tenemos plazo para poder pedirlos de nuevo...”
y finalmente retumbaba en su cerebro: ”Juan yo creo... yo creo...”
Era el cuarto asunto que se venía abajo, cuando estaba bien amarrado.
Precisamente este, del que podía conseguir la mejor asesoría que jamás podía
haber soñado. La que acabaría con el alto estrés y preocupación que había
acumulado durante veinticinco años. ¿Era despiste de Aurelio o suyo? Las copias
de las facturas, cotejadas; la prueba de la reclamación por daños, no
aparecían. Claro que si no se hubiera distraído con el viaje que hicieron al
pueblo, para desalojar la casa del abuelo que iba a ser vendida, no los habría
perdido de vista. Desde ese mismo día todo empezó a descabalarse. Con la cabeza
como una olla a presión no podía ni pensar, y el tiempo se desbocaba a galope.
No podía acudir a su padre, siempre distante. Desde que se murió el abuelo,
cuando él tenía ocho años, se volvió retraído y no se aventuraba a dar el más
mínimo consejo o pronóstico. Mejor era no consultarle nada. Tampoco le dijo
gran cosa cuando se jubiló y le entregó la llave del despacho, como entrega
simbólica del bufete; ni el mas mínimo consejo; ni advertencia; nada. Su madre
le dijo que la pelea con su padre, días
antes de morir y en la que se retiraron la palabra, le había marcado
para siempre. Se lo repetía de vez en cuando: “Juan, tu padre te quiere mucho, pero desde que le
ocurrió aquello con tu abuelo, no se compromete con nadie por miedo a meter la
pata”. Laura, con la que siempre pudo contar, su mejor amiga, no quería
hablarle. Temía una relación. Pensó que tendría que recurrir al abuelo. Estaba
muerto pero sabía que podía recurrir a él. Alguna vez lo había hecho. Por
alguna razón en ese momento se acordó de eso y de los recuerdos que guardaba.
Se dirigió a la librería y del tercer cajón de la izquierda sacó una caja de
madera de balsa, con un pequeño cierre de latón. Era una vieja caja de puros
canarios, de una casa fundada en 1885, con un grabado a fuego en la tapa, por
fuera y por dentro, con un escudo rodeado de hojas de tabaco, y la marca en el centro.
En ella había unas viejas gafas de concha, redondas; un reloj parado a las
cinco y tres minutos y una medalla de bronce, que le había dado Alfonso XIII.
Lo que tenía del abuelo. El fondo estaba forrado con un trozo de una hoja de
una revista antigua. Se quedó mirando aquellos recuerdos, y un instante
después, en el silencio de su despacho, con la tibia luz que salía de la
lámpara de la mesa, tamizada por la pantalla de papel encerado, notó una brisa
fría. De nuevo, sintió como le cogían, con suavidad, por debajo de la barbilla
y como, con un dedo, posiblemente el pulgar, le acariciaban la mejilla derecha.
Era el abuelo. El siempre le acarició así. Lo sintió igual a los pocos días de su muerte.
Efectivamente,
el 14 de noviembre de 1954, domingo, a las nueve de la noche un frío intenso le
ocupaba toda la espalda hasta hacerle tiritar y sus ojos dilataban sus pupilas,
escudriñaban las tinieblas que se abrían mas allá de las dos puertas que tenía
la habitación. Parecía que algo o alguien le acechaba presto a sustraerle toda
la tranquilidad y la seguridad que necesitaba y que veía perdidas. Ese día,
cuando más asustado estaba, pensaba en el espíritu de su abuelo y en la
posibilidad de que pudiera aparecer; su reciente muerte, dos días antes, lo
hacía presente. Sus pulsaciones subieron hasta sentirlas en las sienes y en sus
muñecas, apretadas por la camisa. De improviso, una mano fresca, como la brisa
del alba, le cogió la cabeza por debajo de la barbilla, acariciándole la
mejilla derecha con un dedo, el pulgar. El miedo que le agobiaba desapareció sin saber cómo. Era el abuelo.
Solía acariciarle así desde que era muy pequeño. Una gran tranquilidad le
invadió el cuerpo, que relajó. En ese momento se acordó de la caja de madera de
balsa, en la que el abuelo guardaba sus recuerdos junto a las gafas y el reloj.
Hombre de pocas cosas, que disfrutaba como si fueran sus talismanes, y con grandes
sentimientos. Un día, en vida, le dijo a él, su nieto, que la caja con todo su
contenido sería para él. Así lo dejó escrito, cuando previó su fin, en la tapa
de la caja, por dentro, con una nota pegada con adhesivo: “Para el chico”.
Ahora,
cuando ya era mayor, tenía otra dimensión la caja de los recuerdos de su
abuelo. La guardaba en el lugar donde pasaba la mayor parte del tiempo, en el
despacho de su bufete. Le servía para dar algo de humanidad a la ingente
cantidad de papeles, expedientes de pleitos, y libros de leyes, que lo
abarrotaban. En la caja: el reloj, la medalla, y las gafas del abuelo. Lo cogió
todo para verlo y tocarlo con detenimiento, bajo lámpara de la mesa; solo
hacerlo le tranquilizaba. Estaba en ello cuando una creciente curiosidad le
hizo reparar en el trozo de revista, posiblemente el “Blanco y Negro”, que
forraba el fondo de la caja. Lo sacó y descubrió que, debajo de él, había un
sobre cerrado. En el sobre una nota: “Para mi hijo Juan Manuel”. Llamó a su
padre, le explicó lo sucedido y le faltó tiempo al hombre para llegar a por la
carta. Nada mas llegar la cogió con ansiedad, no disimulada, y la leyó en silencio.
Lloró amargamente, sonriendo entre sollozo y sollozo. Le decía que aunque
estuviera disgustado seguía queriéndole más que a su vida, y que sentía un gran
orgullo por él, incluso cuando sacaba su fuerte carácter y les enfrentaba. Solo
con ver la cara de su padre, Juan comprobó que la carta del abuelo le devolvía
la confianza perdida. Volvía a recobrar las fuerzas que perdió hacía más de
cuarenta años. Tanto fue así que se permitió la licencia inusual en él, en
recomendarle cómo debía llevar algunos asuntos en los que a su juicio, no
estaba muy fino. Se despidieron con un abrazo. El, guardó la caja en la
librería, donde habían dejado los libros que habían traído de la casa de su
abuelo y, en ese momento, descubrió que allí, en una carpeta, estaban las
facturas perdidas.
(Publicado en el diario "La Tribuna de Ciudad Real" el 28 de septiembre de 2013).
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