Un día tranquilo del mes de noviembre, en la madrugada, la
brisa hizo bailar los madroños en la
sierra, mojó los cantuesos hasta hacerlos destilar su esencia y, con cuidado, en
silencio, fue recogiendo todos los recados de la jara, el romero y los juncos
del río a su paso por Peralbillo, subido como estaba en su loma. Muy quedo iban
dejando su noticia a los sentidos todas las plantas con aceites esenciales.
Sobre los transparentes cristales de las aguas del Bañuelos, cubría la niebla
los juncales, para luego llenar de fresca naturaleza la ciudad, en las últimas
horas de la noche. La esperada mañana no había llegado aún; la alborada se
hacía esperar escondida entre las otras brumas que venían desde la vega del
Jabalón. El silencio lo rompió el chillido del tren de las seis que llegaba de
Badajoz, cargado con adormecidos viajeros ahumados por la combustión del carbón
de la máquina. La chica, con la palmatoria en la mano, en la carbonera, recogía
leña para la chimenea, con una gavilla de pensamientos revueltos, echándola,
junto al cazo del carbón, en la espuerta de esparto una a una. Cuando empezó a
encenderse la lumbre, chisporroteando con los brotes de jara, la aldaba de la
puerta sonó con autoridad tres veces. La casa se estremeció en sus sombras; don
Julián, el médico, subió la escalera pisando los bordes de madera de los
escalones, buscando hacer menos ruido. El maletín negro, preñado lo traía de los
útiles de su oficio. Sudando todos los minutos de las cinco, le esperaba ella
con sus rizos rubios empapados de esperanza. En tres esfuerzos, con los que
quiso quebrar el mundo, se abrió la grieta por la que el chiquitín llegó
envuelto en las ternuras de su madre. Sonó el tren, y esta vez no chilló: dio
una fuerte voz de recibimiento, pese a que se marchaba para Madrid como todos los días.
La lumbre en la chimenea adormeció toda la casa, y calentó el puchero del café.
El médico sonreía viéndose en la negrura humeante, como se debía mirar Poseidón
en el Helesponto. El niño ya estaba haciendo planes. Recogido,con sus puños
cerrados, apresó los sonidos que guardaba en su pequeña caja nueva. Tejiendo,
con los olores de la casa, una madeja sutil de referencias con las que tomar
sus primeras pizcas de vida, iba sufriendo con cautela su primera digestión; en
ese momento, empezó a conocer como sabe la soledad: su madre, ya no se lo daba
todo.
El golpe de la puerta resonó en la calle como un cañonazo: hacía
los honores a don Julián que volvía a su casa con el maletín algo más aliviado,
el sueño asomándole por sus pupilas entornadas y una sonrisa apenas dibujada
denunciando satisfacción.
Entre algodón, y envuelto por el cálido sonido de la
respiración de su madre, el chico dibujó su primer sueño cargado de la música
del viento, empapado en verdes praderas de sensibilidad y escribiendo arriba,
en el techo imaginado, su primera afirmación: estoy vivo.
Años mas tarde, en el invierno, las mañanas se veían desde la
gran puerta falsa, entreabierta, enseñando un brasero humeando bajo las
escarchas de invierno. El empedrado del patio, cargado de pequeñas luces,
brillaba por el rocío caído y las brasas hacían su fiesta con las pavesas del
piconcillo ardiendo, dando cuenta con sus humos por la vecindad. Dos perros se
desesperaban ladrando dentro, atados en una cuadra no muy lejana y, en la
cántara de aluminio, la leche caliente recién ordeñada esperaba en la cocina
para salir a la ronda de la venta, su
trasiego siempre agriaba un instante al despedirse. El camino del colegio
estuvo endurecido por los hielos, las rodillas al aire se escocían en grietas
que dolían su tierna niñez. En la cartera de cuero que le hizo Simón, el
guarnicionero, se apretaban unos contra otros las pocas luces de la
enciclopedia, el libro de lecturas y el Catón. Mucha leña para una cabeza
dispuesta para ver con sencillez entero el mundo. La cornisa del Hospicio
sujetaba un nido de golondrinas vacío, que se fueron a África a traer el calor
del verano, resistía bajo el alero. Le hacía la espera para tiempos mejores. En
el charco helado, de lechoso cuerpo, cinco piedras le avisaron que Joaquín ya
había pasado. Mientras, en el calor de una alcoba, en la primera planta del
principal, cuando pasaba él por la calle, dando saltos y puntapiés a los
cantos, dos cuerpos se desperezaban luego de una noche de enloquecido juego. En
el suelo, junto al orinal que se callaba descomponiendo sus amoniacos, una
botella de coñac vacía, rendida y exhausta con apenas un culo de ámbar. Dos
casas más allá, tras los cristales y apenas visible por los visillos, el piano
del canónigo esperaba inmóvil tiempos propicios para la música en la sala
tenebrosa, testigo de las clases de solfeo. Enfilados, con caras de resignación
fueron entrando en el encierro escolar, que había de ser contado en días,
semanas, y años. Desde dentro, mirando al exterior, se podía ver la higuera de
la huerta, yerma y desnuda en invierno, entreviendo caminos infinitos hacia el
firmamento, verde en primavera con las tiernas hojas tiñendo de claridad y
armonía, enseñándole las primeras lecciones de luz, volumen y perspectiva,
haciéndole llamar a voces a sus lapiceros, para recrear sus higos, cargados,
antes de que el sol acabara con las clases o la tornara amarilla a la vuelta de
ellas. Finalmente para ver como los quebrados le quebraban la cabeza y el ocaso le perseguía en sus vueltas a
casa, en solitario, angustiado por los castigos de un maestro amargado que
respiraba un aliento umbroso y muerto. En la
noche, empezadas las tinieblas, luego de mirarse en una caliente sopa de
letras; bajo la lámpara de porcelana dorando el comedorcillo de amarillenta luz
tibia; asomando la extraña lejanía de la vida y del país, desde la vibrante
tela del altavoz de la radio, solo se podía vadear la negrura con la voz de su
madre midiendo la solidez de la casa. La misma voz que le avisaba del clarear
del día. Un día tras otro, encadenando las semanas que parecían interminables,
hasta que más tarde, con los años vencidos por la experiencia se convencería de
lo fugaz del tiempo.
Hoy, pasados muchos años y kilómetros rodados, mira para
atrás y apenas ve una representación en blanco y negro, con alguna instantánea
en color, que dan los niños que le hablan con interés.
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 26 de octubre de 2013)
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