Román, el abuelo de Asier, era hombre de pocas palabras. Conocí
muchos hombres así, pues después de una vida dura les quedaban pocas ganas de
hablar. Después de volver jubilado de Bilbao,
donde estuvo trabajando, y nacieron su hijo y su nieto, solía sentarse en la
cocina vieja, la que ahora solía su madre llamar cocina campera,
encendía la lumbre mediado el otoño, y se acurrucaba en un viejo sillón
acolchado, de estilo indefinido y pretensiones de estilo francés. Entraba poca
luz por el ventanuco pero los pimientos choriceros, puestos a secar
recientemente le daban todo el colorido que era necesario para la austera cocina.
Asier sabía que estaba siempre allí y como lo quería mucho, estando casa, se
iba con él a ver chisporrotear la lumbre en silencio. Sin embargo, el abuelo
con él hacia una excepción y hablaba. Un día de otoño, acercándose el día de
los difuntos, le contó, en voz muy baja, una historia; la que cuenta el
misterio del molino del Guadiana, en las cercanías de su pueblo. Decía el
abuelo Román: “No ha dejado el molino de estar allí, pese a que lleva muchos
años abandonado a su suerte. Debió parecer que era cosa natural que el río se
fuera haciendo con sus tapiales. El río, y la maleza, fueron tomando tierra,
invadiendo todo espacio. Pero antes no era así. El camino, el patio y la
explanada vieron tantos carros y los primeros camiones, con olor fuerte a
gasolina, como para aturdirse en los días de trabajo.
Ha muchos años, en vísperas de la festividad de Difuntos, una
tarde que pasaban bandadas de aves migratorias camino de las Tablas, estaba el
molinero junto a una de las dos aceñas, y oyó como se estaban abriendo los dos
rodeznos del molino. Se alarmó pues estaba solo él y nadie esperaba. Las garcillas salieron volando con el alboroto
del agua que hacía sonar la maquinaria, que al ser de madera, crujía como las
cuadernas de una barco de vela. Acudió
el hombre a ver que es lo que ocurría y no vio a nadie. Sin embargo, los dos
rodeznos estaban funcionando porque alguien había abierto las compuertas del
caz y el agua empujaba los rodeznos. Eran los mismos rodeznos que vimos en el
molino cuando fuimos, ¿te acuerdas? El de Flor de Ribera. Claro que lo que
vistes eran los hierros que sujetaban las maderas de los rodeznos, pero aun en
esqueleto se podían ver como eran. El caso es que, el molinero dio cuarenta
vueltas al molino, se subió a la cámara más alta y no pudo ver a nadie que
pudiera haber abierto las compuertas del caz. Las cerró, pues no estaba la
tarde para trabajar, ni había nada que moler, y cerró las puertas una vez
anochecido, cuando volvió su familia de Carrión, donde fueron a ver a los
parientes.
Por la noche, solo se oía el rumor del agua del río y algún
crujido de las aceñas, pero todo era normal, hasta que a las tres de la
madrugada, volvió a oírse el ruido de los rodeznos, que alarmó al molinero,
que, asustado, cogiendo la escopeta y la pelliza para no coger frío, salió
fuera y con un farol estuvo repasando todo el entorno del molino, con el mismo
resultado: no había nadie. Esto que te
cuento pasó una semana entera. El pobre molinero, que no quiso decir nada a la
familia para no asustarlos, empezó a
sentirse muy mal y para aliviarse, le dijo lo que pasaba a la pareja de la
guardia civil caminera, que llegó hasta allí como todos los jueves. Tomaron cuenta
de ello y solo eso parece que le dejó tranquilo. Los mirlos por la mañana
parloteaban junto a la entrada del molino y pareció que las cosas volvían a
estar otra vez normales, pues así era en sus mañanas. Pero al atardecer del día
trece, desde que empezaron a ocurrir los
sucesos de los rodeznos, se volvieron a
abrir las compuertas del caz, estando otra vez solo el molinero. Fue a
cerrarlas y cuando tenía en su mano la segunda, oyó que alguien le susurraba
con voz muy baja: - Soy Antón, dueño del molino, deja el caz abierto y mueve
los rodeznos, es menester haber mucha molienda, tengo que pagar mil reales que debo a las haciendas del rey y
me voy a ver preso si no los pago... salió corriendo e molinero y entró
temblando en el molino, se metió en la cama y estuvo tiritando de miedo hasta
que las luces del alba y los trinos de los verderones le metieron en la
tranquila realidad.
Desde ese día, ya no volvieron a abrirse las compuertas del caz
solas, como ocurría en esos días después de difuntos. Contó el molinero su
miedosa aventura a todo el que pasaba por allí en estos días de difuntos,
cuando cogía confianza, hasta que un día, pasó por allí un señor, dueño de una
finca muy grande que lindaba con el castillo de Calatrava y, cuando le contó su
historia, se quedó pensativo un rato y, moviendo la cabeza, asintiendo, le
dijo. -Hipólito, - pues así se llamaba el molinero- ese Antón que te
susurró esas cosas aquel día que fuiste a cerrar las compuertas, pudiera ser
Antón de Castro, vecino de Almagro, que fue dueño del molino en el siglo XVI. Creo
que tuvo algún pleito con el Tesoro Real, pero al parecer, se resolvió cuando
acudieron los vecinos a hacer molienda, todos a una, para hacer suficientes
rentas para el pago de la deuda. No consta si se llegó a pagar o no. De todas
formas, si no han vuelto a ocurrir los hechos misteriosos, quizá se haya
solucionado lo que requería ese buen hombre.
-¡Vaya por Dios!, dijo Hipólito. No se que decir...
pero si vuelven las voces... yo vendo el molino y me dedico a otra cosa.
El abuelo de Asier, Román, le dijo al nieto para concluir la
historia: -Creo que debieron seguir ocurriendo cosas raras en el molino,
porque el molinero vendió el molino y se fue a Jaén donde se dedicó a la prensa
de aceite, comprando una almazara.
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