No supo nunca muy bien por qué lo hizo. El caso es que a las
cinco de la mañana de un miércoles, a finales de enero de 1958, se vio haciendo
el equipaje con cuatro cosas que fue cogiendo y conforme se le antojaba, hasta
que la bolsa se llenó del todo y tuvo que tomar la decisión, sin mucho disgusto
por cierto, de dejar el resto de sus cosas. La casa estaba muy oscura y en
silencio, los muebles ya ni se quejaban, como solían hacer cuando se iba a
acostar, ajustando sus formas a la falta de presión o al cambio de temperatura
por la agonía de la lumbre en la chimenea. Todos dormían. La calle estaba en
silencio, como pudo comprobar al abrir la puerta de la casa. Cuando tiró de
ella, y con el golpe que dio la mano de bronce del llamador, supo que estaba en
ese momento cerrando un tiempo de su vida y que ya no volvería a ser igual.
Hacía noche oscura, alumbrada con las escasas tulipas de
porcelana que el Ayuntamiento puso para el alumbrado público. Subía por la
cuesta hacia la estación del ferrocarril con paso cansino pero decidido, más
pensativo que triste y menos dormido de lo que podía parecer, teniendo en
cuenta el madrugón.
La calle, pensaba, durante todo el día tenia trajín por los transportes
ferroviarios y las subidas y bajadas de los viajeros. Cuando llegaba un tren,
la vecina de enfrente estaba preparada en su sillón de mimbre, arropada con las
faldas de la mesa camilla, dispuesta a disparar su curiosidad para alimentar su
comadreo. Posiblemente lo hacía para olvidar su prematura viudez o para no
pensar en las putadas que le hacía su único hijo, adolescente, que casi siempre
acababan con una visita de la policía. No creo que fuera consciente de que, fisgonear,
fuera reprobable. Mujer de ojos de cuchillo y de lengua cargada de veneno, se
movía más por sus bajos instintos que por un supuesto interés público.
En la calle solía haber boñigas de caballo, que nunca terminaba
de dejar limpia con el carrillo el barrendero municipal. Por ella subían las campanadas
de la iglesia de los Jesuitas, con timbre agudo que llenaban los oídos. Golpes
de bronce que llamaban a misa, triduos, novenas, rezar el rosario y hasta para las
cansinas Gregorianas. Bajaban por allí las bandas de música, cuando venían a
las procesiones, llevaran armados o no, que solían hacer su pasacalle desde el bar
Cuatro Esquinas, frente a la estación, desfilando luego todo recto, partiendo
con sus sones la ciudad en dos, con una recta de sur a norte. También bajaban
por ella todos los entierros del barrio y, aún más, algún féretro que hubiera
venido en el tren desde otro lugar. Unos, los mas caros y terriblemente
tenebrosos, en carroza a la
Federica , con los caballos adornados con enormes
plumeros negros que movían con su cabecear, los otros en un viejo furgón
americano Buic, bien conservado y
acristalado propiedad de la funeraria.
Calle arriba siempre estaba abierta la puerta falsa de la
bodega, que le olía el aliento a
alcoholes ; donde acudían todos los del barrio para comprar raciones de
vino, o aguardientes con los que trabajar los dulces. Sobre las puertas de las
casas, se veían los repletos haces de cables sujetados con unas mugrientas
grapas a punto de caer. En ellos, en primavera, bajo los aleros siempre
hicieron, todos los años, sus nidos las golondrinas y aviones que venían desde
África, a tiro de las pedradas de cualquier chico experto con tirachinas. Escurren
por la vía las aguas con prisa y caudal en los aguaceros, recogiendo en su
camino toda la suciedad que acababa en la Plaza , nadando y llenándola en
inundación con la caída de cuatro gotas.
En esa calle nació. En la casa, habituada tanto a los
amaneceres como a los ocasos, fueron pasando los días con las emociones en
carga y las luces de los días llenando sus ojos, para impregnar la memoria,
hasta el último rincón. De la casa le sacaron un día como a un detenido para
meterle en una escuela de párvulos de un colegio de monjas toda una mañana,
llena de niños chillones y con un insoportable olor a leche agria y
deposiciones. La hermana que los apacentaba tenía mucho genio con los niños,
con harta facilidad. Posiblemente pagaba con las criaturas su frustración al no
poder profesar, por no ser bien nacida a los ojos de la Comunidad que la
amparaba y a la que pretendía incorporarse. De ahí, y por sus lamentos, finalmente
le llevaron a la escuela en la que daba clase su tía. Abrieron la puerta gris
de la clase donde iba a estar con ella, para entrar en una gran habitación de
techos altos, con suelo de tarima, tan vieja que ya no se veía barniz alguno y
las tablas habían cogido un color grisáceo por la humedad; los nervios de la
madera se veían tan claros y sobresaliendo como las venas de un viejo. Las
mesas, redondas, muy bajitas, más parecían las de los enanos de Blancanieves
que otra cosa.
De pequeño tuvo que estar en cama por una grave infección renal
que le tuvo unos meses con muy delicada salud, hasta que con alguna ayuda le
pudieron inyectar penicilina que consiguieron de estraperlo con la ayuda de un
empleado de RENFE que la trajo de Portugal, mejoró hasta la curación. Aún así,
pasaron meses en los que dejó de ir a colegio, y aprendió a emplear los
sentidos como nunca lo había hecho. Fue como un ciego que veía, ya que su
inmovilidad no le permitía ver cuanto
pasaba por la calle, pero lo imaginaba y reproducía con su memoria sin perder
ni un solo detalle de los sonidos. La luz proyectaba en el techo las siluetas
de los viandantes en dirección contraria a su marcha, a través de un balcón con
las puertas interiores entornadas. Esas formas, y la memoria de la vida de la calle,
le fueron acompañando hasta que cogió el tren. La niebla era muy densa
aumentada con los vapores que salían desde la máquina del tren. Apenas se
dibujaban los contornos de los escasos viajeros que empezaron a subir. Poco
después con un silbido agudo, en la noche cerrada, el tren emprendió la marcha
y, su casa, su ciudad, su infancia, se alejaron para siempre. Desde aquel día,
todo, se convirtió en sombras y vagos recuerdos que alimentar en los momentos
de soledad. Había pasado página.
(Publicado el 23 de noviembre de 2013 en el diario La Tribuna de Ciudad Real)
(Publicado el 23 de noviembre de 2013 en el diario La Tribuna de Ciudad Real)
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