Por la Gran Vía de Madrid, me encontré con mi amigo Leonardo.
Lo conocí en el servicio militar. Andaba siempre ausente, y eso le procuró más
de un disgusto con los mandos de la
compañía en la que estábamos encuadrados. No entendían que una persona pudiera
estar tan poco interesada por la táctica, el tiro o la instrucción militar. Por
mi costumbre de no querer conflictos, me amoldé a la vida aquella mejor que él
y nos ayudábamos mutuamente. Leonardo me enseñaba lenguaje, literatura y
astrología y yo, le hablaba de pintura, historia y arte, con los límites que
tenía nuestra juventud. Fue allí, en 1978, cuando me habló por primera vez del
manuscrito Voynich.
Este manuscrito es el gran misterio de la bibliografía
universal. Llamado así por Wilfred M. Voynich, librero
vienés, que lo dio a conocer en 1912, es uno de los documentos medievales más
misteriosos que se conocen. Mediante la prueba del carbono 14, y con una fiabilidad del 95%, podría
datarse entre 1404 y 1438. Escrito en un idioma extraño o código que nunca
se ha podido descifrar, pese a que durante la Segunda Guerra Mundial, criptógrafos
aliados lo estudiaron sin éxito. Analizado por supercomputadoras sin resultado
positivo. Se ha atribuido a múltiples autores, como Roger Bacon, el fraile
franciscano y alquimista inglés (1214-1294) y Leonardo da Vinci (1452-1519). Edith
Sherwood, académica experta en el trabajo de Leonardo da Vinci, ha dicho que el
error y fracaso de su traducción se debía al
asumir, equivocadamente, que era un texto en inglés. Si, por el contrario, se
parte de la base que el texto está en italiano medieval, toscano, y que las
palabras son anagramas, (cambio del orden de las letras en una palabra
para sacar otra) se puede llegar a una interpretación bastante razonable del
contenido del manuscrito. Lo cierto es
que Leonardo me dijo que estudió el manuscrito todos estos años y habría descubierto
la trascripción y el significado de las partes del manuscrito, herbario,
astronomía, biología, cosmología, farmacéutica y recetas. Confesó que tenía en
una nota de compra las coordenadas del lugar, un almacén amarillo, en que
estaban las hojas que faltaban donde podía estar la trascripción. Quedamos para
hablar de ello al verme muy interesado y me invitó a comer el jueves siguiente.
Llegué puntualmente a la cita a las 13,30 del jueves, en su apartamento de la calle del Olivar. La mañana estaba
plomiza. Los vencejos iban y venían con las prisas de siempre y se avisaban con
premura de la proximidad de la lluvia. Las nubes estaban oscuras, muy oscuras y
con buena temperatura, hacia avanzar el misterio y cosas importantes. Subí por la
escalera de madera que crugía de puro vieja y en el segundo me abrió la puerta Leonardo
que me oyó subir. Nos acomodamos en su saloncillo y, con dos copas de un
vinillo blanco delante de cada uno, contó sus impresiones. Basaba su historia
en que era cierta la prueba de que se trataba de un lenguaje real y no
inventado, aunque estuviera trocada en anagramas. Pasaba la prueba de la
llamada ley de Zipf (que establece que en todas las lenguas humanas
la palabra más frecuente en una gran cantidad de texto aparece el doble de
veces que la segunda más frecuente, el triple que la tercera más frecuente, el
cuádruple que la cuarta, etcétera). Por otra parte confirmaba que la lengua que
estaba detrás del enigma era la del italiano antiguo, toscano, aunque también
había parte en inglés antiguo, como el de la Oda de Brunanburh, del siglo X,
que tradujo Tennysson; llegando a la conclusión que el contenido de parte de los
textos eran una colección de conocimientos traídos de un antiguo códice de la biblioteca
de Alejandría, comunicados por un hombre de mas de dos metros y medio, de pelo
blanco, que habría venido en un artefacto volador que vino de las estrellas. Me
quedé mudo después de todo lo que iba diciendo y, sonriendo al verme así, mi
amigo se levantó y trajo una caja de madera llena de manuscritos hechos por él.
Me enseñó sus investigaciones, de semiótica, del lenguaje
toscano, de historia, de grafología y finalmente en toda la información
publicada en textos y en Internet sobre el manuscrito Voynich. Le pregunte si había
trascrito toda esa información en digital y la tenía en un disco duro. Dijo que
estaba en ello y solo le faltaba digitalizar las fotos de dibujos del
manuscrito y fotos que le habían servido para llegar a sus conclusiones. Prometió
que haría copia de seguridad y la guardaría en un buen sitio para garantizar
que no se perdiera; quedó en enseñarme la traducción del manuscrito y me daría
una copia de él. Nos citamos para otro día sin concretar.
Tres meses después, me enteré que Leonardo había tenido un
accidente y había fallecido. Fue un hecho raro. Pregunté a su vecino de la
calle del Olivar si tenía familiares conocidos. Lo desconocía y me comunicó que
el día después de su accidente, llegaron unos hombres con la llave de su apartamento
y se llevaron todos sus papeles. Traían un coche con los cristales tintados y
la policía guardando su visita desde la calle. Como me vio interesado y sabia
que era buen amigo de su vecino, dijo en voz baja que él tenia una llave y que
subiera a ver si me interesaba algo. Subí, y efectivamente todos sus documentos
habían desaparecido. Pero encima de un trinchero antiguo del salón, sobre el
mármol, estaban sus revistas dominicales y una nota de compra. Me la llevé.
Tenía unas coordenadas que estuve viendo por el Google Earth, eran del puerto
de La Habana. Y efectivamente, según vi en varias fotografías había un almacén
amarillo. Aun no he encontrado la forma de seguir indagando. No se si el enigma
Voynich se habría descubierto; o sustraído por algún organismo estatal. O solo
habría sido un caso fallido más sobre el manuscrito.
(Publicado en el diario "La Tribuna de Ciudad Real el 9 de noviembre de 2013)
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