El Congreso de
Sociología política, terminó en Cagliari el viernes. A la hora de la comida estaban
todos los congresistas en el comedor del
T Hotel y, en el lado izquierdo del salón, Arturo charlaba animadamente
con unos compañeros de Roma. Hablaban del vino que estaban bebiendo, una
botella de Cannonau selvaggio, y del eterno debate
si la garnacha, que no es otra cosa que la cannonau, es la que se llevó a
Aragón o fue desde allí desde donde se trajo a Cerdeña. Era una imagen y voces que recordaba Arturo insistentemente,
porque luego todo los recordaba confuso, con algunas referencias a su infancia,
a su adolescencia, y sobre todo a los días en que estuvo en su casa en la
montaña, sentado en la hamaca en el porche, con la mirada puesta y la vista perdida en las sierras de
enfrente. En el aeropuerto Cagliari Elmas, se sentó en una cafetería para
esperar la salida de su avión; pese a que llamaba al camarero, no le servían, y
acercándose adentro, en la barra, llamaba para que le atendieran y ni siquiera le
miraban. Harto de esperar se sentó para esperar al avión. Cuando abrieron el
control, le sorprendió que a él no le cogieran el billete para quedarse con el
talón de la compañía, pero pasó al avión. Miró cual era su asiento y se sentó
en él. Llegó a Madrid a las ocho de la tarde, luego de un viaje algo
accidentado por las rachas de viento. Cogió el metro, pese a que no pudo
comprar el ticket; y luego de esperar la llegada del primer convoy, y tras los
trasbordos, llegó a su casa. No le saludó Amalia, la portera, entretenida como
estaba en limpiar el mueble de los buzones. Subió cansado, casi exhausto, hasta
su piso y tras cerrar la puerta se dejó caer derrumbado en su sillón del salón.
Tenía entornados los ojos y se acordó del equipaje. ¿Dónde estaba su equipaje?
No quería pensar, si lo había perdido, no quería pensar en ello. Derrotado, esa
era la palabra, estaba derrotado, con un cansancio descomunal. Se quedó
dormido.
Le despertaron
las voces de la familia, los chicos no estaban, era su mujer y sus hermanos y
hablaban en voz baja. No sabía porqué. Pero no los vio por ningún lado. Ni en
el salón, ni en el pasillo, ni en el vestíbulo. Tampoco en la cocina ni en los
cuartos, y ni siquiera en el último lugar que miró: el cuarto de baño. ¿Por qué
oía sus voces? No lo entendía. Debía estar teniendo alguna alucinación.
¿Estaría mal, enfermo quizá? Se volvió a sentar y las voces, atenuadas, las
seguía oyendo. Después de un buen rato, y el cansancio, volvió a caer rendido y
se durmió. Soñaba. Estuvo reviviendo su infancia. Los días felices en
Cistierna, recorriendo los caminos de la sierra con su bicicleta, los días de
lectura tumbado en el pasto, con e sol entrando y saliendo de las nubes que
movía el viento. Recordaba a Juanita, la hija del tío Jonás con la que se
pasaba las horas muertas de huerto en huerto y cogiendo setas en el bosque. Y,
como no, del primer beso que le dio en julio, en una preciosa mañana de verano,
a la sombra del nogal, del huerto del tío Rufo. No pudo olvidar las lágrimas
que le vio en sus ojos preciosos, cuando a los diez y ocho cumplidos, se
despedía de él, cuando se subió al autobús del pueblo, marchándose no a la capital, León, sino antes de irse a
Madrid. –Tu te vas, Arturo, pero yo me quedo aquí y ahora… ¿con quien voy a ir
por los huertos?.. Le dijo en la despedida. No volvió a verla nunca más. Murió
a los veinticinco. Volvió a despertase cuando en el reloj de pared marcaba las
ocho y doce minutos. Por algún motivo sintió ganas de ir al vestíbulo. La luz
del sol entraba por la ventanilla desde la que se veía a lo lejos la sierra de Madrid.
Miró por ella y estuvo así un rato. Las nubes habían cobrado un color rosa y tornando
azul violáceo. En el horizonte una intensa luz amarilla casi ocre se iba
fundiendo con la neblina y los lejanos pastos segados. ¿Por qué no estaba la
familia en casa? Se preguntó. Se dio la vuelta y se acercó al espejo. Veía el
vestíbulo al otro lado salvo del revés. ¿O no? Miró para atrás y se dio cuenta
que lo que parecía estar del revés era todo a su alrededor y lo que veía al
otro lado estaba en su sitio habitual. Se quedó muy confundido, preocupado,
casi angustiado. Pensativo y reflexionando en ese momento, oyó que metían la
llave en la puerta. Se abrió, pero no en el vestíbulo donde estaba él, sino el
reflejado en el espejo. Se quedó paralizado por lo que estaba viendo. Entraba
Julia, su mujer, sus hermanos Javier y Paco y los niños, que corrieron por el
pasillo reflejado y se fueron a su cuarto. Mientras dejaban sus cosas en el
sinfonier y las llaves en la caja de madera, labrada en la India, encima de
él, comentó Julia muy despacio, como si
le costara mucho respirar… -No, no puedo
Javier… es tal la tristeza que tengo metida dentro de mi,… y la desesperación…
que no sé cuando podré hacer …mi vida normal del día. Te lo digo… de verdad.
Tengo metido aquí (señalaba la cabeza con el dedo índice, con energía,) cuando
lo vi allí, en la habitación de aquel hotel, en la cama, con las sábanas
revueltas, la mirada perdida hacia el techo, y los ojos… vacíos. ¡Oh Dios mío!
No puedo Javier, no puedo superar todo esto. ¡Pobre mío; mi Arturo, mi
compañero, mi cielo...! Arturo se acercó, los llamó, pero no parecían oírle.
Por un momento parecía que estaba encerrado en una jaula de cristal. Se estaban
refiriendo a él. Hablaban de él como si estuviera muerto… Ahora cobraba sentido
todo… las imágenes, los recuerdos, la
cafetería del aeropuerto, el personal del avión, el metro. Todo ocurrió como si
nadie le viera… Si, estaba muerto. Vio
los niños pasar por delante de él. Se iban a la calle con Javier… Se
despidió de ellos, y de Julia y Javier y Paco. Salieron a darles un beso a los
niños.
(Publicado en el periódico "La Tribuna de Ciudad Real" el 14 de junio de 2014).
No hay comentarios:
Publicar un comentario