Las cuencas de los ojos de la casa, aquellas soberbias ventanas,
ahora vacías, dan luz del sol de mediodía a la calle, invirtiendo su oficio. La
calle de los Huertos, en silencio, llena de musgo, hierba y soledad me acoge
como antaño lo hacía: con el cálido recogimiento de un ámbito familiar. Rompen
a volar los estorninos a mi paso, y los lúganos, repiquetean nerviosos, como
siempre. Me envuelve una enorme tristeza ver aquella casa, antes fuerte, cálida
y llena de las voces de los abuelos, ahora esquelética, con el tejado caído y
solo los fuertes y orgullosos muros de piedra resistiendo al tiempo... he
venido con el firme propósito de obedecer la voluntad del tío Bernardo, pero,
si queréis que os diga la verdad, no tengo fe ninguna en la búsqueda que propone
en su cuaderno. Fue un buen hombre, pero su constante manía de hacer de la vida
una sucesión de momentos felices le llevó más de una vez a la frustración, y no
quiero que esa frustración la tenga hoy yo. Me dijo una vez que había ido al
Tibet, y era verdad, según parece, y confesó que después de ver la inmensa fuerza
de las construcciones de Lasa, que estaban hechas con lo mas esencial de la
tierra, y las enormes montañas que rodean aquellas poblaciones, sigue siendo lo
mas importante en el día, un cuenco de leche de yak y ese pan plano, el Balep
Korkun, que no da muchas alegrías pero da para retener las fuerzas. Claro que
no hacía falta ir tan lejos para llegar hasta esa conclusión, y así se lo dije,
y el se reía, pues en esta nuestra tierra, un trozo de queso de oveja, de ese
que tiene ojos, y pan moreno, te llevan al mismo sitio, donde puedes seguir
afrontando la vida sin grandes aspavientos. Ando por esta calle de los Huertos
mirando al suelo lleno de escombros y la maleza que ha hecho su asiento en
donde antes había limpias baldosas de barro cocido, que fueron hechos en 1767,
año en el que los abuelos de los míos hicieron la casa. La verdad es que se
vino abajo la casa por el abandono, ya que el tío Bernardo, que era el único
que la mantenía firme y en buen uso, se fue cansado y amargado de tanta
envidia, ambición y mala educación como se reunió en esta familia nuestra, pues
las dos primeras suelen meterse sin avisar en toda casa, pero la buena
educación hace que se tenga amarradas ambas sin que muerdan. El buen Bernardo,
hombre de cabal comportamiento, era la referencia para hacer que toda la
familia tuviera respeto y buen trato. Hermano del abuelo, cuando murió él, tuvo
a bien el tomar las riendas de todo y no solo de la casa, que por su voluntad quedó en sus manos. Sabíamos que las pasó
malas después de la Guerra civil, ya que la cultura, la gente de libertad y el
sentido de convivencia no encajaban bien en el adocenamiento y represión
general. Estuvo algún tiempo en la cárcel por ello pero nunca hizo especial
valoración. Cuando me llamó mi madre diciéndome que habían encontrado entre sus
cosas un cuaderno gordo, atado con una cinta roja, como las de los viejos
legajos, en el que había una nota que decía: “Para Roberto, y solo para él” Mi
madre lo cerró y ya procuró que nadie lo leyera, ni siquiera ella. Así que lo volvió
a cerrar, atándolo con la cinta y me lo dio el domingo pasado, cuando
terminábamos de comer todos los de la familia.
El cuaderno era una cosa curiosa, no era ni diario, ni agenda,
ni cosa alguna parecida, y sin embargo tenía algo de todo eso. Grandes y
hermosas reflexiones que me serviran para seguir su ejemplo. Por el cuaderno me
enteré que me había dejado la casa de la calle de los Huertos, o lo que queda
de ella, y lo que más me fastidió es que quería que la volviera a dar vida ya
que él no pudo cuando la vio en ruinas al volver después de tantos años. No
podía moverse de la Residencia donde acabó por propia decisión. Nadie se
preocupó de cuidar la casa, por lo que se hizo bueno el dicho aquel de que el ojo del amo engorda al caballo, pues
la familia, al saberse sin propiedad sobre ella, la dejó hundir sin más
problema. Aunque la verdad es que mi madre intentó evitar su ruina pero la
pobre mía no ha tenido nunca un duro para cumplir con ese deseo. Si me hubiera
enterado antes de la voluntad del viejo, habría venido antes y hubiera empezado
lo que hago ahora. Que no es mucho, pues algo de dinero tengo pero no tanto
como para levantar esta enorme propiedad que resiste con sus muros levantando
hacia el cielo. Por eso estoy siguiendo las instrucciones que me da el tío
abuelo Bernardo en este cuaderno gordo con las pastas duras, bien sobadas y
romas por las esquinas; lleno de manchas del café que tomaba en la cocina a las
seis y media de la mañana, fuera invierno o cualquiera otra estación, hiciera frío
o calor. Así, por eso, me voy hasta el alfeizar de la ventana de la que fue
cocina, donde dice él que puedo encontrar el primer empuje para levantar la
cubierta y los cerramientos de ventanas y puertas. La verdad es que el alfeizar esta lleno de
palomina caída desde los nidos de las palomas que hay en las oquedades del muro
superior. Con una teja rota que encuentro en el suelo y a modo de pala, retiro
toda la basura y maleza del alfeizar y la limpio con un haz de hierbas, que
para barrer cualquier cosa de esas sirve.
Y la verdad no veo más que las baldosas de barro cocido que se mantienen
intactas pese al tiempo y el abandono. Me quedo mirando y os digo que no veo
gran cosa, solo las baldosas, pero pensando bien y en lo que me dijo el buen
Bernardo cuando era chico: Robertito, si
quieres esconder algo, el lugar mas evidente, el mas oculto. Así que pienso
que tiene que estar, lo que he de buscar, encima de mis narices, que no es otra
cosa que las baldosas del alfeizar. Si, ahora pienso y veo que todas son
iguales salvo una que siendo también de barro, esta más quemada por la cocción.
Miro por debajo del resalte de fuera y hay una rendija más grande que las que
veo en las demás. Hago fuerza hacia
arriba, despacio, con cuidado y al momento cede y se levanta. Debajo de la
baldosa hay una caja de hojalata que fue antes de las de carne de membrillo de
Puente Genil. Dentro un taco de acciones del la General Electric, que me han
dado la financiación suficiente.
La casa empezó a cobrar vida y con buen
tino y tiempo, no solo pude recuperarla sino comprar muebles de la misma época
y estilo que ha hecho volver la confortable hospitalidad familiar que antes
tuvo. Fuera ya me encargo de hacer lo propio con los frutales del huerto, que
veo feliz crecer y dar sus frutos, bajo la sombra del enorme castaño, que es el
único que vive de aquella generación que fue la fortaleza familiar. Allí, desde
su fresca umbría, en los días de calor, leo; que es la forma de oír lo que
dijeron escribiendo gentes de todo
tiempo.
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