Llegó Vladislav al aeropuerto de Praga
(Ruzyne) a las diez de la mañana. Bajo el nombre del mismo, en checo, Praha,
una hilera de taxis amarillos esperaba a los viajeros. El bullicio le aturdía,
o quizá fuera el extraño viaje que acababa de hacer; parecía hacerlo a ciegas.
Desde que salió de Barcelona estuvo suspendido, ensimismado en sus pensamientos
durante todo el viaje. De esas veces en las que se mueve uno como un autómata:
En el viaje, no dudó en ningún momento de cada uno de los movimientos que tenía
que hacer, como si supiera ir; pero en este caso era algo extraño, ya que
normalmente eso ocurre cuando se hace un recorrido habitual, que se tiene
memorizado y la mente, de manera subconsciente
te guía sin error por el mismo camino, en este caso era la primera vez que iba
a Praga. Su padre, checo, había hecho el recorrido múltiples veces, pero él,
nunca salió de Barcelona, salvo para ir de vacaciones por la costa y dos veces
que estuvo en Madrid. Debía ser memoria genética. Desde que murió su padre
nunca se le había ocurrido ir a la República Checa. Y ahora, estaba allí.
Fue por culpa de Oriol, su compañero de
Facultad que le había convencido de que lo hiciera. No hacía más que dar
vueltas al asunto, desde que salió de su
casa hasta el aeropuerto: en el metro, cuando miraba a los viajeros, intentando
distraer el tiempo como solía hacer, pensaba en ello; cuando tomó asiento en el
Prat, esperando la salida del avión, mientras daba vueltas a un correoso
sanwich de jamón y queso; volvía a pensar en la misma historia; que no traía
tranquilidad, solo inquietud por momentos. Dudas hasta la obsesión: solo el
recuerdo de su padre le parecía mover. Volvió a recordar como empezó todo:
Un martes de abril, en el bar Pinoxo,
de la Boquería, hablando con él de su trabajo en Nueva York, no sabía muy bien
porqué, pero se puso serio y con algo de reserva le dijo: -Oye Vlad tengo unas enormes dudas desde que conocí a
un viejecito en mi casa de la Frederick Douglas S. Boulevard. Un día que estaba
sentado en la escalera, llegó de la calle y me saludó, como siempre, muy
afectuoso; conversamos y cuando quise darme cuenta estaba en su apartamento del
primer piso y me estaba enseñando sus cosas. Vivía solo, había llegado a EEUU
desde Europa después de la segunda guerra mundial, en 1946. Venía huyendo de
los servicios de inteligencia nazis que le tenían fichado por haber sido
testigo en más de un procedimiento judicial contra militares implicados en
genocidio. Escondió su nombre bajo otro que le dieron los del Pentágono. Se
hacía llamar Peter Moore. Me estuvo enseñando todos sus recuerdos; tenía fotos
de su familia, especialmente de su hijo que partió hace cuarenta años hacia
Europa. Era reportero freelance para la revista Life. Desapareció en 1970 y no
volvió a América. Luego le dijeron que pudo haber tenido un accidente, pero los
de la embajada nunca concretaron la información. Pasó toda su vida buscándole.
Me enseñó fotos de él y me quedé sorprendido: se parecía a ti, Vlad, era igual.
La misma cara, el mismo nombre y la misma expresión. Claro, me dije que tú no
podías ser porque del que te hablo parece ser que nació en 1947 y tú naciste en
1979. Pero créeme era igual. Cuando hablaba de él, delante de su foto, con los
ojos húmedos, no hacía mas que repetir: Mé
dítě, můj malý a připravena dítě, Vlad. Pobre hombre, me dio mucha lástima.
No hace mucho me escribió una carta diciéndome que había vuelto a Europa y se
había instalado en Praga. Vivía en la calle Ostrovni. Desde que volví no he
hecho más que darle vueltas al asunto y, como sé que tu padre tenía el mismo
nombre que tu, he pensado si podría ser el viejecito tu abuelo. – Verás, todo
eso que me dices me deja un poco inquieto, no solo por lo que has contado, sino
porque mi padre tuvo un accidente en 1970, y perdió la memoria. Siempre pensaba
que sería checo porque hablaba más en checo que en inglés. Por eso los del
hospital pensaron que era checo. El Ministerio de Exteriores le facilitó el
estatuto de exiliado y se quedó a vivir aquí. Aquí nací yo y hemos vivido en
Barcelona juntos con mi madre hasta que fallecieron los dos. Con eso que me
dices me dejas en la incertidumbre por si el viejecito, que decía aquellas
palabras en checo: mi niño, mi pequeño y
listo niño Vlad, podría ser, como dices, mi abuelo. Así pues estoy pensado
que me armaré de valor y viajaré hasta Praga por si lo localizo. No puedo estar
con la inquietud esa.
No
puedo estar con la inquietud esa,
repetía cuando llamó a un taxi que le debía llevar al hotel. Le dijo al taxista
en checo que le llevara despacio; quería conocer a fondo la ciudad. Así lo hizo
el taxista que llegó hasta provocar la impaciencia de alguno por la cumplida tarea
de lentitud que le habían pedido. Hasta que llegaron a su destino. Subió a la
habitación, cogió la guía y plano de la ciudad y sin más preámbulos cogió otro
taxi y se dirigió hasta su nuevo destino: la casa de la esquina, anotado el
número, de la calle Ostrovni. Tomó un café en el Café Restaurante Becher y
cometió el error de querer tranquilizarse con una excitante taza cargada de
cafeína: los nervios le explotaban. Se levantó decidido y se dirigió a la casa.
Al entrar salía una señora a la que preguntó: - ¿Mister Peter Moore? Le miró de
arriba abajo escrutándole y contestó lacónicamente en alemán: - Erste links.
Subió hasta el primero andando por la escalera y se dirigió hacia la puerta de
la izquierda, llamó a un timbre antiguo, de los que se da vueltas a una
palomilla haciendo sonar una campanilla. Paso un rato en la penumbra del
rellano. Volvió a llamar. Oyó una voz muy débil y al momento pudo percibir unos
pasos que se arrastraban. Se abrió la puerta y apareció un viejecito de mediana
estatura, con gafas en la punta de la nariz, que levantando los ojos dijo. - Co
chtějí? Se dirigió Vladislav a él en ingles y le dijo: -Mister Moore? El
anciano se encasquetó bien las gafas; se le quedó mirando fijamente y no
contestaba. Su cara se fue mudando y parecía que la sangre le estaba haciendo
subir el color de la cara, que antes era muy blanca. Empezó a temblar. Al cabo
de un momento dijo débilmente Vla…Vla…Vlad?
Los ojos del pobre viejo no le engañaron: los reconoció familiares, eran
verdes intensos: como los de su padre, que, según él, los tenía el suyo.
Contó Vladislav la historia a su
abuelo, y no hizo falta mucho para reconocerlo, llevaba las fotos de su padre y
el abuelo, al verlas, asintió llorando.
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