Me dijo mi amigo Marco que le costaba
venir a ver a su padre. No por su divorcio, que eso ya lo tenía superado hacia
muchos años, sino porque en su casa se sentía mal. Pier Luigi, el padre de Marco
vino a España hace treinta años; buen enólogo, le gustó vivir aquí y sin saber
cual fue la causa terminó quedándose a vivir
en Manzanares. Le gustaba el buen vino y, según él, la vida de las
gentes donde se hace buen vino. Quizá esa fue una posible razón puesto que
ponía buena cara cuando lo decía. Pero el problema de Marco con la casa de su
padre tardó en contarlo y al fin lo hizo.
Me llamó preocupado y quedamos a tomar unas
cañas. Sonrió cuando me vio sentado en el bar y comprendí que tenía confianza
en que le pudiera ayudar. Nos dimos un abrazo y se quedó agarrado a mi como
quien se sujeta y supone es su mejor ayuda. Nos sentamos y sin más preámbulos
empezó a contar: -Tenía cinco años cuando vine la primera vez a casa de mi
padre, mi hermana cuatro. Vivimos la primera semana muy felices al reencontrarnos
con él después del divorcio; mi madre nos mandó a España comprendiendo que no
podíamos estar sin contacto mucho tiempo. A partir de esos días veníamos en
Navidad y verano unos días y la verdad es que intentábamos pasarlo bien los
tres. Pero hubo un hecho que nos traía a mi hermana y a mi angustiados. Al
tercer día de estar con él, y pese a la prohibición que nos había hecho,
conseguimos la llave que escondía en la cocina y abrimos la puerta que desde el
vestíbulo daba paso a la cueva que ocupaba los bajos de la casa. Nos quedamos
los dos en la puerta mirando hacia abajo, nos mirábamos callados y volvíamos a
mirar hacia la oscura oquedad que se veía en el fondo de la escalera. Una brisa
fría, muy fría y un penetrante olor a humedad no daban precisamente argumentos
para animarse a bajar. Por otra parte, la llave de la luz, de aquellas antiguas
de cerámica blanca con el resorte giratorio en madera, estaba en el lado
derecho de la abertura de la cueva al final de la escalera. Ninguno de los dos
se atrevía a llegar hasta allí y encender la luz; yo, que era el mayor, después
de un buen rato, y por hacerme el valiente, bajé corriendo y encendí la luz;
aguanté un rato; hasta que, mirando a mi hermana, le dije con un miedo pánico
que me invadía el cuerpo y el vello erizado: ¿lo has visto ya? Me bastó que
asintiera con la cabeza para apagar la luz y salir corriendo para arriba.
Cerramos la puerta y una vez que estuvo la llave echada nos quedamos más
tranquilos. Mi hermana, que siempre ha sido muy sincera, me dijo amarrándome
fuerte el brazo: -Marco me da mucho miedo ese sitio… mucho. Le confesé a que a
mi también me daba. Pero no le dije que cuando estaba abajo, con la mano puesta
en el interruptor de la luz, oí, muy quedo, desde dentro una voz de hombre que
decía: …Hée garçonnn… Nunca he tenido más miedo en mi vida. Sabía francés,
puesto que lo había estudiado en Scuola Primaria, en Roma, y sé que significaba:
oye chicooo… Desde aquel día tenía terror, no solo de mirar hacia debajo de la
cueva, pese a que mi hermana insistía todos los días y algunas días dos y mas
veces, en abrir la puerta y asomarnos.
Me resistía a decirle lo que había oído aquel día porque era más pequeña y si
yo estaba aterrorizado ella lo estaría más.
Un día que estaba solo en la casa, y
convencido que a lo mejor había sido imaginaciones mías, cogí la llave de la
cueva en la cocina y abrí la puerta, luego de un buen rato de quedarme en el
quicio, agarrado al cerco mirando y buscando el momento de armarme de valor y
bajar hasta el interruptor, finalmente lo hice; y llegue hasta allí atreviéndome
a iniciar mi entrada dentro de la cueva. Di mis primeros pasos despacio y
aunque el frío era tan intenso que se podía ver el vapor de mi respiración con
la iluminación de las bombillas de la cueva, y la humedad era intensa, con un
elevado olor a hongos, no pasaba de momento nada, seguí andando. Había unas
viejas tinajas vacías de la bodega que hubo allí; junto a ellas, trastos
guardados desde hacía tiempo, por la cantidad de polvo y telarañas que los
cubrían. Arreos de las caballerías: colleras, horquillas, cinchas de cuero y
bocados; las medidas de dos celemines y, una fanega; una zafra y tres alcuzas.
Entretenido estaba con la contemplación de esos utensilios viejos, pero de
mucho interés, cuando noté como alguien me ponía una mano en la cara y me decía:
- Pardonnez-moi, mon garçon, ne panique, mais vous pouvez aviser pour le
général Liger-Belair, est resté enfermé dans cette grotte? déjà je ne peux rien
faire. No te quiero decir como salté del susto y corrí como un desesperado
hacia la escalera. Conforme corría, notaba cómo alguien me sujetaba por la
camisa e intentaba sujetarme, pero si te digo la verdad, nadie hubiera podido
realmente retenerme allí, saqué fuerzas de donde no había y en tres saltos llegué
hasta arriba, cerrando la puerta y echando la llave. Estuve descompuesto todo
el día, mi hermana no hacía más que interrogarme y no estaba dispuesto a
decirle nada. Cuando llegó mi padre se dio cuenta que algo me pasaba y me
preguntó si estaba malo o me había pasado algo. No me extraña, cuando estuve
vomitando en el baño, me vi en el espejo y estaba no se si blanco o cerúleo,
era la viva cara de un muerto, hasta yo mismo me sorprendía del mal aspecto que
tenía. Cuando me empezó a subir la fiebre no tuve más remedio que decírselo a mi
padre. Mientras se lo contaba, me miraba y pude ver cómo le asomaban algunas
lágrimas en sus ojos. Me hizo callar cuando iba por la mitad del relato de lo
que pasó y sujetándome la cara con una caricia me dijo: - Mira Marco, cuando os
dije que no quería que vierais y bajarais a la cueva es porque eso que te ha
pasado a ti ya me había pasado a mi. Nada más comprar la casa, el segundo día bajé
solo. Y el espíritu del francés me habló en parecidos términos. También me
asusté. Otros días me armé de valor y bajé; considerando que al fin y al cabo
solo quiere hablar y que le hagamos un favor. No sabe que esta en otro siglo,
que el general Liger-Belair, al que se refiere, era del siglo XIX y la guerra
de la Independencia la ganaron los españoles expulsando a los franceses. Así se
lo dije varias veces, pero no se si es porque mi francés es malo o porque no
quiere enterarse de que esta muerto, sigue pidiendo ayuda. No te preocupes, es
inofensivo y como no nos hace falta la cueva salvo para refrescar el vino, no
debemos entrar y así estaremos tranquilos.
Lo cierto – me dijo Marco- es que cuando
mi padre vendió la casa, recuperamos la tranquilidad. No lo contamos por increíble, pero me sigue angustiando. Me pregunto si el francés
encerrado en la cueva lo dejo allí no vivo, sino muerto, un vecino de
Manzanares, que no se conformó con el hospedaje que daban a las tropas
francesas, pese a la mala historia que les atribuyen. Ahora que te lo he contado me siento mejor.
(Publicado en el periódico La Tribuna de Ciudad Real el 18 de octubre de 2014).
(Publicado en el periódico La Tribuna de Ciudad Real el 18 de octubre de 2014).
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