Don Felipe le dijo: - ¿Otra vez malo
Gregorio? - Otra vez malo, sentenció su madre. Mientras esto decía el doctor,
había abierto el maletín de fuelle y soltaba una bocanada muy densa de humo sin
soltar el cigarro. El cuarto ya estaba con una intensa neblina azul por el tabaco,
trazaba una recta gruesa sacando la geometría de la luz del balcón cercano.
Pidió una cuchara sopera y al momento se la dieron. Dijo que abriera la boca,
insistiendo dos veces que debía abrirla más. El miedo al daño ya conocido
agarrotaba al chico. Y así fue, con un aggggh, y una arcada, el médico le vio
la garganta y él lo volvió a pasar mal. – Bueno, efectivamente tiene muy
irritada la garganta. Vamos a ver chico, tus axilas. Su madre le cogió de las
mangas del pijama y tiró de ellas. Se quedó con el torso desnudo. Le levantó
las manos y confirmó: - Si, es escarlatina, tiene las líneas rojas… ¿ve? Y toda
la piel que tiene enrojecida al
presionarla se vuelve blanca; son ásperas al tocarlas. En fin, chico que tienes
que guardar cama unos días y no te muevas ni te desarropes, ¿vale? - ¿Que hay
que darle, don Felipe? Dijo su madre.
Le voy a dar la receta para que le
dispensen penicilina. Es cara, pero si hay algún problema para hacerse con
ella, me lo dicen. ¿De acuerdo? – Gracias don Felipe. Ya veremos como lo
hacemos. Hablaré con mi hermano el farmacéutico.
Acompañó su madre hasta la planta de
abajo al medico para despedirlo, mientras el chico, recostado en la cama volvió
a sentir lo que había alarmado a su madre. Tan pronto veía los objetos del
cuarto muy pequeños como muy grandes. O eso imaginaba. La fiebre alta le hacía
delirar. No encontraba postura para sentirse bien... Se incorporó y cogió el
libro: Cinco semanas en globo de
Julio Verne. Quería mirar las ilustraciones; pero lejos de entretenerle, estimulaban
sus delirios. Comenzó a leer: El día 14
de enero de 1862 había asistido un numeroso auditorio a la sesión de la
Real Sociedad Geográfica de Londres,
plaza de Waterloo, 3. El presidente, sir Francis M... comunicaba a sus ilustres
colegas… Siguió leyendo durante un largo rato y cayó dormido, respirando
profundamente.
A la mañana siguiente, llamaron desde
la planta baja, con voz clara: -
Gregorio, soy Dick, te espero aquí abajo, date prisa, no tenemos mucho tiempo,
nos espera Fergusson. Tu madre te ha dejado la bolsa con tus cosas, según me ha
dicho. Si te hace falta algo más, cógelo. El viaje va a ser largo. Date prisa,
te espero aquí. ¡Ah! Y un jersey: hará frío.
Pero si estoy sudando… (Pensó) Se
levantó de un salto, se puso calzoncillos, pantalón y cuando terminaba de
vestirse, a la pata coja empezó a ponerse calcetines y zapatos, mientras miraba
la bolsa que le había dicho. Su excitación era mucha, no sabía que coger más,
¿quizá el silbato? ¿O la brújula que le regalaron por su cumpleaños?… el doctor
Fergusson o Kennedy llevarían una, pero sería bueno tener una para él. La metió
en la bolsa junto con el silbato. Bajaba por la escalera, y se paró; pensó en don Felipe, la enfermedad
de no se qué, de la penicilina, pero se dijo: me siento bien, tengo calor pero
creo que estoy bien, además ellos me cuidarán si empeoro. Llegó al vestíbulo y allí
estaba: Dick Kennedy, un autentico gigante escocés según pensó, pelirrojo, con su
palidez quemada por el sol, que, en su cara, el enrojecimiento de sus mejillas
destacaban aun más; sonreía, le estaba alargando la mano para coger su bolsa o
para llevarle directamente hasta el coche de caballos: cerrado, brillante, de
color verde oscuro, del llamado “de carruajes”, subieron cerrando la puerta y
con un bastón dio Dick dos golpes en el techo; el cochero restalló el látigo y
se pusieron en marcha. Dick seguía
sonriendo mirando al chico, él, estaba sobrecogido por la emoción y el
habitáculo del coche se balanceaba con los baches de la ruta. – ¿Conoces a Samuel
Fergusson, Goyo? - Creo que si, dijo. Mintiendo avergonzado de confesar que no
le conocía, sólo de leer sus aventuras. – Bueno, verás, aunque a veces sea un
poco gruñón, es un buen tipo. Siguieron en animada conversación durante media
hora hasta que llegando a campo abierto, cerca de dos grandes encinas, allí
estaba Fergusson, al pie de un enorme aerostato que se movía, por la brisa que
había, en un baile lento.
-¡Fergussoooon! Gritó Dick Kennedy desde la ventanilla cuando
se acercaban. - ¡Traigo al chicooo! Cuando bajaron del coche Samuel Fergusson,
el ilustre y conocido explorador de la Real Sociedad Geográfica de Londres, en
la Plaza Waterloo nº 3, sonreía sujetándose la mano izquierda con el dedo
pulgar en la axila del chaleco de tweed marrón. Le saludó revolviéndole el pelo
con la mano derecha, y acto seguido ordenó resuelto: -Vamos a bordo, esta todo
preparado. Subieron a la barquilla del globo y soltando lastre y las cuerdas,
el aerostato empezó a subir. Al momento se veía la ciudad donde había nacido
Gregorio, en medio de la meseta central, como una maqueta de las que había
visto en el colegio de Arquitectos cuando fue con su padre. Pero mucho más
espectacular y natural, casi como un belén, - pensó cuando estaba mucho mas
arriba, y guardaba silencio con los ojos abiertos como platos. – Fergusson
dijo: Goyo; Me permites que te llame así ¿no? Así te llama tu familia ¿no? –
Si. Dijo él. Pues bueno, como estarás intrigado te digo cual es nuestro
destino, vamos a corregir los datos de una cordillera de los Alpes; para eso
emplearemos en el viaje aproximadamente una semana de ida y otra de vuelta,
dormiremos en la población más cercana antes del anochecer, mientras, me
ayudarás a censar las aves que vayamos viendo, describiendo su naturaleza y
dimensiones; ¿te has traído un cuaderno? – No. Es que no sabía que había que
traer uno, dijo lamentándose. – Bueno no te preocupes, te daremos uno, tenemos.
Al segundo día Fergusson advirtió: me estoy dando cuenta de que esos
cumulonibus traen agua y algo más que agua, vamos a tener problemas. –Mientras
miraba a unas nubes enormes ensombrecidas y que iban acercándose muy rápido. –
¡Dick, ráaapido!, ¡ves soltando aire que vamos a tener problemaaaas! –Gritó abalanzándose
sobre el equipamiento que empezó a amarrar con fuerza y deprisa. Un rayo rajó
el cielo con un estruendo que hizo templar el firmamento y atronó los oídos de
los tres viajeros. Al momento, el globo empezó a bajar deprisa por la suelta
del aire, y el fuerte viento que estaba haciendo; mientras daba vueltas como un
trompo, empujado por el temporal. La cara de los tres era la imagen del terror,
temían por su vida. El chico agarrado a las cuerdas del equipamiento oyó una
voz conocida: - ¡Goyo! ¡Goyo! ¡Ricooo! ¿Qué te pasa? Era la voz de su madre.
Abrió los ojos que tenía cerrados y la vio. Estaba en su cama, en su cuarto,
sudando. Había tenido un sueño que terminaba en pesadilla. Respiró aliviado.
(Publicado en el periódico La Tribuna de Ciudad Real el 11 de octubre de 2014)
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