Urbicain. Martes, treinta de marzo de
1971.
Un cura de la diócesis de Ciudad Real,
amigo de mi compañero Álvaro, llegó a Madrid el viernes pasado; llamó a casa mientras estaba leyendo el ABC y
el Informaciones. Estaba entretenido leyendo la incomunicación por la nieve de
Peñales y Poveda de la Sierra en Guadalajara. El cura quería que le asistiera
en la indagación de los restos de una cripta de la Iglesia de San Pedro, como soy arqueólogo y es de obligación que lo haga uno, me pedía que
fuera allí para ello. A los curas no se les puede contradecir, por su practica
diaria de dogmas, y estaba emperrado en que nadie se iba a enterar de la
averiguación, pues quería mucha reserva. Sin permiso de Cultura, había que hacer
el trabajo. Dijo que el señor Obispo daba el visto bueno y que lo sabía el
Gobierno Civil. Álvaro tiene confianza conmigo y quiere que le acompañe, por si
encontramos algo relevante. No tiene, al parecer, ni idea de los antecedentes
del templo, salvo que es gótico. Quedamos para el viernes y fui hasta allí. El
templo no está exento y tiene casas adosadas. Si bien habría que hacer una
abertura por el altar mayor, deseché esto porque se dañaría sin duda el
monumento. Esa obviedad no parece ser advertida por el clero con el que hablo.
Pero con la extraordinaria ansiedad del ecónomo, que ese era su oficio, para emprender el trabajo propuso hacerlo por la vivienda particular que estaba adosada en la
parte de atrás, por el ábside. Le pregunté porqué sabía que hubiera una cripta,
y dijo que él había hecho una investigación y llegó a esa conclusión por un incunable del
siglo XV que hablaba de haber enterrado allí diversos clérigos. Por eso, fuimos
hasta la casa del propietario contiguo; la penumbra del zaguán apenas estaba
iluminada por el lucernario sobre la puerta de entrada. Se oía el canto de un
canario en la vivienda de arriba que con las aspidistras que llenaban el zagúan
daban un cierto aire exótico el adentrarse en la vivienda. Consiguió, como no, la autorización el ecónomo, para hacer un boquete
que llegara hasta el muro de la Iglesia. Debió interceder, digo yo, el corazón
de Jesús que vigilaba desde una hornacina empotrada en su comedor. Me quedé
hasta la semana siguiente y el lunes ya tenía preparada una cuadrilla de
albañiles para empezar el trabajo. Cuando llegamos hasta allí, luego de
perfumarnos con un café muy aromático de un bar cercano, finalmente, miré el
plano que había preparado para el plan de trabajo, sacando la bisectriz del
ángulo desde el centro del presbiterio.
A las cinco de la tarde, me llamó la atención
la cuadrilla de albañiles que habían llegado al muro del ábside y tenían
descubiertas las piedras en dos metros cuadrados superpuestos que eran los que
les había indicado. Por la curvatura de las piedras llegué a la conclusión que
mis cálculos estaban acertados. Les dije cómo tenían que descolocar los
sillares del ábside y después de hora y media estábamos asomándonos por un
hueco a un espacio abierto que, con una bombilla, vimos conducía a una escalera
de piedra que bajaba aún más. Dejamos para el día siguiente la apertura de un
espacio suficiente para entrar sin problemas.
Pasé la noche metido en la lectura de
los antecedentes del templo. Tengo que reconocer que la documentación que me
dieron los curas era muy completa. Habían incluido como les pedí, toda la que
se suponía correspondiente al momento de la construcción de la iglesia y el
siglo posterior.
Fui el primero en entrar en aquel
espacio abierto, que sin duda era una cripta, no muy grande, pero lo suficiente
como para ocupar la superficie inferior del altar mayor y la del presbiterio.
Llevaba una bombilla, de las que están abrochadas a un casquillo contra la
humedad, y treinta metros de cable o manguera.
Estaba todo lleno de restos de escombros y tierra. Posiblemente, cuando
decidieron tapiar la entrada habrian dejado mucho antes de usarla, tanto para
enterramientos como para otros usos. Más parecía un sótano abandonado que cripta. Dentro pude ver las señales inequívocas de
los enterramientos, baldosas de barro y algunas partes de mármol asomaban entre
la tierra y el polvo acumulado. Hacia mucho frío. Fuera en la calle debía hacer
unos quince grados, por el frente de borrascas de aquella semana, pero allí
pareciera que hubiera hielo o nieve. Como digo, frío, mucho frío. Hubo un
momento en que me quedé solo. Álvaro, que vino a ver el descubrimiento, se
había ido a avisar al ecónomo. Solo se oían mis pasos. Seguí con mi observación
de aquel espacio y me puse a proceder a su medición y dibujar los
enterramientos que, por sus indicios, iba descubriendo. Mentalmente memorizaba
las medidas, y me parecía que sin querer las iba diciendo en voz baja. Pero
interrumpí mi cuenta y seguía oyendo repetir las mediciones. Una voz de mujer
estaba coreando mis pensamientos. El pelo se me empezó a erizar y el miedo me
llenó todo el cuerpo. Despacio y andando para atrás, cogiendo la bombilla, me
fui acercando hasta la salida y una vez fuera me senté en una silla que habían
dejado los propietarios. Miraba hacia la entrada de la cripta con miedo, pero
para calmarme acabé con los codos sobre las piernas y la cabeza entre las manos
mirando para el suelo. Un sudor frío me estaba descomponiendo. No hacía más que
pensar en qué habría sido el extraño
suceso. ¿De quien sería la voz?
Llegaron Álvaro y don Casimiro el
ecónomo. Me preguntaron los dos si me encontraba mal. La verdad, no quise
decirles nada, iban a pensar que se me estaba yendo la cabeza.
Entramos los tres en la cripta y tres
albañiles movidos por la curiosidad. Empezamos a desescombrar y en media hora
ya teníamos varias tumbas descubiertas, todas ellas sin inscripciones. En el
lateral derecho, correspondiente a la parte baja del presbiterio había una con
lápida de mármol muy rustico que si tenía inscripción: Hic Maria Gz. uxor Johannis Gz. Pintado. Mortuus iustitiae causae et
vita et pax a Deo. Aquí yace Maria Gonzalez, esposa de Juan Gonzalez
Pintado, muerta por causa de la justicia y en vida y paz de Dios.
Durante los días que estuve trabajando
levantando la planta de aquella cripta, que incomprensiblemente, un vez
terminados los trabajos de inventariado y limpieza, fue cerrada y sellada con
los sillares que habíamos retirados, volví a oir la voz femenina que me pedía
ayuda para levantar su nombre y de su marido de la acusación que les habían
hecho. Investigué los nombres de lo dos y correspondían con los de el
secretario de Juan II y Enrique IV, quemado por la Inquisición en 1484, por
judaizante y su mujer, muerta sin saber la causa, previsiblemente por tortura,
después de ser exonerada de su acusación de judaizante, y quemado su cadáver. Evidentemente, no debió ser así porque sus restos estaban allí. Dejo escrito
esto y cúmplase la voluntad de ella, con su divulgación.
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 15 de noviembre de 2010).
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