20150208

IMSKET



Circulaba el coche por la carretera de Marrakech a Imi Oughlad. Calentaba el sol de primavera, con las ventanillas abiertas llegaba el aire de la mañana. Pasaban los árboles con sus brotes y hojas nuevos presumiendo de verde y hermosa lozanía. Conducía el automóvil Chafik, un hombre gentil. Me recomendó su taxi el recepcionista del Hotel Naoura Barriére, donde estuve alojado; el coche muy antiguo, aun así, nada más arrancar el motor Chafik, me tranquilicé; sonaba a música. Marchábamos y le miraba mientras hablaba un buen castellano con marcado acento árabe. – ¿Donde aprendiste el español Chafik? Pregunté. – Ah, si, hace mucho tiempo, si, viví en Madrid desde 1998 hasta 2005. Trabajé en un taller de automóviles en Vallecas. Aprendí mucho. Terminé en el concesionario de Mercedes. Me cansó aquella vida. Madrid es una ciudad con ruido y muchos humos. Nací en Marraquech, pero mi familia era de Imsket, donde va usted. Es un paraíso. Soy hombre muy sencillo y con aficiones sencillas, en la juventud fui aventurero y terminé en Madrid, pero me di cuenta cuando era mayor que para ser feliz no hay que complicarse la vida. Ahora, vivo en Marraquech, gano suficiente para dar cuanto necesita mi familia y cuando me canso de ciudad, vuelvo a casa de mis padres en Imsket. Mi hijo y mis dos hijas, estudian, serán lo que quieran ser, pero creo que son también gente sencilla como yo. Así procuramos ser felices. - ¿Qué estudian tus hijos? - El hijo, veterinario y las hijas maestras. -Espero que lo consigan.
Mientras Chafik seguía contándome su vida de taxista, y las diferencias entre la vida de Madrid y la de Marraquech; yo le atendía sin dejar de mirar a las montañas que nos rodeaban. Nos acercábamos  a Imi Oughlad y en la parte baja del talud profundo unas higueras esplendorosas llenaban de intenso verde las vaguadas que serpenteaban junto a la carretera, Una cerceta pardilla sobrevolaba cerca del puente de la curva que se acercaba, y junto al arroyo, una garcilla cangrejera buscaba alimento en las aguas remansadas en un recodo. En mi mano tenía el móvil dispuesto para hacer fotografías pero me dio apuro que Chafik se entretuviera demasiado. Él tenía que volver luego a Marraquech, y tendría jornada que hacer. Miré el salpicadero del coche y me sorprendí lo bien cuidado y limpio que lo tenía. El coche me recordaba a los de mi infancia, era de esa época. –Chafik, (le dije) ¿este Mercedes, cual es, el 220? – Noo, que va, el 220 era después. Este es el modelo 170 S de 1954. Lo compré en una subasta del Ministerio del Interior. Lo tenían abandonado en las cocheras, con mucho polvo y las piezas del motor oxidadas. Me lo llevé al patio de casa y allí fui restaurándolo y poniéndolo para marchar.  Me ayudaron mucho los mecánicos de la concesionaria de Mercedes de la Avenida Hassan II. La verdad es que es un coche precioso. Pequeño, con las líneas curvas de aquella época y negro. La suspensión responde como si acabara de salir de la fábrica.
 Siguió Chafik contándome las excelencias de su coche de seis válvulas y no sé cuantas cosas más, en el momento que doblábamos la carretera en Imi Oughlad para salir a Imsket, paró su discurso para empezar a describirme cuanto íbamos viendo, su tierra.
Aquella noche dormí en Imsket en la casa de un buen hombre: Abdellah, pariente de Chafik, que me recibió como si fuese un pariente suyo. La cena que sirvieron, chukchuka, una especie de pisto de pimientos, tomates y cebolla con un huevo frito, muy bueno, sació el hambre que se despertó nada más llegar. Desde mi cuarto podía ver esa noche un cielo lleno de millones de estrellas brillando con una intensidad que nunca había visto;  y un silencio grande, solo interrumpido por algún ave nocturna. Nos entendíamos bien Abdellah y yo, estando en las mismas condiciones, pobre mi francés y pobre el suyo.
A las seis de la mañana oí al gallo del corral cantar la llegada del día y cómo Abdellah salía de la casa con el ganado. Su mujer, Fatiha trabajaba ya en el corral. Esperé una hora disfrutando del lecho en el que dormía y recordaba las palabras de Homero cuando hablaba de la cama de Ulises, hecha por él y lugar de su mejor  reposo. Todo era tranquilidad y la montaña llenaba mis pulmones de la brisa  limpia, aliento de aire puro. Me levanté, lavándome en la palangana que habían dejado en el cuarto. Apoyado en el alfeizar de la ventana, veía la hermosa luz de aquel día de primavera entrando entre las hojas de una Argania espinosa muy grande. Un mosquitero llamaba la atención desde su copa: tiui, tiui, tiui. Bajé hasta la entrada y me despedí de Fatiha. Tomé el lindero de la montaña que seguía junto a la acequia, pasando higueras, cedros, y sabinas albar, sobre la senda rosa que serpenteaba entre las piedras de aluvión del mismo color. En un recodo, me senté y, mientras oía el rumor del agua que pasaba fresca, me entretuve en contemplar la rara Ismelia, con sus flores abiertas como  margarita saliendo entre hojas dentadas de verde oscuro. Pensaba en los últimos años en Madrid, en mi desigual suerte en el trabajo, mi vida solitaria, peleando día a día por abrirme un lugar digno entre la gente, opresiva, que no dejaba ningún reposo para poder hacer cuanto ansiaba. Creí oír los cascos de algún caballo y, al momento, vi aparecer a un paisano subido en una mula con serones cargados de verduras y fruta que habría recogido, perfumando de hierbabuena su paso; de  alguna huerta del valle. Saludó en árabe y contesté también en árabe. De las pocas frases que aprendí. Seguí mi camino llegando hasta una parte de la ladera desde la que se divisaba el río. Tenía corriente después de las intensas lluvias de semanas atrás. Al llegar hasta un enorme árbol, me senté junto a la acequia. Me quede allí un buen rato ensimismado en el valle y cavilando sobre que iba a hacer más adelante, no sabía que rumbo debía tomar mi vida. Dando vueltas a mis pensamientos no me di cuenta que llegaba por la senda un burro en el que iba subida una joven. Al llegar junto a mí, se paró y me saludó. Salí de mi abstracción levantando los ojos y la vi. Era muy hermosa; de piel muy morena, limpia, de gran ternura que no habría perdido desde la niñez. Ojos muy grandes y oscuros brillando como dos gemas de zafiro. Me sonrió con dulzura y no se atrevía a hablar, entendía que no sabría más que árabe marroquí; me equivoqué.

- Bonjour Monsieur, (dijo) je suis Aïcha, fille de Abdellah. Je suis heureux de vous rencontrer. Si vous avez besoin de quoi que ce soit, faites le moi savoir, je prends plaisir à vous avec plaisir. Les amis de mon père sont mes amis. Dijo en un correcto francés. Me hizo feliz su ofrecimiento cortés y su conclusión  de que, si era amigo de su padre, también lo era de ella. – Merci bien. Contesté agradeciéndoselo con una inclinación; mientras se alejaba y se mecía en la grupa del animal, me miro largamente y regaló una larga sonrisa que hizo olvidar todos mis últimos infortunios. Cuando volví a la casa, mientras desembalaba la caja de mis libros y los colocaba en la mesa de mi alcoba, agarré la pluma estilográfica y comencé a escribir: Hoy he empezado a vivir.
(Publicado en el diario "La Tribuna de Ciudad Real" el 7 de febraro de 2015)

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