Circulaba el coche por la carretera de
Marrakech a Imi Oughlad. Calentaba el sol de primavera, con las ventanillas
abiertas llegaba el aire de la mañana. Pasaban los árboles con sus brotes y
hojas nuevos presumiendo de verde y hermosa lozanía. Conducía el automóvil
Chafik, un hombre gentil. Me recomendó su taxi el recepcionista del Hotel
Naoura Barriére, donde estuve alojado; el coche muy antiguo, aun así, nada más
arrancar el motor Chafik, me tranquilicé; sonaba a música. Marchábamos y le
miraba mientras hablaba un buen castellano con marcado acento árabe. – ¿Donde
aprendiste el español Chafik? Pregunté. – Ah,
si, hace mucho tiempo, si, viví en Madrid desde 1998 hasta 2005. Trabajé en un
taller de automóviles en Vallecas. Aprendí mucho. Terminé en el concesionario
de Mercedes. Me cansó aquella vida. Madrid es una ciudad con ruido y muchos
humos. Nací en Marraquech, pero mi familia era de Imsket, donde va usted. Es un
paraíso. Soy hombre muy sencillo y con aficiones sencillas, en la juventud fui
aventurero y terminé en Madrid, pero me di cuenta cuando era mayor que para ser
feliz no hay que complicarse la vida. Ahora, vivo en Marraquech, gano
suficiente para dar cuanto necesita mi familia y cuando me canso de ciudad,
vuelvo a casa de mis padres en Imsket. Mi hijo y mis dos hijas, estudian, serán
lo que quieran ser, pero creo que son también gente sencilla como yo. Así
procuramos ser felices. - ¿Qué estudian tus hijos? - El hijo, veterinario y las
hijas maestras. -Espero que lo consigan.
Mientras Chafik seguía contándome su
vida de taxista, y las diferencias entre la vida de Madrid y la de Marraquech; yo le atendía sin dejar de mirar a las montañas que nos rodeaban. Nos acercábamos a Imi Oughlad y en la parte baja del talud
profundo unas higueras esplendorosas llenaban de intenso verde las vaguadas que
serpenteaban junto a la carretera, Una cerceta
pardilla sobrevolaba cerca del puente de la curva que se acercaba, y junto
al arroyo, una garcilla cangrejera buscaba alimento en las aguas remansadas en
un recodo. En mi mano tenía el móvil dispuesto para hacer fotografías pero me
dio apuro que Chafik se entretuviera demasiado. Él tenía que volver luego a
Marraquech, y tendría jornada que hacer. Miré el salpicadero del coche y me
sorprendí lo bien cuidado y limpio que lo tenía. El coche me recordaba a los de
mi infancia, era de esa época. –Chafik,
(le dije) ¿este Mercedes, cual es, el 220? – Noo, que va, el 220 era después.
Este es el modelo 170 S de 1954. Lo compré en una subasta del Ministerio del
Interior. Lo tenían abandonado en las cocheras, con mucho polvo y las piezas
del motor oxidadas. Me lo llevé al patio de casa y allí fui restaurándolo y poniéndolo
para marchar. Me ayudaron mucho los
mecánicos de la concesionaria de Mercedes de la Avenida Hassan II. La verdad es
que es un coche precioso. Pequeño, con las líneas curvas de aquella época y
negro. La suspensión responde como si acabara de salir de la fábrica.
Siguió
Chafik contándome las excelencias de su coche de seis válvulas y no sé cuantas
cosas más, en el momento que doblábamos la carretera en Imi Oughlad para salir
a Imsket, paró su discurso para empezar a describirme cuanto íbamos viendo, su
tierra.
Aquella noche dormí en Imsket en la
casa de un buen hombre: Abdellah, pariente de Chafik, que me recibió como si
fuese un pariente suyo. La cena que sirvieron, chukchuka,
una especie de pisto de pimientos, tomates y cebolla con un huevo frito, muy
bueno, sació el hambre que se despertó nada más llegar. Desde mi cuarto podía
ver esa noche un cielo lleno de millones de estrellas brillando con una
intensidad que nunca había visto; y un
silencio grande, solo interrumpido por algún ave nocturna. Nos entendíamos bien
Abdellah y yo, estando en las mismas condiciones, pobre mi francés y pobre el
suyo.
A las seis de la mañana oí al gallo del corral cantar la
llegada del día y cómo Abdellah salía de la casa con el ganado. Su mujer,
Fatiha trabajaba ya en el corral. Esperé una hora disfrutando del lecho en el
que dormía y recordaba las palabras de Homero cuando hablaba de la cama de
Ulises, hecha por él y lugar de su mejor
reposo. Todo era tranquilidad y
la montaña llenaba mis pulmones de la brisa
limpia, aliento de aire puro. Me levanté, lavándome en la palangana que habían
dejado en el cuarto. Apoyado en el alfeizar de la ventana, veía la hermosa luz
de aquel día de primavera entrando entre las hojas de una Argania espinosa muy
grande. Un mosquitero llamaba la atención desde su copa: tiui, tiui, tiui. Bajé hasta la entrada y me despedí de Fatiha. Tomé
el lindero de la montaña que seguía junto a la acequia, pasando higueras,
cedros, y sabinas albar, sobre la senda rosa que serpenteaba entre las piedras
de aluvión del mismo color. En un recodo, me senté y, mientras oía el rumor del
agua que pasaba fresca, me entretuve en contemplar la rara Ismelia, con sus
flores abiertas como margarita saliendo
entre hojas dentadas de verde oscuro. Pensaba en los últimos años en Madrid, en
mi desigual suerte en el trabajo, mi vida solitaria, peleando día a día por
abrirme un lugar digno entre la gente, opresiva, que no dejaba ningún reposo
para poder hacer cuanto ansiaba. Creí oír los cascos de algún caballo y, al
momento, vi aparecer a un paisano subido en una mula con serones cargados de
verduras y fruta que habría recogido, perfumando de hierbabuena su paso; de alguna huerta del valle. Saludó en árabe y
contesté también en árabe. De las pocas frases que aprendí. Seguí mi camino
llegando hasta una parte de la ladera desde la que se divisaba el río. Tenía corriente
después de las intensas lluvias de semanas atrás. Al llegar hasta un enorme
árbol, me senté junto a la acequia. Me quede allí un buen rato ensimismado en
el valle y cavilando sobre que iba a hacer más adelante, no sabía que rumbo debía
tomar mi vida. Dando vueltas a mis pensamientos no me di cuenta que llegaba por
la senda un burro en el que iba subida una joven. Al llegar junto a mí, se
paró y me saludó. Salí de mi abstracción levantando los ojos y la vi. Era muy hermosa; de piel muy morena, limpia, de gran ternura que no habría
perdido desde la niñez. Ojos muy grandes y oscuros brillando como dos gemas de
zafiro. Me sonrió con dulzura y no se atrevía a hablar, entendía que no sabría
más que árabe marroquí; me equivoqué.
- Bonjour Monsieur, (dijo) je
suis Aïcha, fille de Abdellah. Je suis heureux de vous rencontrer. Si vous avez
besoin de quoi que ce soit, faites le moi savoir, je prends plaisir à vous avec
plaisir. Les amis de mon père sont mes amis. Dijo en un correcto francés.
Me hizo feliz su ofrecimiento cortés y su conclusión de que, si era amigo de su padre, también lo
era de ella. – Merci bien. Contesté agradeciéndoselo
con una inclinación; mientras se alejaba y se mecía en la grupa del animal, me
miro largamente y regaló una larga sonrisa que hizo olvidar todos mis últimos
infortunios. Cuando volví a la casa, mientras desembalaba la caja de mis libros
y los colocaba en la mesa de mi alcoba, agarré la pluma estilográfica y comencé
a escribir: Hoy he empezado a vivir.
(Publicado en el diario "La Tribuna de Ciudad Real" el 7 de febraro de 2015)
(Publicado en el diario "La Tribuna de Ciudad Real" el 7 de febraro de 2015)
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