La historia que conocemos solo es una
pequeña parte, la que hay en manos de particulares en documentos, obras de arte
y archivos es inmensa. Un ejemplo de ello es el que voy a contar.
Un día como otro cualquiera, empecé con
mis rutinas y decidí pintar las ventanas del piso de la Vía San Francesco a
Ripa. Así, cuando salí por la mañana para mi paseo habitual por el centro de
Roma, fui a la acera de enfrente y miré a las ventanas para tomar mi decisión
final. Bien pensado me dije que no. O lo hacían todos los vecinos o quedaría
mal. Las casas en Italia parecen pintadas una sola vez en la vida. Dejé mis
dudas y fui hacia el centro donde, fiel a mis hábitos como digo, acabé dando
vueltas por los puestos de libros de la Piazza della Rotonda, frente al
Pantheon. Estuve un buen rato mirando las publicaciones, sin prisa pero con
detenimiento, y eso me dio la satisfacción del día: entre varios paquetes de
cartas antiguas atados con bramante vi uno que tenía bastante antigüedad. Lo compré
por diez euros, el contenido parecía ser de interés. Leía en el pequeño salón
de mi casa de la Vía San Francesco, junto a la ventana y, después de ocho
cartas, llegué a una muy antigua que me dejó asombrado. Era un cuadernillo que
habría sido sellado en su día con lacre; aun tenía el resto del que se
fracturó. Comenzaba diciendo: En el día
del Señor, 18 de septiembre de 1631, hago cuenta de los sucesos de los que fui
testigo en los jardines de la Villa Médici. Abajo una firma legible con
rúbrica decía: Diego Velázquez. Empezaba el texto haciendo referencia de su presencia
en la Residencia del Cardenal y Gran Duque de Médicis, por favor pedido por el
rey Felipe IV, amigo suyo. Tuvo que hospedarse allí por las fiebres que cogió
en los días que estuvo en el insalubre casco antiguo de Roma, donde se pudo
infectar cuando residía en las estancias vaticanas. Allí el reposo, la buena
ventilación y los cuidados que le daban dieron paso a su mejoría, y ésta la
causante de que saliera una tarde de verano a pintar al jardín frente al
pabellón que cubría el acceso a una gruta. Recogía en la carta su relación y la
conversación con los dos empleados del cardenal que estuvieron ese día con él.
Uno era Emerico Agosti, copero, que acompañaba en el paseo a Luis de Pimentel,
ayudante de la Secretaría y pariente del Cardenal y Gran Duque. Se alejaron unos
momentos para hablar con la que llamaban Cianna, joven hermosa que estaba
subida en la balaustrada superior del pabellón tendiendo un lienzo recién
lavado. Oyó Diego la conversación: - Buenas
tardes Cianna, soy Emerico, mala hora es para tender ese lienzo, pues está
cayendo la tarde y no ha de secarse; no creo que sea bueno dejarlo en este
hermoso jardín toda la noche hasta que el sol lo seque mañana; ¿recuerdas
Cianna que nos vimos el primer viernes del mes?; ¿te acuerdas que te pedí que
fueras conmigo a las fiestas del sábado?- Sí, lo recuerdo, Emerico- Dijo
ella.- y si bien te dije que haría lo
posible para estar contigo, no me es
posible ahora por no estar dispuesta, a pesar mío. Lamento decirte esto pues
eres buen hombre y me complace tu interés; pero no puedo ya hacer nada. – Pero dime
Cianna, soy Luis de Pimentel; te veo triste; ¿qué es lo que te tiene tan
angustiada?; ya sabes que yo, podría procurarte la ayuda que precises, y sería
grato complacerte y hacerlo también con el buen amigo Emerico. – No señor don
Luis; es su merced muy gentil con su ofrecimiento pero de la tristeza, que es
lo me tiene así, no puedo librarme, perdida estoy y solo tendré descanso si
encuentro a mis padres que son con los que me he de reunir.
Diego cuenta en la carta que estuvo en esos
momentos pintando allí el encuentro de
los tres en el cuadro que terminaba y oyendo sus diálogos que continuaron buen
rato, pero ella siempre hablaba de lo mismo: de su imposibilidad de poder
seguir con su vida como se había propuesto. Coincidía la decisión de Diego
aquel día pintando al aire libre, -cosa muy rara entre los pintores de aquel
tiempo- en los jardines de Villa Médici y precisamente en el paseo desde el que
se veían los cipreses que rodeaban al pabellón, en el que estaba la entrada de
una gruta. Recordé la referencia que había leído: aquel solar era parte de los
jardines de Lúculo, que pasó a manos de la familia imperial de Roma en tiempos
de Nerón y en cuya villa murió asesinada Mesalina, la esposa del emperador. Así
parecía que la maldición pudiera estar sembrada en aquel solar, pues al día
siguiente de terminar el cuadro “Vista del jardín de la Villa Médici” y
encontrándose Diego Velázquez hablando con el embajador del rey de España, el
Conde de Monterrey, se le acercó don Luis de Pimentel y le rogó encarecidamente
al oído, pidiendo excusas al embajador, que le buscara después porque quería
hablar con él por un asunto de mucha reserva.
Anduvo Diego intranquilo por el
comunicado que el empleado del Cardenal don Fernando le había transmitido, y al
terminar de hablar con el Conde de Monterrey buscó a don Luis Pimentel para
salir de las dudas y temores que le atenazaban. Lo encontró en la biblioteca y, al verle, hizo una seña
para que le acompañara a una pequeña habitación próxima; al cerrar la puerta
dijo: - Don Diego, ¿se acuerda cuando
estuvimos en los jardines aquella tarde de la semana pasada? ¿Recuerda que hablamos
con la joven Cianna, a la que requería mi buen amigo Emerico, pues tenía mucho
interés en ella y a la que había tomado mucha afición? – Si claro- Dijo
Diego Velázquez- Me acuerdo y me interesó
mucho que por fortuna tuviera a vuestras mercedes en el jardín; los pinté en el
cuadro que estaba haciendo. Era buena composición y se ofrecía bien para la
obra.- Pues bien, don Diego, debo decirle con gran preocupación que la joven
Cianna no debía estar allí. Había sido encontrada muerta dos semanas antes en
la gruta del pabellón o logia donde
apareció arriba en la balaustrada en los días posteriores; allí donde la vimos
y hablamos con ella. Le ruego pues que no haga mención de esta noticia ni del
encuentro que tuvimos pues como debe saber, nos puede traer graves
consecuencias con la justicia y con los inquisidores, de los que no se si el
Cardenal, pese a ser mi pariente, sería capaz de salir valedor de nuestras
personas. Vi su hermoso cuadro y bien está que no se vea bien quienes estábamos allí. ¡Dios bendito, don Diego!, ¡estaba muerta, y la encontraron envuelta con
un lienzo blanco, manchado con su sangre! Igual que el que parecía haber lavado
y queriendo tender a secar días después.
He guardado la carta, con la firma de
Velázquez y lo que relata en ella. Pero me queda una gran duda: ¿eran ciertos
los hechos o solo un relato puramente literario correspondiente a la seducción
de misterio que provoca la Villa Médici?
(Publicado en el diario "La Tribuna de Ciudad Real" el 7 de marzo de 2015)
(Publicado en el diario "La Tribuna de Ciudad Real" el 7 de marzo de 2015)
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