20150314

EL DUENDE DEL OLMO


Román el hijo del Secretario, hace poco hizo limpieza en su despacho. Buena excusa para ordenar libros, legajos y documentos que fue depositando en cuarenta años. No es nuevo si digo que, en esos casos, siempre hay alguna sorpresa. Ya creo que la hubo. En una vieja caja de puros Montecristo, que aún olía a tabaco, bien apretados había dos fajos, atados con cinta roja, de fotografías; aquellas que  el tiempo hacía curvarse el papel y con riesgo de quebrarse. Desató los fajos y estuvo viendo las fotos, que eran recuerdos escondidos en su memoria; le hacían revivir aquellos días. Cuatro de ellas eran fotos de septiembre de 1957, en Cameros, Rioja. Como un destello, aquellos días los volvió a tener presente como recuerdo bien guardado: su encuentro con un duende. Pero, prefiero echar la vista atrás y contarlo, tal como me lo dijo él:
Una mañana, recién empezado el mes, oyó la voz de su prima que entraba en el cuarto para despertarle. Un sueño profundo, después de un día anterior fatigoso y de grandes emociones: era su primer viaje largo fuera de su provincia. Lo primero que sintió fue vergüenza por no haber controlado su enuresis. La cama estaba empapada y él con la sensación de ser el niño más tonto del país. Sus primas y su tía pasaron de largo en el tema y le ayudaron  a intentar controlarla. Buen desayuno, e inmediatamente a la calle para conocer el pueblo, El Rasillo de Cameros, donde estaba la casa. Subió por las calles de tierra, apenas empedradas en algún tramo, como los escalones para superar la pendiente; el tránsito de los vecinos aclaraban las calles, salvo en los bordes no pisados, donde prosperaban plantas silvestres con gran lozanía; algo tenía que ver que en las calle principal fluía por su cauce, encajonado entre piedras, el arroyo de San Mamés haciendo sonar su musical discurrir animado por la pendiente y tomando más caudal con los vertidos de las casas. Esa tarde, adquirió el oficio de monaguillo, del que algo sabía pues ya lo ejerció con sus latines en su ciudad, con alguna resistencia pero claudicando finalmente.
A los tres días le presentaron al que iba a ser su amigo Joaquín, del que no se separó mucho en los días que le siguieron. Joaquín, chico reservado y estudioso, le ayudó a ir conociendo el bosque, y enseguida supo distinguir los árboles, por el olor y por el color, por sus hojas, especialmente pinos y hayas que amparaban a la rica cubierta vegetal donde prosperaban con la humedad, fresas, hongos y setas y toda suerte de bayas comestibles. Cuando estaban sentados una mañana cerca del arroyo, en el bosque, su amigo que permanecía callado como era su costumbre, dijo: -Oye Román, ¿tú crees en los duendes? – Bueno –Dijo él- si te digo la verdad me lo creería si alguna vez hubiera visto a alguno, pero, como no ha sido así, no creo mucho en eso. – Es que…mira, lo que te voy a contar no se lo digas nunca a nadie, se van a reír de nosotros o, a lo peor, no es que no nos vayan a creer sino que pueden acusarnos de mentir. Prométeme que no se lo vas a decir a nadie ¿Si? – Vale. Te lo prometo. – De acuerdo. Mira, el verano pasado, un día, que no me acuerdo qué día fue y si era martes o jueves, vine hasta aquí y mientras iba paseando buscando setas, al pasar por un haya muy grande que tenía un hueco en el tronco, oí con claridad esto que no se me olvida y que  escribí cuando llegué a mi casa: - Fuertemientre plorando estoy, válame moço, menguado me tiene un fuerte dolor e sin remedio por no le coger. Dadnos remedio. Del sauce preciso fazer cocimiento. Válame moço, o he de fallezer. -Salía la voz del hueco y no me atrevía a asomarme, no lo entendía muy bien al principio, porque hablaba raro, pero lo repitió varias veces y parece que quería que le trajera un poco de sauce cocido; fui a casa, más asustado que otra cosa, y después de pensarlo mucho y sin decirle nada a nadie, busqué en la enciclopedia lo que decía sobre el sauce. Parece ser que de su corteza se han sacado, de siempre, infusiones para quitar las fiebres y las inflamaciones, Así que cogí un trozo de corteza del sauce del huerto del tío Jonás, y lo cocí en un cacillo, metí la infusión en un frasco y lo traje hasta el haya de donde salió la voz. Estuve esperando un momento y a los cinco minutos vi asomar unas manecitas muy pequeñas que cogieron el frasco, y volví a oír la voz que me decía: - Muy obligado quedo por su merced. Muy obligado moço.
Unos días más tarde, después de volver de Logroño donde tuvimos que ir por el trabajo de mi padre, me acerqué al bosque donde había oído la voz y visto las manecitas; pero nada, no ocurrió otra vez. Sin embargo, cuando menos lo esperaba, otro día que vine a coger moras para que mi madre hiciera mermelada, pasé por allí y oí como me llamaba. Volví la cabeza y le vi de cuerpo entero; no alcanzaba su altura más allá de veinte centímetros, iba vestido con unas calzas verdes que con los picos que colgaban de sus hombros manos y cintura, parecía más una planta que un hombrecillo. Me acerqué, con un poco de miedo, te lo confieso, y sin pedírselo se presentó. Se llamaba Godesteo y decía tener muchos años; vivía en el bosque donde tenía varias casas, aunque él la llamaba moradas; decía que su familia estaban allí desde el tiempo del rey Don Sancho III y su mujer doña Blanca. Estos donaron la ermita de San Mamés al obispado de Calahorra, dejando de cuidar de ella y pasando su cuidado al obispo,  que lo descuidó al ser pequeña, retirada y no tener renta alguna. La ermita la hicieron alarifes, albañiles de aquella época, con gran oficio de construcción románica que atendieron el encargo real. Su familia, cuidaba del bosque, tomó como suyo el cuidar de la ermita, lo que había hecho hasta esa fecha y  lo sigue haciendo él. Le pregunté cómo la cuidaba y dijo al momento: -¡Faciendo gran temor! Cuando veía a alguien que quería hacer daño a la ermita o robar, le daba voces y le tiraba de la ropa sin que le viera, y se iban corriendo asustados creyéndolo espíritu o demonio.
Esta historia de Joaquín, - decía Román-, no hace mucho la tuve presente cuando fui al Rasillo en un viaje de vacaciones al norte, y donde me paré para verlo. Iba a ir al bosque, pero se hizo tarde. Cuando me acerqué a la Iglesia del pueblo, delante, hay un viejo olmo que tiene una gran oquedad en su tronco y a la que le han puesto una cerca  para que no pase nadie a dañarlo, ni animal ni persona alguna. Me senté a su lado cuando caía la tarde mirando hacia el valle y, después de unos minutos, oí una voz que me decía: -Pronto se tornará el día en noche. Apriessa cantan los gallos y quieren quebrar albores.

La verdad, no me quedé a indagar de donde salía la voz y quién era. Me puse muy nervioso, cogí el coche en cuanto pude y me largué. ¡Que se le va a hacer! En algunos momentos tengo arranques en los que me acobardo. Debia ser Godesteo, haciendo de las suyas.
(Publicado en el diario "La Tribuna de ciudad Real" el 28 de febrero de 2015).

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