Román el hijo del Secretario, hace poco
hizo limpieza en su despacho. Buena excusa para ordenar libros, legajos y
documentos que fue depositando en cuarenta años. No es nuevo si digo que, en
esos casos, siempre hay alguna sorpresa. Ya creo que la hubo. En una vieja caja
de puros Montecristo, que aún olía a tabaco, bien apretados había dos fajos, atados
con cinta roja, de fotografías; aquellas que el tiempo hacía curvarse el papel y con riesgo
de quebrarse. Desató los fajos y estuvo viendo las fotos, que eran recuerdos
escondidos en su memoria; le hacían revivir aquellos días. Cuatro de ellas eran
fotos de septiembre de 1957, en Cameros, Rioja. Como un destello, aquellos días
los volvió a tener presente como recuerdo bien guardado: su encuentro con un
duende. Pero, prefiero echar la vista atrás y contarlo, tal como me lo dijo él:
Una mañana, recién empezado el mes, oyó
la voz de su prima que entraba en el cuarto para despertarle. Un sueño
profundo, después de un día anterior fatigoso y de grandes emociones: era su
primer viaje largo fuera de su provincia. Lo primero que sintió fue vergüenza por
no haber controlado su enuresis. La cama estaba empapada y él con la sensación
de ser el niño más tonto del país. Sus primas y su tía pasaron de largo en el
tema y le ayudaron a intentar
controlarla. Buen desayuno, e inmediatamente a la calle para conocer el pueblo,
El Rasillo de Cameros, donde estaba la casa. Subió por las calles de tierra,
apenas empedradas en algún tramo, como los escalones para superar la pendiente;
el tránsito de los vecinos aclaraban las calles, salvo en los bordes no pisados,
donde prosperaban plantas silvestres con gran lozanía; algo tenía que ver que en
las calle principal fluía por su cauce, encajonado entre piedras, el arroyo de San
Mamés haciendo sonar su musical discurrir animado por la pendiente y tomando
más caudal con los vertidos de las casas. Esa tarde, adquirió el oficio de
monaguillo, del que algo sabía pues ya lo ejerció con sus latines en su ciudad,
con alguna resistencia pero claudicando finalmente.
A los tres días le presentaron al que
iba a ser su amigo Joaquín, del que no se separó mucho en los días que le
siguieron. Joaquín, chico reservado y estudioso, le ayudó a ir conociendo el
bosque, y enseguida supo distinguir los árboles, por el olor y por el color,
por sus hojas, especialmente pinos y hayas que amparaban a la rica cubierta
vegetal donde prosperaban con la humedad, fresas, hongos y setas y toda suerte
de bayas comestibles. Cuando estaban sentados una mañana cerca del arroyo, en
el bosque, su amigo que permanecía callado como era su costumbre, dijo: -Oye Román, ¿tú crees en los duendes? –
Bueno –Dijo él- si te digo la verdad me lo creería si alguna vez hubiera visto
a alguno, pero, como no ha sido así, no creo mucho en eso. – Es que…mira, lo
que te voy a contar no se lo digas nunca a nadie, se van a reír de nosotros o,
a lo peor, no es que no nos vayan a creer sino que pueden acusarnos de mentir.
Prométeme que no se lo vas a decir a nadie ¿Si? – Vale. Te lo prometo. – De acuerdo. Mira, el verano pasado, un día,
que no me acuerdo qué día fue y si era martes o jueves, vine hasta aquí y
mientras iba paseando buscando setas, al pasar por un haya muy grande que tenía
un hueco en el tronco, oí con claridad esto que no se me olvida y que escribí cuando llegué a mi casa: - Fuertemientre plorando estoy, válame moço,
menguado me tiene un fuerte dolor e sin remedio por no le coger. Dadnos
remedio. Del sauce preciso fazer cocimiento. Válame moço, o he de fallezer. -Salía
la voz del hueco y no me atrevía a asomarme, no lo entendía muy bien al
principio, porque hablaba raro, pero lo repitió varias veces y parece que quería
que le trajera un poco de sauce cocido; fui a casa, más asustado que otra cosa,
y después de pensarlo mucho y sin decirle nada a nadie, busqué en la
enciclopedia lo que decía sobre el sauce. Parece ser que de su corteza se han
sacado, de siempre, infusiones para quitar las fiebres y las inflamaciones, Así
que cogí un trozo de corteza del sauce del huerto del tío Jonás, y lo cocí en
un cacillo, metí la infusión en un frasco y lo traje hasta el haya de donde
salió la voz. Estuve esperando un momento y a los cinco minutos vi asomar unas
manecitas muy pequeñas que cogieron el frasco, y volví a oír la voz que me
decía: - Muy obligado quedo por su
merced. Muy obligado moço.
Unos
días más tarde, después de volver de Logroño donde tuvimos que ir por el
trabajo de mi padre, me acerqué al bosque donde había oído la voz y visto las
manecitas; pero nada, no ocurrió otra vez. Sin embargo, cuando menos lo
esperaba, otro día que vine a coger moras para que mi madre hiciera mermelada,
pasé por allí y oí como me llamaba. Volví la cabeza y le vi de cuerpo entero;
no alcanzaba su altura más allá de veinte centímetros, iba vestido con unas
calzas verdes que con los picos que colgaban de sus hombros manos y cintura,
parecía más una planta que un hombrecillo. Me acerqué, con un poco de miedo, te
lo confieso, y sin pedírselo se presentó. Se llamaba Godesteo y decía tener
muchos años; vivía en el bosque donde tenía varias casas, aunque él la llamaba
moradas; decía que su familia estaban allí desde el tiempo del rey Don Sancho
III y su mujer doña Blanca. Estos donaron la ermita de San Mamés al obispado de
Calahorra, dejando de cuidar de ella y pasando su cuidado al obispo, que lo descuidó al ser pequeña, retirada y no
tener renta alguna. La ermita la hicieron alarifes, albañiles de aquella época,
con gran oficio de construcción románica que atendieron el encargo real. Su
familia, cuidaba del bosque, tomó como suyo el cuidar de la ermita, lo que
había hecho hasta esa fecha y lo sigue
haciendo él. Le pregunté cómo la cuidaba y dijo al momento: -¡Faciendo gran
temor! Cuando veía a alguien que quería hacer daño a la ermita o robar, le daba
voces y le tiraba de la ropa sin que le viera, y se iban corriendo asustados creyéndolo espíritu o demonio.
Esta historia de Joaquín, - decía Román-,
no hace mucho la tuve presente cuando fui al Rasillo en un viaje de vacaciones
al norte, y donde me paré para verlo. Iba a ir al bosque, pero se hizo tarde. Cuando
me acerqué a la Iglesia del pueblo, delante, hay un viejo olmo que tiene una
gran oquedad en su tronco y a la que le han puesto una cerca para que no pase nadie a dañarlo, ni animal
ni persona alguna. Me senté a su lado cuando caía la tarde mirando hacia el
valle y, después de unos minutos, oí una voz que me decía: -Pronto se tornará el día en noche. Apriessa cantan los gallos y quieren quebrar albores.
La verdad, no me quedé a indagar de
donde salía la voz y quién era. Me puse muy nervioso, cogí el coche en cuanto
pude y me largué. ¡Que se le va a hacer! En algunos momentos tengo arranques en
los que me acobardo. Debia ser Godesteo, haciendo de las suyas.
(Publicado en el diario "La Tribuna de ciudad Real" el 28 de febrero de 2015).
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