¿Has
oído eso? La luz de la
mesilla de noche se encendió y Mauricio se había incorporado apoyándose en el
codo con los ojos tan espantados como hinchados por el sueño.- ¡Joer Mauricio, es mu tarde! Anda apaga
la luz. -¿Pero lo has oído niña? -Sí, claro que lo he oído, debe haber sio el
reventón de la rueda de un coche. – ¡No puede ser, Matilde! ¡La carretera está
casi a un kilómetro! Además, eso ha sido una detonación, que yo sé muy bien
como es un tiro. Todavía me acuerdo de cuando los oí en la mili. Sí, ha sido
una detonación. Miró en su reloj: las tres y media. – Bueno… -Dijo su mujer- ¿Y si
lo es?, que vamos a hacer nosotros… será el sobrino del Pellicas, que anda otra
vez cazando de furtivo…- ¿Tu crees? No sé que decirte… bueno…veremos que pasa. Apagó
la luz y al rato estaban dormidos otra
vez.
A las ocho y cuarto, Matachinches, en su moto Guzzi Zigolo, sucia de varios
meses, echando humo por el tubo de escape, como si le persiguiera alguien,
corría, por el camino del Arzollar en dirección hacia la carretera de
Puertollano. Matachinches, con la chaquetilla de trabajo abierta, que parecía más bandera al viento que prenda, llevaba
la cara roja por la tensión que le embargaba. Exageraba inclinando el cuerpo
como si quisiera coger más velocidad de la que podía la moto, daba la imagen
exacta de la alarma que llevaba. Diez minutos después estaba en la Comandancia,
entrando atropellado, parando sólo cuando el cabo de guardia le dio el alto.
Habló con él y después de unos instantes, volvió a salir, más calmado, cogiendo
la moto y volviendo a su punto de partida.
Minutos más tarde, salía el Land Rover
de la Benemérita hacia la Poblachuela; el cabo Marcial, callaba, y si callaba
él, callaba Suso, el guardia que
conducía; detrás, el guardia Blas les contemplaba y se le veía tenso: era el
primer atestado al que iba a asistir y lamentaba que fuera tan grave. Llegaron
enseguida delante de la nube de polvo que iba haciendo el Land Rover. La mula
de Victorio, que pastaba cerca, empezó a dar saltos asustada. Entraron en la
casa donde esperaban Matachinches y Perolo. La cocina donde entraban olía a los
embutidos que aún colgaban de la viga del fondo
y a la ceniza del hogar, que habría sido encendido la noche anterior. El
cuerpo de Julio, el Serio, yacía en el suelo entre un charco de sangre en gran
parte coagulado, ennegredecido. - ¿A que
hora lo han encontrao? Preguntó el cabo. –Mirusté cabo, Vicente, este de aquí, que es el que ha ido a avisarles
con la moto, y yo, habíamos quedao a las siete con Julio, ya sabe usté, ese, el
del suelo, para ir a cazar unos conejos
a una finca de Poblete, llevábamos dos galgos, pero no acudía, le
esperábamos y le esperábamos y no acudía, hasta que vinimos a por él a ver que
le había pasao y ya nos dio mala espina el ver la puerta de la verja abierta, y
la de la casa también, la yunta, huncía en el arao; entramos, y le vimos; y ya
ven ustés, nos lo han matao. Paró su exposición respirando agitadamente por
haber recordado de nuevo el incidente, se vió en ese momento que estaba
llorando. – Cálmese, Pedro, hay que
mantener la calma, haremos las averiguaciones que hay que hacer y veremos como resultan. Por lo pronto, una vez que les
tomen la declaración, esperen sentados fuera, que ya les diremos lo que
precisamos.
Hicieron fotografías, a indicación del
juez que llegó a levantar el cadáver a las once y diez. El cura echó sus rezos.
Comprobados los poseedores de escopetas del entorno, solo había dos, Victorio y
Román el padre de Matachinches. Ninguna de las dos correspondía al calibre de
la que mató a Julio, y ni siquiera las habían disparado recientemente.
Preguntaron los guardias en las casas
de alrededor sobre el suceso. Al llegar a casa de Mauricio, ya estaba Matilde
esperando en la puerta de la casa con el delantal recogido con las manos en la
cintura con claros síntomas de nerviosismo. Se había corrido la voz por toda la
vecindad de que habían matado a Julio, también llamado el Serio; ahora nadie se
atrevía llamarle por su mote. Una cuestión de respeto. Entraron en la casa y a
la pregunta del cabo, si oyeron algo, Matilde se adelantó al marido y contestó:
- Si, si, lo oímos a las tres, Mauricio,
aquí mi marido, y yo nos despertamos a las tres por un estampido que oímos, y
yo, ¡qué tonta...! creí que había sio una rueda de un coche, pero el Mauricio,
dijo que era un tiro, y ¡vaya si era un tiro! ¡Pobrecico el Julio! Amos, amos,
amos, haberlo matao con lo bueno que era…
Esa tarde después de comer, Mauricio
con los ojos entornados por el sueño y la digestión, descansaba en la banca del
comedor. Su padre, el Tobías, hombre con la cara quemada y arrugada por el sol
de toda una vida en el campo, hacía como que hablaba y movía los brazos
agitando las manos, retorcidas por la artrosis. Solo se escucho una extraña
palabra que repitió tres veces: ¡Torrecto!
Al los tres días siguientes llegó hasta
la casa de Mauricio el abogado don Ezequiel. Venía a enseñarle el testamento de
Julio. Le había dejado todos sus bienes a Mauricio. Le sorprendió. Eran amigos
pero desde que hicieron la mili en la Acorazada Brunete, no se veían apenas.
Don Ezequiel tiró de las gomas de una carpeta azul de cartón y le dió las dos
escrituras, el testamento y la de propiedad de las tierras y la huerta donde
vivía Julio. Cuando se fue el abogado, Tobías le tiró de la manga a su hijo y
le dijo: -Vamos encá el Julio. – Pero
padre, que no nos van a dejar pasar… - ¿Ande, en el camino? ¡Estás tonto! Tanto el viejo insistió
que se fueron los dos hasta el camino delante de casa de Julio. Tobías fue con
su cansino y torpe andar y se puso delante de la linde entre las dos huertas,
la de Julio y la de Victorio, levanto hacia el frente los brazos y dijo: - ¿Ves?
No es torrecto. – Y qué, padre, que me quieres decir, ¿que debe ser todo recto?
Bueno, ya me entero. Luego lo vemos. Vamos
para casa, va a coger usted frío. – Sí, y les dices que si han visto la
carabina del Nepomuceno, el padre.
Mauricio pensaba al día siguiente de lo
que le había dicho su padre sentado en la alberca. Las sombras de los tilos se
deshacían en el agua. Un ganso nadaba despacio mirando como corría lenta la
mañana. Preguntó a los vecinos cuando estuvo arando Victorio. Repasó luego las
escrituras y al día siguiente se fue hasta la Comandancia. Les contó lo que le
había dicho su padre, y lo que leyó en las escrituras.
Tres días después se llevaban a
Victorio detenido y acusado de homicidio.
Luego se enteraron todos lo que había
ocurrido aquel día trágico. Leyeron en el ABC, que Julio, la víctima, se había
quejado de que se había metido en su propiedad Victorio mudando la linde: Una
línea de seis metros por el camino ganaba, en perjuicio de la finca de Julio,
80 metros cuadrados con un triángulo que había incorporado a la suya. Cuando
Julio se preparaba para volver a arar, corrigiendo la invasión, fue a por él y
le disparó. Encontraron la carabina del padre de Victorio en el pozo. Mauricio
le vendió la casa heredada a un pariente de Julio, policía. Y su padre, Tobías, cada vez que pasaban por
allí, le decía: - Ya te lo icía yo, Moricio, no macías caso…
(Publicado en el diario "La Tribuna de Ciudad Real" el 14 de febrero de 2015)
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