El sábado 17 de febrero del 2007,
levantó con niebla. La ribera del rió apenas se veía desde el coche que corría
por la carretera comarcal sin prisas. Una bandada de garzas se levantó a su
paso refugiándose en los cañaverales quemados por el frío. Quince minutos después
entraba en el pueblo y terminaba aparcando enfrente de una casa grande con
signos claros de abandono. Rosa llegaba al pueblo de su abuelo a recoger las
últimas cosas que podrían interesarle antes de que vendiera su casa. Sentía una
enorme tristeza, le parecía una traición encubierta. Pero había que hacerlo; no
podía atender el mantenimiento de la casa desde Burdeos. Llenó el maletero de
coche con algunas cosas del menaje de cocina que aun tenían buen uso y enteros.
Dejó los rotos. Cuando terminó de revisar la cocina y el comedor, subió a la
cámara. La escalera de ladrillo cocido y peldaños reforzados con madera,
desgastada por el tiempo y las pisadas de cien años, se retorcía por su pared
norte que daba al patio, dejando solo entrar la luz por pequeños tragaluces a
la altura de las carreras del tejado que subía con ella. La cámara, callaba llena
de aperos de labranza, abandonados tiempo ha con herrumbre y polvo. Luego de buscar entre
viejos baúles, encontró uno con libros y, entre ellos, un pequeño librito
encuadernado en cartón y tela de color rojo e impresión en dorado, con letras clásicas
y grandes. Su titulo decía: “Pardo”. Leyó algunas páginas y sin pensarlo dos
veces lo guardó fuera de las bolsas donde recogió los demás. Cuando se acostó,
echada la noche, encendió la lámpara de la mesita de noche; cogió el pequeño
libro y comenzó a leer:
“Arrancó Bretanión Gonzalves la página
del taco del calendario y quedó a la vista el día: 25 de enero de 1997. San
Agileo, San Artemas y San Bretanión. Hoy era su santo. Olía a colonia fresca
después de ducharse y apuraba el desayuno en la cocina. Veía caer la lluvia en
el ventanal, escurriendo el agua por los cristales que cobraban vida. Detrás,
en el patio, el esqueleto de la higuera lucía con claridad sus ramas grises
brillando por el agua. Entre el agua que caía, copos de nieve permanecían unos
instantes en el cristal hasta fundirse y desaparecer. El día frío aun con la
chimenea en la que ardían con fuerza tres gruesos troncos irradiando calor hasta
el centro de la habitación, no terminaba de caldear la casa. Lavó la taza, los
platos usados y mientras se secaba las manos miraba la carta de su hija que
había encima de la mesa. Hasta el verano no volverían. Era normal que hiciera
su vida; su marido, Georges, y Rosita, así se llamaba su nieta; además de su
trabajo, era ahora lo principal. Hubiera preferido, se decía, que hubiera
encontrado trabajo en Madrid, pero si hubiera sido así, no habría conocido al
marido, ni habría tenido a la niña, esa preciosa chiquilla que quería mucho a
su abuelo, como ella misma confesó más de una vez. Bretaña, quedaba lejos de
Villanueva de los Infantes… Dejó de pensar en ello, siempre le producía una
gran tristeza, así que, se fue hacia el zaguán donde cogió la pelliza, la boina
y una bufanda de lana que le compró su hija. Al abrir el portalón, una ráfaga
de viento con aguanieve le dio en la cara, se enfundó los guantes y, con paso
firme, se fue hacia la plaza. En la librería entró haciendo sonar la campanilla
de la puerta; el calorcillo del brasero que tenían en la trastienda perfumaba
de jara toda la casa. Sonrió al ver a Sarita, la hija de la dueña, y pidió el
periódico. Pagó, cambió algunas frases con ella y con otra sonrisa salió a la
calle rumbo a la plaza. Después de unos minutos en la Calle Cervantes en
dirección hacia el centro de la ciudad, abstraído y mirando hacia adelante le pareció
oír un quejido. Miró hacia el hueco de un viejo portal y en el suelo vio un
galgo muy flaco que le miraba. Le aguantó la mirada unos instantes. El animal
bajó la cabeza como se quisiera asentir, sin perder la enorme tristeza que
había en sus ojos. Bretanión sintió una enorme pena por él y de manera
espontánea le dijo: - ¿Que te pasa muchacho?, parece que estas solo.- El galgo,
de manchas marrones sobre fondo ocre claro, como rastrojo, sin dejar de
mirarle, agachó de nuevo la cabeza como si entendiera lo que le decían y
estuviera asintiendo. -¿No tienes a nadie que te cuide? Volvió a agachar la
cabeza sin dejar de mirarle. – Bueno, verás, es que yo estoy solo y no puedo responsabilizarme
de un perro, aunque sea bueno, como pareces ser tú. Si tengo que hacer algo
fuera, te tendría que dejar solo, y no digamos si tengo que ir a Ciudad Real o
Madrid: no te podría llevar. No tengo coche, solo la vieja bici en la que tú no
cabes. De verdad, me encantaría cuidarte, pero no puedo. Solo soy un pobre
viejo que vive solo y con mucho respeto por los animales, para mí no son un
entretenimiento, ni siquiera un sirviente para que sirva. Un perro noble como
tú debería vivir en libertad haciendo la vida que se le antoje. No. No me mires
así, ya sé que estas muy triste y necesitas ayuda, pero no se cómo dártela sin
tener que responsabilizarme de ti, y, ya te digo, eso, no lo puedo hacer. Bueno,
si estas aquí luego, ya te traeré algo de comida. Ahora, voy al centro a hacer
mis cosas.
Se miraron un buen rato, mientras que
el perro, cada vez que sonreía Bretanión, movía la cola, aun con dificultad.
Respirando profundamente, y estirando la espalda, como si quisiera llenarse los
pulmones con todo el aire de la mañana, le hizo una señal de despedida con la
mano al perro y siguió su camino.
Volvió Bretanión a echar las
maldiciones de rigor cuando entraba en el banco, él que era todo educación y
respeto, en voz baja se cagaba con energía en todo el Consejo de Administración
y en la madre que los parió. Terminaba entre dientes, con la sentencia que
repetía todos los días que entraba allí: ¡Esto es la cueva de Alí Babá y, no
son 40, sino muchos más los ladrones que habitan en este santuario de la
delincuencia consentida! Se dirigió a Alfredo, el empleado que siempre le
atendía, y resolvió todas sus gestiones, incluidas las devoluciones de los
recibos de las empresas de servicios a los que les trataba por igual que al banco.
Luego pagaba los que ya devolvió el mes anterior convencido de la razón que le
asistía: La ley exige facturas antes de cobrar. Tomando de nuevo la calle llegó hasta a barbería para
arreglarse el pelo. También le afeitaron: cuando se enteró Bretanión que la
clientela flojeaba, pidió que le rasuraran; entre los dos, dieron un repaso a
la república. Cogió sus cosas y, al salir, con el tintineo de la campanilla, vio
que en la calle le esperaba el galgo pardo que vio en el hueco de un viejo
portal. Se miraron unos momentos. Finalmente, le dijo: - Bueno, Pardo, vente
conmigo. Veremos cómo nos las arreglamos. Le siguió el galgo camino del taller
del guarnicionero. Allí compró una correa, un collar ancho, en el que el
artesano gravó con una lezna: “Pardo”.
Así estuvieron conviviendo y
conversando Bretanión y Pardo, que recuperó sus carnes, durante unos años;
hasta que un día de tormenta, entre truenos, llegó hasta su casa el cartero:
traía una carta de su hija. Se encontró
a Bretanión sentado en la mecedora de la galería, dormido para siempre. A sus
pies, Pardo yacía muerto con su cabeza sobre su pie, como si hubiera acordado
acompañarle”.
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 31 de enero de 2015).
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