Fue la carta, donde le decía su prima Heliodora que
debía venir por la enfermedad del padre, la que movió a Julio, el hijo de
Manuel Julio Eguiguren, a considerar el viaje de vuelta a casa. No lo dudó
mucho. Apenas el medio minuto que tardó en enterarse del alcance real de los
males que le aquejaban. Desde el ordenador de su trabajo, compró el billete del
avión y en la tarde salió a comprar algunas cosas para él y el regalo que le
iba a llevar a su padre. Antes de entrar en la vetusta tienda del barrio Latino
que Honoré tenía, de lustrosas sus maderas exteriores, relucientes, bien
conservadas, pese a los más de ciento ocho años que habían pasado desde que su
bisabuelo la abrió en la Rue Hautefeuille, se paró en la calle delante de la
puerta y miró de arriba abajo, como si pensase que fuera la última vez que la
veía. Después de unos segundos, pasó. Sonó la campanilla y desde dentro se oyó
la voz de Honoré: -A un moment, je vais
immédiatement. - Buenas tardes Honoré, soy Julio. Te espero. – Un momento
Julio, estoy terminando… Mientras salía su amigo, estuvo echando un vistazo
por las estanterías a ver si encontraba lo que buscaba. Llamó por el móvil al de
Heliodora. Descolgó: - ¿Heli? – Hola
niño, ¿vienes mañana?, ¿sí? Bueno ya se lo digo a tu padre. Está tranquilo
¿sabes? Tuvo ayer un día malo, no solo porque le dijeron la noticia, sino
porque le estuvo doliendo bastante. Pero hoy está muy bien. Apenas le duele y
está en su sillón leyendo el periódico y le he preparado un té que le ha
sentado muy bien. –Bueno Heli, dile que llego mañana por la mañana; del
aeropuerto me da tiempo a coger el AVE, saldré a las 11.49 y llegaré a
Valladolid a la hora de comer. – Vale, yo se lo digo. Un beso niño. –
Cuando terminaba de hablar, sintió la mano de Honoré en su hombro, volvió la
cara y le hizo un gesto para saludarle. –Hola
Honoré, vengo a despedirme y a comprar un libro que seguro tienes. - ¿Despedirte?
¿Cómo? ¿te vas a España? - Sí, me han avisado que esta mi padre bastante mal.
Tengo que ir con él. – Lo siento. ¿Volverás? –Es posible, ya sabes que estoy
muy bien aquí, pero de momento es improbable. Debo cuidar de mi padre.
–Entiendo. Pero dime ¿que querías? – Te digo. Mi padre, cuando hizo hace unos
años la última mudanza, perdió un libro con los relatos de Chejov en francés
que él apreciaba mucho. Creo que era de la editorial Gallimard, edición de 1971
y era: Oeuvres, Tome III. Récits
1892-1903. – Bueno, ven atrás, allí tengo algunos que están desclasificados y,
a lo mejor lo encontramos; creo recordar que sí tengo algo de Chejov. Subió el librero a la escalera en la
penúltima estantería del depósito de libros, en el interior. Estuvo repasando
los dos últimos estantes y después de unos minutos, cogió uno y dijo: - ¡Voilá! ¡Aquí está! Hubo suerte. -
¡Bieeen, Honoré; no sabes la alegría que me das. Mi padre tenía mucha afición
por ese libro. - Bajó con él en la mano; lo repasó Julio y dio su
aprobación. Algo amarillento, pero le daba un aspecto mejor al regalo. El de su
padre estaba más o menos así. Honoré no le dejó pagar. Se lo envolvió, se
dieron un abrazo y fue a su casa. Por la noche tuvo que tomarse un tranquilizante.
Pensaba en su padre. Lo veía joven, con él, cuando era niño; llevándole de la
mano por el Paseo Zorrilla. Mientras estaba en estado de vigilia, adormilado,
notaba unas lágrimas frías por sus mejillas. Finalmente se durmió.
Abrió el periódico
mientras la azafata terminó de hacer su representación de las explicaciones de
salvamento. Pensó en su padre enfermo: no debió irse a París. Estar con él
debió ser su prioridad. Terminó dormido con el periódico e su regazo. Se le
hizo corto el viaje a Madrid y a su ciudad natal. En el tren llamó a Heliodora
para decirle que todo iba bien, puntual. En la estación le recogió su prima.
Hablaron del padre. Estaba mal. Muy mal. Cuando se agachó para abrazar a su
padre, él hizo un amago de querer levantarse. No tenía fuerzas. Se sentó a su
lado y no se movió de allí, ni para comer. Se acercó el plato. Hablaban y no
paraban. Reían con sus cosas. Eran iguales. Socarrones, bromistas, teatreros, y
con un fino sentido del humor. Se guardaban los secretos el uno y el otro. Por
un momento, pararon de hablar, se miraron y sonrieron. No les hacía falta más. –
Me tienes que perdonar… -Decía el
padre.- No hay nada que perdonar, tú has
sido buen padre.. ¿Sabes? Cuando iba
a venir, pensé en traerte un regalo, y…lo estuve pensando un buen rato. Me dije,
¿Un orinal de porcelana?... Como aquel que te compraste para llenarlo de
cerveza y enseñárselo a mamá. ¿Te acuerdas? Me acuerdo de la cara que puso de
asco cuando empezaste a beber en él. (Rompieron a reír a carcajadas). O un tubo
de goma con boquilla de madera, como aquellos que comprabas para imitar sonarte
los mocos como si tuvieras un cargamento. Qué cara ponían, cuando lo oían, las
amigas de la abuela que venían a tomar café a casa. (Seguían riendo los
dos). Bueno la verdad es que miré en
Internet por si podía comprar algo así, pero en París no encontré nada de eso a
mano. Después de todo lo que te traigo creo que es lo mejor. Sé que tú lo
echabas de menos, así que no dudé un momento. Así que… (sacó detrás del
sillón su paquete y se lo ofreció. – Lo cogió, lo estuvo mirando unos segundos,
le dio una vuelta, dos, tres y finalmente se decidió a abrirlo. Con mucho
cuidado fue despegando la cinta adhesiva hasta que se vio la esquina inferior
del libro; en ese momento, lo destapó deprisa y su excitación fue en aumento,
hasta que después de mirar a su hijo, con cara de júbilo gritó con la poca voz
que pudo: - ¡Chejov! ¡Cojonudo! ¿Cómo lo
has encontrado? – Pura casualidad
papá. Estaba desclasificado pero mi amigo el librero le quedaba un ejemplar
desde 1971. Me alegro que te guste el regalo. Sabía que lo echabas de menos. -
Sí, sí, ya lo creo. Me encanta esta edición. La traducción del ruso está hecha
al francés por un ruso que estudió en la Sorbona y es buenísima. – Me alegro
papá. – Él le miró y con la mano le indicó que se sentara a su lado, se le
acercó al oído y bajando la voy le dijo: -
Tú hijo, haz la vida que consideres buena para ti, no te preocupes por mí. No
te voy a dejar, ni siquiera, aunque me muera. De alguna manera, que ahora no te
sabría decir, estaré contigo. Sí. No te preocupes. Eres un buen hijo.
A la semana siguiente, el
martes, a las seis y diez de la mañana, oyó Julio que su padre llamaba desde su
cuarto. Acudió enseguida. – ¿Qué quieres
papá? ¿Te pasa algo? Él, le miraba y esbozaba una sonrisa. Parecía decir
algo, acercó Julio el oído y apenas pudo ir: …Julito. Instantes después murió. Pensó Julio que, desde los trece
años, no le llamaba así.
Julio volvió a París. A
las once de la mañana, cuando toma un café en su casa, a la misma hora en que
lo tomaba con su padre, sentado, como él, leyendo, algunos días en los que el
cielo está cubierto y la presión atmosférica cambia bruscamente, oye la voz de
su padre que le dice: - Julio, ¿estás
bien? Recuerda que no te dejaré solo. Cuando tenía algún problema Julio, su
padre le apuntaba alguna solución. Siempre acertaba.
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