Martiña, hija de Martin Caldeira
y Lucia Aponte era natural de Soulecin, parroquia de O Barco. Con pocos meses,
sus padres y su abuela Manuela se fueron con ella a Toén, donde heredó su padre
unas tierras con las que pensaba ganarse la vida. Amanecía cuando cerraron la casilla
de piedra y pizarra donde habían vivido, colgada en la ladera, aislada de la
agrupación de casas. Vendieron los animales, salvo Dora, la vaca que les seguía
atada al carro. Martin cantaba. Su madre le decía al oído: - Martiña, parece que o teu pai quere bromas
mentres estamos tristes. Hablaba con ella: pero se lo decía al marido. Él,
desde la vara del carro miraba adelante, mientras, con los ojos llenos de
lágrimas, quién sabe si por el frio de la brisa, o por la tristeza. La niña
llevaba en su memoria pocos recuerdos: las voces de sus padres y su abuela; el
sonido de la loza, en la pila; el canto de merlos y verderones. Su madre le
confesó un día al oído: -Vai vedoira,
como avoa Manuela. (Serás vidente, como la abuela).
Por el camino, la brisa atlántica refrescaba
la mañana, que vino tranquila, movía las carballeiras, inquietas. Llegando a la
nueva casa de Toén, pasaron las últimas horas del día preparando el dormitorio
y la cocina. Allí vivieron para siempre. Antes de que murieran su abuela y sus
padres, la joven Martiña tuvo días de fijación con un rapaz con el que se veía
en la fraga, donde llevaban sus respectivos ganados. Antón se llamaba; nunca le
olvidó. No se comió el olvido todo lo que pudo hacer con él, y lo que no pudo,
pero quiso. Recuerda los días con Antón, siempre, y los guarda en su memoria
para conjurar los malos días, y las noches en que la soledad se le agarra
dentro. Sola, sin sus padres y su abuela.
En el pequeño galpón de piedra y
pizarra tiene guardados Martiña el grano, los pimientos a secar, las mazorcas
de maíz, los ajos colgados en ristras bien trenzadas y, metidos en una vieja
artesa, las piezas de lacón entre sal, con pesadas piedras encima y, en un
estante de madera de fresno, toda suerte de hierbas aromáticas y medicinales. Con
los días alboreando, mientras en la fraga cercana se remueven las folosas y los
picapeixes, que rondan el arroyo buscando algún pececillo que comer, después de
calentar la leche con malta en los rescoldos de la brasa que aun da señales de
vida en el hogar de la vetusta cocina, y desde la que se oye cantar al gallo,
acude Martiña para dar una vuelta a todo y poder salir tranquila a ordeñar las
vacas. Introvertida, no muy de palabras, suelta pocas y precisas, eso sí, entre
dientes: se le oye a dos cuartas del cuello de su camisilla. Por el camino que
lleva a Toén los niños de los Quiroga le gritan, le dicen de todo, lo más frecuente:
¡bruxa! Quizá su manera de vestir, toda de negro, sus refajos, y el pañuelo
negro cubriéndole el rostro, hace que la tomen por vieja, sin haber llegado a
los cuarenta y dos. Con su cuerpo menudo hace poco bulto cuando sale al campo o
a la fraga. Delgada y seca, hacía tiempo olvidó arreglarse. Cierto es que la
llaman para quitar el mal de ojo e intuyen que tiene facultades de vedoira, pero no es meiga: no hace mal a nadie. Quien la conoce bien, sabe de su poca ilustración.
Es buena mujer, con sus cosas, eso sí, aprendidas de su abuela: dicen de la
abuela que tenía también facultades como ella. Martiña procura hacer algún
favor a quien pena por algo. Sí, por el camino a Toén, los niños le dicen lo
que los mayores callan. Desde hace muchos años ha dejado de preocuparse por
eso, la juventud le ha abandona poco a poco, el sol y el aire atlántico quemó
su piel; con todo esto, se le fue también el coraje con que se tomaba que le
mirasen mal. Antes bien, por los días de la fiesta del Magosto se acerca a Toén
y aun sola, participa de la alegría de la gente. Fue precisamente allí donde se
encontró a su vecina, Tareixa, la mujer de Sotero Quiroga, que le contó que su
marido estaba en Madrid en un trabajo por el que tendría que quedarse hasta el día
24 de julio; por la tarde, tomará el tren pues tiene que acabar el trabajo en
Santiago de Compostela, y deberá estar el 25, por la mañana, temprano. Cuando
le dijo esto, a Martiña se le nubló la cara, descompuesta, y calló. Tareixa se
dio cuenta del brusco cambio en su gesto y le preguntó preocupada. – ¿Pasa algo, Martiña? – Non, non, nada, nada, non me faga
moito caso, son os meus cousas. - De verdad, Martiña, ¿pasa algo? - Nada, nada, muller, só son cousas mías, xa
sabes que dou moitas voltas á cabeza. Se houbese algo, eu dígoo. – Bueno. No te insisto. Ya sabes Martina que
te tengo mucho cariño, y admiro como te desenvuelves tan bien estando sola. Eres
fuerte y valiente. Me gustaría ser así, pero a veces, me acobardo. Posiblemente
porque no siento la fortaleza que tú tienes. No sé si es por educación: mis
padres me mimaron tanto que quedé con sentimiento indefensión cuando faltaron
ellos. O, a lo mejor es mi naturaleza…No sé. – Non sé, se son o que dis, pero, se son forte, (sí soy fuerte) será
porque tiven que apañar os meus problemas sempre soa, desde nena. Pero, tamén, a miña natureza díme sempre que
non debo ter medo por nada. – Eso debe ser Martiña, sí, eso debe ser.
Dos días después, fue Tareixa la
que se acercó a la casa de Martiña, llevaba un par de delantales que había
comprado en Ourense que le quería regalar. Pero lo cierto es que quería hablar
con ella. De vez en cuando le daba vueltas a la cabeza y veía la cara de
Martiña, cuando le contó lo del viaje de su marido a Santiago. No hacía más que
decirse para sus adentros: “Esta mujer tiene fama de vedoira, y no me quedo
tranquila sin saber si ha visto algo en lo que le dije”. Cuando llegó, dejó de
echar de comer a los cerdos Martiña y, sonriendo, dijo sin dar ocasión para que
hablara Tareixa: - Aquí está a boa da
Tareixa, que trae un agasallo para que lle diga se hai algo na viaxe do seu marido,
¿non é iso? – ¡Carallo! Martiña, ni que me hubieras abierto la cabeza, como es
que lo has sabido. – Bueno, te lo diré en castelán: No hay cosa más traída que
la que causa temor y no se da explicación. El que la tiene, no para hasta que
se la dan. Tareixa, quedaste mal con la contestación que yo te di. Así que lo
normal es que vuelvas a preguntar: ¿Pasa algo? Primeiro, que che dou as grazas
polo agasallo. E, segundo, que sí, hai algo. Cando mo dixeches, vi nesa tarde
unha gran desgraza: deume mal. Convence ao teu marido que se vaia ese día pola
mañá. - ¡Hay Dios mío! No te pregunto más. Muchas gracias Martiña, eso haré.
El día 25 de julio de 2013, a las
20. 41 horas hubo un terrible accidente del tren Alvia que iba a Santiago, en
la curva de la parroquia de Agrois, con 79 muertos. El marido de Tareixa, que
iba a ir en él, se fue por la mañana.
Los niños de los Quiroga, a partir de esa fecha, ya no le decían
¡bruxa!, sino, con mucho respeto, Doña Martiña, cuando pasaban por el camino de
Toén.
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