Hace mucho tiempo me contaron una
historia que tenía olvidada en el rincón de la memoria, donde se guardan los
buenos recuerdos que se sacan a la luz sólo cuando hay alguna frase o palabra
que nos la hace presente. Empezó un día de julio en que las chicharras estaban
muy laboriosas y haciendo vibrar con sus canciones monocordes a los árboles. El
sol de la tarde había dejado unas horas largas, calientes, muy calientes,
haciendo que el amarillo dorado de los rastrojos parecieran un manto triunfal
de luz, enardeciendo de color a los álamos negros del contorno, el verdor
alegre de los nogales y de las higueras que bordeaban la noria de una huerta
perdida en el confín de las sierras cercanas. Un cernícalo revoloteaba por las
cercanías buscando alguna presa. Escondidos, los verderones se hacían llamadas
quedo, muy quedo, intuyendo al ave de presa. La orientación, el sentido del
magnetismo de la tierra, con su sensibilidad adquirida por naturaleza, lo daba
en el suelo, lejos de toda mirada, un escarabajo pelotero que llevaba su bola de estiércol que había
cogido de la cuadra, donde sesteaba el borrico con el frescor del suelo mojado
y la paja húmeda.
Bajo la umbría de la higuera más
grande, escondido entre la espesura de las matas de hinojo y las cañas que la
rodeaban, estaba adormecido Genarín, el hijo mayor del hortelano que hacía sus
siestas allí, lejos de la cocina donde sus padres y sus dos hermanos más
pequeños solían quedar dormidos; en un poyo, su padre, Juan Andrés, y su
hermano Julio, y en el otro, su madre, Julia, con Pepillo, el más pequeño.
Habían dejado que el mayor se fuera a la sombra de la higuera, para evitar las
peleas por los sitios entre los hermanos, y él, estaba conforme, pues allí
solía soltar su imaginación hasta que el calor y la digestión acababan por
rendirle y cerraba los párpados hasta dormirse. Posiblemente era el canto de
las chicharras el que le daba pié para el sueño, o la frescura que le llegaba
de la reguera próxima, con los lomos cargados de espesa grama de un verdor
extraordinario, raro para el duro verano que hacía siempre en esas fechas. Así
pues, como era habitual, Genarín estaba dormido finalmente con la expresión
dulce del último sueño imaginado en su sonrisa.
A las seis y media se había levantado
su madre, Julia, para preparar el burro que iba a uncir en la noria. Antes que
nada fue a ver si su hijo Genarin estaba donde se le suponía y no había ningún
problema. Llegando a la explanada delante de la noria, cogiendo todo el aire de
sus pulmones le llamó: - ¡Genariiiiiiiinn!
El chico, se despertó de sus dulce sueño y restregándose los ojos e incorporándose
de su lecho de hierba le contestó: -¿Quéee
quieree usteee, mamaaaaa? – Venga, haragán, ya está bien de hacer el perro
niño, ven a ayudarme con el burro. – Bueno mama, ya voy. Pero antes quiero
decirle algo: ¿me va a llevar papa a Carrión cuando se vaya con la moto, luego?
– Ni moto, ni na, ya te lo digo yo. Tienes que quedarte aquí a ayudarme a regar
y luego a dar de comer a los animales, ya te lo digo: no. –Pero mama, si el
Julio y el Pepillo te pueden ayudar entre los dos. Mama, que yo quiero ver los
caballos de la finca a donde va papa, que me ha dicho que son muy hermosos y a
mi me gustan mucho, andaa mama. Que no. Ya esta dicho. Otro día que se vaya con
la tartana, te llevará, pero hoy no, y sanseacabó la discusión, no me canses,
¿he dicho bien? – Vaaale mama.
Media hora después, terminaba de dar
vueltas el burro en la noria, se había asomado Julia al pozo y vio que ya
estaba apurado. Desunció al animal y bajó por la senda de la noria llevándole
de ronzal hasta la cuadra. No hubo que insistirle al burro, demasiado sabía que,
liberado del duro trabajo de arrastrar con la noria el enorme peso de la maroma
cargada de agua en sus canjilones, le esperaba una buena ración de paja con
algo de cebada mezclada entre medias y un cubo de agua fresca. Habiendo dejado
al animal, Julia llegó hasta la alberca con el azadón en la mano y, tirando del
tapón, empezó a correr el agua por la reguera que llevaba el agua a la huerta. Genarín
le siguió, más bien entristecido por el fracaso de su petición. Estuvieron
regando hasta que terminaron las últimas tablas de calabacines. Para entonces
la humedad de la huerta era ya grande y el sol se acababa de retirar por el
horizonte agigantando su esfera incendiada con un cálido y tembloroso amarillo
anaranjado. La brisa del atardecer empezó a correr con el aire templado de
poniente. Movía las matas de tomates y su olorcillo intenso llenó toda la huerta
y el perfumado aroma de la albahaca. Julia se echó la azada al hombro y se
retiró cansada a su casa. Genarín estaba agachado jugando con una hoja del
peral haciéndole navegar en las aguas remansadas de la última tabla. La brisa
la movía como un barco a la deriva. Ensimismado en el juego no oyó el ruido de unas pequeñas pisadas que
andurreaban, con algunas pausas, de alguien que se acercaba. Se pararon a la
altura de las altas matas de los tomates en rama que subían por los tutores.
Soplaba Genarín a su improvisado barco cuando oyó con claridad una vocecilla
atiplada que le decía: -Hola chico,
he oído lo que te ha dicho tu madre. No
deberías entristecerte por no haber ido con tu padre. Como te he estado
observando, y sé que eres buena persona, te puedo dar una compensación. El
chico dio un respingo y se levantó asustado. Intentó echar a correr pero sus
piernas, que temblaban, no le respondían. Veía solo una sombra con la silueta
de un hombrecillo, al que solo se distinguía los ojos como pequeñas ascuas de
color azul brillante. A duras penas y,
más que para seguir la conversación, como para intentar evitar el enojo del
visitante extraño, le dijo: -¿Quien es
usted? - Soy Lutin, hijo de Lutin, y Darde. Vivo por estas tierras antes de que
vinierais vosotros, y no nos gusta importunar a nadie en su vida, pero al oír
lo que te decía tu madre no he podido quedarme sin hacer nada y, con el permiso
de mi tío, el viejo Sacz, he decidió verte y darte algún tipo de solución a tu
problema. Estas cosas frustradas se guardan toda la vida y terminan por ser una
carga para los padres cuando son mayores, que la recuerdan mejor que el que la
sufre. – No, no se preocupe usted, si ya se me ha pasado, de verdad, se me ha
pasado, no se preocupe. – No me preocupa, pero si quiero hacer que tu no le des
una carga permanente a tu madre cuando sea mayor y os recordéis este momento en
el que te negó ir a ver a los caballos; así pues te digo que esta noche, le
susurraré a tus padres al oído, cuando estén dormidos, que te lleven a la
ganadería de caballos que tanto quieres ver. El chico, no sabía que decir,
y finalmente solo dijo una palabra: -
Vale.
A la mañana siguiente Juan Andrés, el
padre, le dijo a la madre que había soñado que iban a la finca de Carrión y que
deberían ir para que los chicos vieran los caballos. Genarín, a la vuelta, atardeciendo,
casi de noche de aquel domingo del viaje, fue a la huerta y en el mismo sitio
donde le habló el duende, dijo dando una voz: ¡Graciaaas! Entre la espesura de los tomates se oyó la vocecilla
que decía: ¡De nada, chico!
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