Tal día como el de hoy, de septiembre
mudando a otoño temprano, con las nubes acercándose por poniente, con un
vientecillo que iba tornando a frío y un continuo desasosiego, propio de los
días de mudanza, llegué hasta la casa de mi tío Miguel. Había terminado los
trámites de la testamentaría, pago de impuestos y tributos de todo orden. En la
planta baja, con el amargo sabor de la tristeza por mi buen tío, tuve la
sensación de despojo desgarrador viendo las habitaciones de abajo vacías (se
dieron prisa los primos en llevarse todo); de lo que se salvaba la planta
superior, cuyos enseres me los había dejado a mí, y donde encontré una buena
sorpresa. En el despacho, dentro de un cajón de la mesa, había una carpeta de
cintas, decorada al agua, que, de puro vieja, hacía ruina por los bordes
amarillentos, descarnado el cartón y las cintas, enrolladas, más parecían
cordón que otra cosa. Dentro, había un fajo de folios y cuartillas con la
caligrafía inglesa suya por las dos caras. Hizo bien en numerarlas. Debía ver
si estaban completas: eran un auténtico caos, revueltas. Alguien habría estado
buscando algo y las dejó sin ordenar. Mi interés aumentó cuando leí el primer
párrafo de la hoja número uno,
totalmente legible aunque bastante sucia. Decía el tío Miguel: “Llegué a Florencia con la idea de descansar y olvidar. Descansar, del estrés provocado por
tanto juicio sobre los bienes, mal dispuesto y cargado de malas intenciones;
olvidar, para dejar de sufrir por la frustración de la vida que había llevado
en los últimos años. Amenazaba ya el otoño - aún no había llegado- por un
viento insistente, frío, y las nubes, más propias de lluvias persistentes que
de aguacero ocasional, no dejaban ni un mínimo espacio para los rayos del sol.
Después de una noche en el hotel en la que descansé a pierna suelta, di una
vuelta por la ciudad de nuevo. Florencia
la he visto tantas veces que perdí la memoria de ellas; para mi semeja a lo que
gusta mucho al paladar: por mucho que se tome, siempre se siente la necesidad
de volver a repetir. Por su genuina naturaleza de ciudad madre del arte y
cultura; y también, porque no decirlo, por volver a comer tranquilo su cocina
sencilla y sabrosa que no desmerece de ninguna de las ciudades italianas.
Llegué a mediodía hasta el Ristorante Finisterra en la Piazza Santa Croce y, sentado en la terraza, aguardando
a unos canelones calentitos que pudieran aplacar el hambre, escuché tras de mí,
que hablaban sobre la necesidad urgente de acudir a una casa para hacerse con
una estatuilla. No se guardaban de hablar bajo para no ser oídos; pudiera ser
que esperasen, por la pinta de anglosajón que siempre he tenido, herencia de mi
madre, que no les entendiera. Pero sí me enteré de todo, decían: –Escucha Gennaro, no te lo voy a decir más
veces, sube inmediatamente al puto piso, y con la llave que te he dado, entras
, llegas hasta el taller y coges la estatuilla de la foto que te he dado, y te
bajas inmediatamente. No quiero que esperes más a tu tío, maldita la falta que
hace ese inútil que todo lo lía; si llega, ya lo habremos hecho y estaremos lejos
de aquí; ya le llamo yo cuando te vea a aparecer. ¡Venga, coglione, sube! Bueno
Fredo, no te pongas así, ya voy…”
Al llegar al final del párrafo, cogí
las hojas y me puse con mucho interés a ordenarlas; una vez hecho, aguardé
hasta llegar a casa y allí las leí. Continué donde lo había dejado la lectura
de lo que contaba el tío Miguel: “No sé si habré reproducido correctamente el
diálogo que oí, pero parecía estar claro que preparaban un robo en una casa de
las cercanías y por las miradas que hacían, cuando hablaban de subir, era en la
casa del número 10 de la Plaza. Los dos tenían mala cara, pero dejaron claro
que el tal Gennaro quería esperar a su tío para hacer el trabajo y el que se
llamaba Fredo le estaba apremiando. Como no podía estar seguro de mis
sospechas, les seguí con la vista, disimulando, su marcha hasta el edificio
donde entraba el tal Gennaro. Les hice unas fotos con el móvil. Vi pasar al portal a Gennaro, y al cabo de
cinco minutos, salía con un paquete, envuelto en papel de periódico. Fredo le
dio una palmada en el hombro y salieron andando con mucha prisa. Llamé a mi amigo Carlo y le conté lo ocurrido.
Le mandé las fotos por Washapp. Dijo que haría lo que pudiera, pero me advirtió
que a los funcionarios de los servicios administrativos, como él, del Ministero
dell`Interno, no les hacían mucho caso y daban largas a los asuntos, a no ser
que hubiera una denuncia en firme. Esperé.
Cuando estaba tomando el postre llegó al restaurante Carlo. Nos dimos un
fuerte abrazo como siempre y después de pedir un café para él, me contó las
gestiones que había hecho. – Miguel, le pasé
tu información a la Comisaría más próxima, mandándole la foto. Me atendió un
subcomisario joven muy amable que enseguida movilizó a la policía. Cuando los localizaron después de una
persecución, los detuvieron pero no llevaban nada, pese a que un carabiniere
aseguró que había visto a uno de ellos con un paquete envuelto en papel de
periódicos. Efectivamente en el número 10 de la Piazza Santa Croce acaban de
robar una estatuilla atribuida a Donatello. Seguirán las indagaciones. Te
tendré informado.-
Dos días después me fui a dar una
vuelta por el centro de la ciudad, y
decidía ir a Sabani, en el Mercado de San Lorenzo, el llamado Mercado de la
Paja, para ver si tenían una cartera portafolios de cuero que me hacía falta, y
cuando estaba dando una vuelta por los puestos del mercado vi en uno
estatuillas de recuerdo para los turistas. Miré con detalle y había diez iguales
del David de Donatello hecho en 1409, igual que el que habían robado en el 10
de la Piazza Santa Croce, donde lo habían llevado desde el Palazzo Vecchio para
su limpieza. Me quedé mirando las estatuillas como si estuviera hipnotizado.
Observé que todas eran iguales menos una que parecía tener mas consistencia y
estar mejor hecha, como si fuera auténtica. Le hice una foto y se la mandé
también por washapp a Carlo para que comprobara con un experto si había algo
por lo que sospechar. Media hora más tarde me llamaba por teléfono: - ¡Michele!
–Dijo con gran excitación- me ha dicho Calógero, el subcomisario que nos
atendió el otro día, que te tienes que ir con ellos a la Comisaría de asesor. Que
te pagarán con una derrama, con dinero negro o con comidas o lo que tu quieras,
pero que te vayas con ellos: ¡has acertado y tienes un olfato de sabueso
extraordinario! Efectivamente, era la estatuilla de Donatello robada la que
estaba con las demás: Se la habían vendido al del puesto del Mercado de la Paja
por quince euros, el del puesto la quería vender por veinte, ya que no sabía
que era auténtica. El que la vendió se la había encontrado en una papelera en
la Vía della Condotta, creía que era de las que vendían como recuerdo. Grazzie
mille Miguel.” Nunca me olvidaré de este asunto. Fue divertido.” Cuando leí lo
escrito por el tío Miguel, Pensé que era así para todo: un tío genial.
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