No hace mucho que volvieron a cantar
las cigarras, me lo recordó cuando volví a ver pasear por la calle Larga a don
Juan. Hacía mucho que no leo veía. Alguna vez pensé si habría fallecido, pero,
como siempre decía él, moriría cuando tuviera las maletas hechas. No debía
tenerlas aún. Las tardes de julio son
muy duras en nuestra ciudad y en julio hubo unos días de calor muy duro
también en el Puerto. Tan duro, que oí por primera vez a una cigarra que
cantaba desde el estípite de unas de las palmeras de la plaza. Aquel día hablé
con él. Siempre ha sido así, e inevitable cuando estoy allí. Las cigarras, se
quedan a la sombra de los troncos de los árboles con un calor infernal que levanta el aire
temblando desde suelo hasta hacer que se mueva el horizonte. Luz teñida del oro
de los rastrojos, de pajas recién cortadas. Porque desde tiempo inmemorial se
ha utilizado la paja entre otras cosas para defenderse del poderoso sol del
estío. Como con los sombreros canotier, como el que usa en verano don Juan para
protegerse de sol.
Seguí de cerca a don Juan por la calle Larga
del Puerto de Santa María; quería observarle ese día con sus andares lentos
pero firmes, marcando con los pies las diez y cuarto. Sabía que pararía a tomar
café y leer la prensa en un velador del bar Manolo. Ahora, mediado el otoño, iba
elegante como siempre: con su traje escocés, impecable de trenzado de espina o herringbone,
de buen tweed Harris en marrón tostado; su sombrero con una pequeña pluma y ala
corta, que llevaba ladeado como los caballeros de principio del siglo pasado.
Desde dentro del bar le recibieron con una cierta alegría y respeto: -Buenos días don “Huann”, ¿lo de siempre?-
Él afirmó con la cabeza mientras se sentaba. El camarero dijo a su compañero: - Café con “lesche” y tostá con colorá, para
don “Huann”-. Aproveché el momento para saludarlo y él señaló al asiento
para que me sentara. Sonrió, y apoyándose con las dos manos en su bastón me
dijo acercando su cara: - Tenía ganas de
verte perillán. Hace mucho que no nos vemos y sabes que me gusta tu compañía y
conversación. Tienes lo suficiente para que no nos aburramos los dos y me
encanta que me sorprendas con algo nuevo por aprender.- Bueno Juan, soy yo el
que aprendo siempre algo de ti. Siempre cosas interesantes y muy útiles. Tu
vida es un compendio extenso de aventuras y crónicas que deberían estar ya
recogidas en un buen libro, créeme, sería muy interesante y útil para más de un
joven de estos tiempos. Pero lo que yo quería decirte, sobre todo, es que
también tenía ganas de verte y que me contaras aquello que me dejaste a medias
en aquellos abrasadores días de verano en que comenté que había visto a una
cigarra. – ¡Ah, si, es verdad! fue aquel diez y siete de julio en el que estuve
comprando Oloroso en la bodega de las Siete Esquinas, de Grandt. Pues es verdad, y si no me acuerdo mal creo que hablábamos de cuando mi
padre me encomendó la bodega familiar. Fue un quince de junio. Ese día mi madre
cumplía años y tuvimos una fiesta en la familia. Vinieron todos: tíos, sobrinos
y una buena porción de amigos de la familia. Luego de la comida, que la hicimos
en la sala de recepción de la bodega; que nos pareció bien por lo amplia que era,
pero mi padre la eligió por lo que tenía preparado. A los postres, cuando todos
tenían la andorga llena y los colores de la cara subidos por los vinos que
tomamos con generosidad, tomó la palabra y soltó el escopetazo: El niño se
haría cargo de la bodega y la viña. El niño era yo, que acababa de terminar la
carrera el año anterior, días antes llegué de Londres donde estuve estudiando
Derecho Internacional y puliendo el idioma. Tenía 24 años. Se hizo un silencio
largo. Nadie lo esperábamos, salvo mi madre, que ya lo sabía y estaba la muy
tuna sonriéndome desde por la mañana temprano. Pero luego fueron reaccionando y
se tranquilizaron cuando mi padre les dijo que estaría conmigo un año para ponerme
a día de todo. Desde ese día me hice cargo de la bodega y tomé decisiones que
mi padre nunca me tuvo que rectificar. Ha sido en estos años cuando el viñedo
se ha mejorado con la ayuda de un experto viticultor que me traje de la
competencia y de buenos enólogos que han mejorado los caldos y levantaron aun
más el prestigio de la bodega. He estado 60 años al frente del negocio hasta
que mi nieta terminó Administración de Empresas y Enología en Burdeos. Así,
pude pasarle la gestión sin problemas, pero no tanto por los títulos como por
lista. Su padre, hombre bueno como el pan y responsable como pocos, trabajó
conmigo pero no tenía coraje para hacerlo; como él mismo me confesó más de una vez, cuando pensaba que se la iba
a pasar a él. Le agradecí su decisión. Desde luego no serviría para político,
que como sabes más de uno se meten a cargos públicos sin tener aptitudes para
ello. Ahora mi querido amigo, me hace ilusión ver a la nieta hacer su trabajo,
que -y se acercó para decírmelo- ahora que no nos oye nadie… ¡lo hace mejor que
yo!
No
me arrepiento de mis silencios, porque gracias a ellos nadie sabe de mis
aventuras, de mis grandes cosas, ni de mis amores. Las aventuras, fueron muchas
y casi todas con ocasión de los viajes a América y Asia En Japón, donde encontré personas que me
hicieron ser mejor. Pero eso ya te lo contaré otro día si cabe. Mis logros son
el tesoro que guardo para mí, y los amores que tuve en la juventud no fueron lo
afortunados que hubiera esperado, pero de las tres que recuerdo más, solo tengo
buenos recuerdos y agradecimiento por haberme dado la humanidad que pudiera
tener, que es la suficiente para sentirme bien y conforme con la gente. La
primera, Clara, una italiana que conocí en San Giminiano, cuando fui a Italia
con el Citroën dos caballos que compré
con la parte de la herencia que me dejó mi abuelo. Era inteligente y tenía la
piel pulcra y suave, preciosa, y aun así destacaba por su carácter y sonrisa
que me hacía sentir todos los días como si estuviera de fiesta. La segunda,
Sofie, francesa de la plaza de los Vosgos de París. Chica extraordinariamente
inteligente, muy tímida pero con un sentido de la honestidad que me enseñó a
vivir los días sin ceder la honra para nada. Y la tercera. Mi mujer, Libertad,
con la que me casé después de la guerra, luego de haber compartido los momentos
mas terribles que he vivido y en los que ella tuvo carácter para hacernos a los
dos que los días podrían venir mejores, como pasó luego. Bueno chico, ya he
hablado demasiado, vamos a danos un paseo y lo terminamos con una manzanilla
con unas tortitas de camarones, que como sabes no las perdono. -
Dimos el paseo, y tomamos los vinos. Fue la última vez que lo vi. Su mujer,
Libertad, cuando fui a verla me dio una
papelillo doblado que había escrito él para mí antes de morir. De su puño y
letra decía: Te espero para seguir hablando
de nuestras cosas y de libros, allá donde yo vaya, que no lo sé. Pero…no te des
mucha prisa. Apura tu vida que bien lo mereces. Un abrazo.
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