El viejo Panhard conducido por Jules
Durot corría a más velocidad de lo habitual por la campiña de Grasse. Al lado, reclinado a la derecha, iba su tío
Armand, el hermano de su madre. No decía nada. Con sus flacas piernas recogidas
en postura casi fetal, manos juntas, puños cerrados y mirada perdida. Apenas se
podía oír una leve queja de vez en cuando.
- Tío, aguante usted que ya llegamos… Llegaron al 15 de la Avenue des
Broussailles, salieron los enfermeros con una camilla avisados por Jules
minutos antes y lo metieron en el Hospital
de Cannes.
Por el pasillo inferior, el anciano tío
vivía en otro tiempo: -¡Armand! ¡Armand! ¡Por
Dios padre! ¿Dónde esta el niño? ¿Sabe
usted donde se ha ido el niño? –No lo sé; creía que estaba con vosotros. ¿Cómo dejáis
a la criatura que se vaya solo? ¡Vamos!, ¡vamos! A ver… estará jugando fuera de la casa. –
¡Armand! ¡Armand!
Llamaban, pero no podía contestar, tragué agua
y los pies pesaban y tiraron hacia el fondo de la bassin; manoteaba, pero no podía
evitar hundirme. Oía el ruido sordo de alguien que se echaba al agua y nadaba
hacia mí. Era la tía Monique. Cogió mis brazos y, en un momento, tosía y vomitaba
el agua en el brocal de la bassin. Madre me comía a besos y lloraba. Desde ese
día quise mucho a la tía. Fui a su casa en Le Tignet después de aquellos días. Tres años después, en
Le Tignet: días preciosos de aventuras, felices y mi amistad con Marceline. Con
mi imaginación y la suya, sí…días hermosos: aquella noche entre las higueras
del huerto, con el perfume de los tomates y los pepinos, albahaca, salvia,
menta y calabacines; sentados en el suelo lleno de grama fresca...todo muy agradable
en esos días de calor fuerte; nos preguntamos como se llamarían las estrellas
más grandes que hacían grupos; (el abuelo Jonás se las sabía todas y otro día
nos lo dijo). Esa noche y el beso de Marceline
con su boca fresca, dulce. No sabía que eso pudiera perturbarme tanto; y no era
malo, que vá, todo lo contrario, era muy emocionante… y hermoso. Soñaba Armand y se sentía con
Marceline.
-Aguante
usted tío, no se le ocurra morir, que solo le tengo a usted, y me hace falta. Venga
tío que usted nunca fue un arrugao, ¡échele valor y coraje tío! Decía Jules
a su oído ayudando a empujar la camilla.
Pensaba el viejo Armand Dacheux: -En el pajar de la casa en ruinas del vecino
de la tía Monique, cogimos Marceline, Gastón y yo los pichones que luego preparó
la tía para comer, asados con pasas y setas. El aleteo de las palomas… nos asustó
siempre. Volvíamos… no sé por qué. Pichones y susto. El aleteo: parecía sentir
un ser extraño con la muerte en la mano. ¡Qué tontería! Solo eran palomas
asustadas. Claro que Gastón nos contó que, en esa casa, mataron con la bayoneta
a un alemán; y lo tiraron a una bocamina.
Fusilaron a cinco del pueblo en represalia. Decían que el alemán se aparecía
por la noche en aquella casa preguntando por su pueblo, Oyten, en Bremen. Por
eso, cuando íbamos a por los pichones no tardábamos ni cinco minutos y acabamos
corriendo con el menor ruido.
Desde
entonces mis pesadillas eran con el alemán muerto.
Llevaban a Armand por los pasillos
hacia los boxes de observación. El viejo Armand con la boca abierta, los
pómulos salientes, las mejillas y las cuencas de los ojos, moradas, hundidas y
los ojos a medio cerrar. Los médicos que se acercaban le auscultaban, le
miraban las pupilas y los enfermeros no decían nada, solo movían la cabeza
cuando habían pasado, negando con la cabeza.
Mientras,
seguía cavilando el buen Armand: - Lloré
en el funeral de padre. Nunca hubiera creído que él se iría tan pronto. Desde
ese momento, no solo me hice cargo de la familia sino de los hermanos cuando se
fueron uno tras otro. El día que fui al taller del alfarero Vincent Duriez
había un olor desagradable y permanente a arcilla húmeda, desde el principio; padre
dijo que agradeciera que me diera una oportunidad monsieur Vincent para aprender
el oficio como aprendiz. Cuando recibí mi primera paga y vi mi primera maceta
bien hecha, decidí que ese era mi oficio. Sesenta años haciendo de alfarero con
una buena clientela y prestigio. Fue bueno. El maestro Vincent fue buena
persona pese al genio insoportable que sacaba cuando menos se esperaba, era
entonces cuando comprendí porqué tenía la nariz aguileña grande, en punta y los
ojos, que en ese momento se le abrían más de lo habitual, mostraba las encías y
agarrotaba las manos. Daba algo de miedo oírle hablar así, o lo que era peor,
gritar con su voz estridente y fuerte. Luego, en cuestión de minutos, cuando la
sangre se le bajaba, se entristecía y a los cinco minutos pedía perdón a quien
fuera que hubiese sido atropellado por aquella furia. No, no era mala persona y
ayudó a todo el mundo de la manera más generosa: en silencio. Aprendí el oficio
con él, como un padre y, una semana antes de morir, quizá lo presentía, dijo
que el taller debía ser mío, y lo cumplió: en el testamento me lo dejó, además
de su casa. Le vi feliz el día que me presentó a sus parientes en aquella
comida en primavera de 1938, sobre todo cuando me presentó a Claudia, que
entonces aun vivía en Italia con sus padres. Ahora entiendo porqué me dejó a mi
la casa y no a ella, que era su sobrina. Tenía la intención entonces de
adoptarme si morían mis padres, como ocurrió en 1945. Para entonces ya me había
casado con Claudia, daba lo mismo. Pero como todo lo que hacía, lo tenía
previsto todo. ¡Claudia!: ¿te acuerdas de que te enfadaste porque en la boda,
tu tío me hacía más caso a mí que a ti? Ya te lo dije: no era porque me
quisiera más, no; me dijo al oído que te cuidara y fuera buen marido que si no
vendría desde el Infierno con unas brasas a quemarme el culo. ¡Que hombre
monsieur Vincent! Como cuando echó de su casa a una partida de alemanes que
querían registrarla. No sé que les diría en alemán; lo aprendió en el campo de
prisioneros en la primera Gran Guerra; los alemanes de aquella partida se
fueron asustados. Llevaba en la mano la Medialuna de barro con la que se modela
platos y cuencos. Por su carácter me lo recordó luego al general Maurice
Challe, cuando estuve en Argel a su servicio. La guerra de la independencia fue
una tragedia para muchos de nosotros, esencialmente para los musulmanes
“harkis” que nos ayudaron en la lucha y que luego represaliaron. Pero mejor
olvidar todo eso. No siento ningún orgullo por haber estado allí. Se quejaron
los hijos de que no les contara nada de esa guerra… pero nada de lo que viví
era para recordar. Mis hijos… que pronto se fueron. Desde entonces solo con
Jules he podido sentir la alegría de vivir. Es un buen sobrino, o hijo, que
para mí los es. Seguro que madre estaría de acuerdo conmigo. ¡Madre!.. ¿dónde
estás madre? Ah, ya te oigo…te he hecho tu lebrillo con flores.
¿Cómo
esta mi tío doctor? Le
miraba el médico con gesto serio. Negó con la cabeza. ¡Pobre tío Armand! Mi tío… mi querido tío. Descansa tío… Le beso en
la frente antes de despedirse.
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