A las 8.20 del día 23 de septiembre se cumplía
el equinoccio. Es el día en que las
horas de la noche eran las mismas que del día. Había llegado a Pont-Aven y
abría la ventana del cuarto que ocupaba en la casa del nº 18 de Rue des Meunierès.
Mi abuelo me lo dijo en una ocasión: para
pintar debes aprender de los maestros, deberías estar cerca de ellos o, si no
puedes o están ya fallecidos, de los sitios donde estuvieron cuando pintaron
los cuadros en los que te ves más próximo. Decía esto cuando andábamos por
el paseo de la Argentina en el Parque del Retiro de Madrid. Siempre lo tuve en
cuenta. Así que cuando me cansé de estudiar lo que no quería, cuando terminé la
carrera de Letras que hice por tener algo más de ilustración, desoyendo lo que
me repetían mis padres, dejé de trabajar en su empresa, compré más cosas para
mi equipo de pintura hasta considerarlo completo (nunca lo está, bien es
verdad), me subí a mi querido Fiat Tipo y me vine a Francia. Conociendo el
abuelo cómo soy y cómo son mis padres, me dejó lo suficiente para poder vivir
con lo imprescindible si tener que depender de mis padres.
Salí a pasear por Pont-Aven y vi a
varias niñas que parecían las pequeñas bretonas de Gauguin, no llevaban el
traje típico pero jugaban entre ellas de manera parecida. La luz de sus trajes
y la de la hierba que ya empezaba a estar quemada, amarilleada por el frío,
trajeron la imagen del cuadro. No me había equivocado al venir aquí, mi abuelo
tenía razón. Sin embargo no tengo aún la fe necesaria para lograr una expresión
que conecte con el post-impresionismo expresionista de Paul Gauguin; ¿qué me
falta? –pensaba- no lo sé. Pues si lo supiera ya me habría aplicado en pintar
tal y como me gustaría, para conseguir lo que busco. A mediodía acabé en el restaurante Les Ajoncs d'or para comer, no me sentía con ganas para cocinar
en casa. Terminé amodorrado por los
vapores del vino, del licor que me sirvieron después y por el suculento maigret
de pato, que, unido a la nube de tabaco que me envolvía –no encontré mesa para
no fumadores- me puso en un estado de turbación general y sin embargo de
bienestar, que me animó a dar un paseo por la ribera del río. Parecía que
alguien me iba empujando, tal es así como sentía que el cuerpo se movía, más
allá de las fuerzas que ponía yo en las piernas para moverlo. Me apoyé en la
barandilla cerca de la gran rueda del molino, con la vista fija en el agua escurriendo
desde sus palas. Hacía fresco pero no me di cuenta que me estaba enfriando
hasta que noté un gran escalofrío y tiritona. Volví rápido hasta la casa donde
me hospedaba en Meunierès. Cuando llegué a la casa, desde la calle vi la cara
de un hombre con perilla y bigote, que me era conocido, que pasaba fugazmente
por la ventana de unos de los cuartos que ocupaba yo. Me preocupé. Subí hasta
mis habitaciones y no había nadie. Pregunté si había venido alguien preguntando
por mí y me dijeron que no. Tenía la
cabeza muy cargada y sentí calor ahora, cuando fui a refrescar la cara, me di
cuenta que tenía rojas las mejillas y los ojos brillaban casi lagrimeando:
tenía fiebre. Tomé una aspirina y me acosté. A la luz de la lámpara de la
mesita de noche empecé a leer donde lo había dejado Los Misterios de Marsella de Èmile Zola, en una vieja edición de
bolsillo de Bruguera. El capítulo: El señor Sauvaire, maese Ganapán. Cuando
llegué al momento en que conoce a Teresa Armanda, oí una voz de hombre que me
hablaba al oído: - Tienes que comprar
azul Prusia, con ese que tienes no vas a conseguir nada. Hazme caso: azul
Prusia. - Empecé a ponerme muy nervioso, temblaba de la fiebre y me sentí en ese momento totalmente desprotegido,
indefenso. Me levanté y empecé a dar vueltas por las dos habitaciones como si
fuera un animal encerrado. Asustado. Fui a beber agua, por si me tranquilizaba,
y algo hizo el agua que empecé a reflexionar y a tranquilizarme. Posiblemente
era un puro delirio ocasionado por la fiebre. No era la primera vez que me
pasaba algo así. Recordé que de niño tuve pesadillas que viví intensamente
hasta levantarme dando gritos de la cama, con más de cuarenta grados de fiebre
y después de haber estado una tarde entera viajando por los mares de Asia con
una novela de Salgari. Así pues, debía ser una mera alucinación. Conforme
parecía estar pero, sin darme cuenta, me vi de rodillas junto a la caja de
pinturas comprobando cual era el azul que estaba usando: era azul cobalto.
Tenía razón la voz que había oído, con ese color no podía llegar hasta las
luces que pretendía conseguir en Pont-Aven. Pero, ¿no había quedado en que era
una alucinación? ¿Que hacía yo allí llegando a conclusiones como si la voz
fuera real y me lo hubiera advertido? La verdad, estaba totalmente confundido y
con una inquietud que no era normal. La fiebre parecía remitir y el sueño y el
cansancio hizo el resto. Acabé rendido y dormido.
Oí voces desde la calle y abrí los
ojos, la ventana estaba cerrada pero desde su rendija veía las sombras de la
gente que pasaba proyectadas en el techo. Lo que decían no me llegaba con
claridad pero si pude distinguir las
palabras de un hombre con voz grave que le decía a otro: - Henry Bacon supo ver la luz de esta tierra, Gauguin lo entendió. Solo
hay que dar luz de alegría a la melancolía natural de Bretaña. ¿Color clave? No
lo sé, posiblemente otro que no sea el azul cobalto del Mediterráneo. – Lo
que le contestó el otro no llegué a entenderlo. Me levanté recuperado aunque
algo débil. Es precisamente esta debilidad la que me despierta la sensibilidad
para dibujar y pintar. Después de desayunar en la Creperie du Port cogí mis
bártulos y me dirigí a un prado cercano. Tomé un punto desde el que se veía
descender una muralla baja de piedras bordeando el camino que llegaba mas abajo
hacia la ribera del Aven. El olor de la trementina cuando la destapé y del
aceite de lino terminó de hacerme concentrar en el trabajo. Despacio, más de lo
habitual, fui desplegando los fondos con los colores vivos pero tamizados que
me pedía el cuadro. Septiembre se agotaba y la tranquilidad de Pont-Aven, mis
trabajos de pintura y la lejanía de mis viejos problemas con la familia, me
ayudaban a estar tranquilo, posiblemente feliz.
Volví a mis habitaciones de Meunierès y,
subiendo por la escalera, me vino una premonición, algo iba a pasar. Sentado en
el sillón de la habitación, con la vista puesta en el techo, pensando en cómo
iba a seguir el cuadro, y los próximos que pensaba hacer, los que fui
decidiendo por la ribera del Aven,
volvía a oír la misma voz que creí oír durante la fiebre pasada, la
misma voz grave que oí desde la calle cuando desperté, me llamó por mi nombre
y, esta vez en francés dijo claramente: -
Raul, je suis Paul Gauguin, donnez vous le feu de joie à la
mélancolie naturelle de Bretagne
. – Si, fue lo que hice: dar luz de alegría a la melancolía natural de Bretaña.
Tres meses después no me decidía cual de las tres ofertas de las tres galerías
de arte de Pont-Aven le daría el contrato de venta de los cuadros. Los querían
en Berlin y Nueva York.
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