A media tarde,
la brisa de poniente refrescó la sierra y la luz debilitada del sol hizo brillar las frondas del monte
bajo, con el verde fuerte, intenso y oscuro. Desde lejos se les oyó llegar. Graznaban
sin cesar y se sentía su cercanía por la intensidad de sus llamadas. Pasaron
muy cerca, con vuelo lo suficientemente bajo para ver sus plumajes tostado y
blanco y la formación en uve con las que
se desplazan. No era la primera vez que los veía Juan Crisóstomo. Pero si era
la primera que reparaba en ellos. No ha mucho que se fueron sus hermanos y sus padres,
de los que ya no podía decir como lo hacía de ellos, algún día volverán… Le habían dicho que los ánsares venían del norte de Europa, huyendo del frío; y
luego volverían en primavera. Pensaba
Criso –así le llamaban- que esos animales se habían pasado la noticia del viaje,
de padres a hijos, y lo hacían todos los años en cuanto se presentaban los
aires fríos y el sol cambia su aparecer y desaparecer por los mismos sitios. Un
día de septiembre, tal como éste, estuvo en la estación del ferrocarril de la
capital. Se juntaron esa tarde las lágrimas que se apresuraban por salir y la
carbonilla que traía el viento desde la máquina locomotora: su azufrado olor se unió con la amargura del
momento para aumentarla, el aliento se ensució hasta hacer el momento más
oscuro, más triste, con la inmensa sensación de despojo que le ocasionaba la
despedida de sus hermanos: se iban lejos, muy lejos. Luego le dijeron que donde
llegaron era una gran ciudad que se llamaba Estucar. Se lo escribieron bien con
las primaras cartas: era Stuttgart. En la estación, les subieron las maletas de
madera por la ventanilla. Poco pesaban, apenas ropa limpia, otros zapatos, una
pequeña bolsa de aseo y los documentos de trabajo aceptados. – Criso, ni te se ocurra olvidarnos; por eso
aunque cueste, escribe, ya sabes que eso, con un lapicero y un papel, nos llega,
lo que nos digas. Dínos todo, lo bueno y lo malo. Lejos vamos a estar más solos
si no recibimos noticias tuyas; si las recibimos, tendremos suerte, porque la
suerte acude cuando uno esta contento. Sabiendo de nuestro hermano, lo
estaremos. Sabes que te queremos, Criso. –Esto le dijo su hermano Damián,
que para contar las cosas siempre tenía soltura. Le miraban sus hermanos
Matilde y Rafael que no supieron decir palabra, atenazados como estaban con un
nudo en la garganta y una presión en el pecho. Sonreían, cuando querían llorar;
callaban, cuando querían hablar. Simplemente, no podían. Pensaba Criso que los
ánsares a lo mejor también se entristecían cuando dejaban sus tierras del
norte, donde habrían anidado, en los verdes prados, junto a un río, que entre
sus cañaverales encontraron lugar para defenderse de los depredadores. El ánsar
hace el cortejo con delicadeza y no le cuesta gran cosa hacer el nido: saben
cómo hacerlo. Los vio en las Tablas de Daimiel cuando fue una tarde a coger
cangrejos. Pensaba Criso que lo tenían en la sangre. Bueno, él no sabía que
esas cosas son así por la memoria genética. Como nosotros hacemos cosas que ya
aprendieron nuestros padres y abuelos. “Ha salido el chico al abuelo” dicen. No
salió, heredó de él su pericia por pura genética. Vio Criso al frente de la
formación en uve al macho guía, y con sus graznidos, coreados por los otros
toman el rumbo de todos los años. Los vio alejarse, como vio el tren de aquel
día, con una enorme nube de humo que se rebelaba con el viento ocultando parte
de la estación y en otros momentos al vagón donde iban sus hermanos, como en
una niebla. Era niebla también la que estaba detrás de ellos en la foto que se
hicieron delante de la factoría Daimler donde trabajaban los tres. Con los
monos puestos y sus caras sonriendo. Habían engordado, por las salchichas y la
cerveza, dijeron; su hermana, que había adelgazado, dijo en su carta que era
por la mucha comida que se metían en la barriga, pues es sabido que el estrés y
las preocupaciones tiran del apetito para comer más de los debido. Detrás del
lustre que parecían tener estaban los apuros para acomodarse en la vida de
Alemania. El idioma fue un problema hasta los años siguientes en que fueron
chapurreando y entendiéndose. A los tres años ya sabían de corrido hablar. A
los ánsares esto no se les presentaba nunca, pues un ánsar se entiende con los
otros estén donde estén, y vengan de donde vengan, de esa manera, si uno viene
de Islandia y otro de las Islas Británicas, se entienden igual. De esos sitios
y de otros le dijo un profesor que venían. Tampoco era un problema el hacer el
nido, pues no hay más patrimonio que el que les da regalado la naturaleza,
mientras que a sus hermanos bien que les costó comprar el primer piso, luego de
estar de alquiler casi una década. Eso sí ellos, como los ánsares, ya se
ocuparon de buscar pareja y dos de ellos, Matilde y Damián, encontraron su
pareja en la ciudad. Rafael se llevó a Sara, la novia de toda la vida, que
estaba esperándole en el pueblo. Los ánsares vuelven una y otra vez, todos los
años, con el mismo rigor que la naturaleza manda los fríos del Ártico en el
invierno y los calores del verano. Los hermanos, ya no volvieron. Desarraigo le
llaman: les cortan sus raíces. Solo ocasionalmente algún verano para darle una
vuelta a la familia, a la casa y para que sus hijos vieran con sus ojos los
lugares donde ellos se criaron y las costumbres que tenían en la infancia y
juventud. Criso, veía irse a los ánsares; oía cada vez más lejos sus graznidos,
que los devolvía la sierra como si en vez de una bandada hubiera más de una.
Cogió el zurrón y la cachava y de un
silbido, Cano, ladrando y corriendo, fue
moviendo las cabras y ovejas hacia abajo, antes de que las sombras se
hicieran con el valle. Iba rumiando para sí las preguntas que siempre se estuvo
haciendo, sobre si no se hubieran ido sus hermanos, que a lo mejor habrían salido
adelante, pero no, mejor vida les fue en Stuttgart, donde hicieron algo de
fortuna y les dieron estudios a sus hijos. Se decía también que la familia
siempre tendría que estar junta, pues juntos vivieron de chicos y en la primera
juventud y fueron felices, con poco, pero felices. Su madre, que no vió salir a
sus hijos en la estación porque ya se fue ella antes por una mala enfermedad en
la cabeza, y el padre que acabó en el
fondo de un pozo que estaban haciendo, por los gases que no se veían pero que
eran puro veneno. Por los gases y por su buen corazón que sabiéndolo, bajó a
por el chico de la Pura que cayó como una piedra al suelo sin poder decir lo
que pasaba. Llegó a su casa Criso y encerró el ganado en el corral. Salió su
chico a decirle que había llegado carta de su hermana. Le falto tiempo para
ponerse las gafas de ver, para leer que Damián se había ido con los padres.
Al día siguiente subió como siempre a
la sierra. A media tarde volvió a ver otra bandada de ánsares pasar. – Es la vida que empuja. No hay más que decir.
Y se despidió de Damián.
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