Con el calor del mes de agosto,
quebrantado como acostumbro estar, no sé si de sueño o de delirio sobrevenido,
suelo hasta ver, y vivir, con la casa que se solea en la falda del monte y
donde la cuadra queda cubierta por puerta vieja, con las nervaduras de la
madera bien vistas y enseñando sin pudor las pinturas que fueron, tiempo
ha, sus protectoras.
Abro y llega el olor del estiércol entre la paja del
suelo que le sirve de cama al rucio. Vuelve la cabeza y se empieza a remover,
posiblemente pensando en unos puñados de grano en la paja del pesebre, pero no
era para eso por lo que estaba allí. Lo desaté, bajé la manta y la albarda de
las vigas bajas, le ceñí la cincha y acomodé los serones sobre sus lomos. Como
ese cuento ya se lo sabía, no hice más que esto, y el borrico salió de la
cuadra solo y se puso frente a la columna a esperar el cubo de agua. Cuando
bebió, subí al asno y chasqueando la lengua salimos por la pequeña puerta
falsa. Agachando la cabeza, para no descalabrarme, hice esta, que fue mi última
reverencia del día, y apuramos el paso por la linde de la sierra. Allí arriba
estaba, cuando me despabilé la primera vez. Las siete, dije. Salté de la cama y
en media hora, después de la ducha y la taza del café con leche, corría a la
oficina. El frió de un abril invernal se clavaba como un cuchillo.
La luz del exterior quema la mitad de la mesa donde los expedientes
esperan. Uno, abierto con sus tripas secas de nerviosas letras yaciendo inertes,
alineadas. Por el pasillo pasan funcionarios, discuten con tranquilidad sobre
cómo resolver un problema al que ningún directivo quiere dar instrucciones, y sí
evasivas; repaso lo escrito en la pantalla: “…certificación necesaria del
Registro Civil que…
Miro al ordenador y
salto sorprendido: las 14.50. Tengo que irme, se me pasó la hora. En casa,
sentado después de comer, cierro los ojos con cansancio.
Despierto y las
ramas de la encina se mueven con un vientecillo de poniente. Vuelvo la cabeza y
el rucio sigue atado donde lo dejé, en la salida de la trocha, comiéndose las
hierbas de los bordes de la charca, próxima a la fuente, que borbotea más
arriba. Una abubilla me mira nerviosa vigilando mis movimientos y a mano tengo
la hoz con la que estuve cogiendo el esparto. Más arriba, se oyen las piedras
del suelo moverse, como si algo o alguien las hubiera desplazado. Pongo
atención y al repetirse varias veces con una cadencia parecida, lo tengo claro:
alguien viene. Miro al burro y, al verle tranquilo, comprendo que no debe ser
ninguna bestia, sino paisanos del molino de abajo, donde voy alguna vez para la
molienda fina, que preciso todos los años por el mes de abril. Las vecinas hacen
dulces del Santo, pero yo, que no me arrodillo desde hace más de cuarenta años,
solo rosquillos, no para celebrar sino para dar galguerías al cuerpo, que es
buena herencia que me dejó mi madre.
Mueven las ramas por
la trocha y aparece por ella uno de los chicos de Matacabras, el molinero. Saluda
con un gruñido y desaparece trocha abajo con el mismo alboroto que trajo.
Desato al pollino, cabreado con una moscarda a la que le sacude con los pelos
del rabo, y subo haciéndome hueco entre los haces de esparto que asoman por los
serones. Me ajusto la gorra de algodón blanco y pienso tomarme con tranquilidad
la vuelta. El paso del asno bajando de la sierra, me balancea mientras parlotea
un verdecillo y me va adormilando; cavilo sobre los planes de siembra para el
invierno y no descarto las coles de Bruselas. Doy cabezadas sabiendo que el
rucio nunca sabe a donde vamos, salvo para volver a la cuadra. No hay que
hacerle nada: sabe volver. Abro los ojos, siguen las ramas moviéndose con la
brisa, las de la higuera que me cubren en la siesta. Las tres. Y con el
saborcillo del ultimo rosquillo del postre. Sobre la mesa del patio, el
periódico y la bandeja con la taza del café exhausta. La televisión sigue
murmurando. Me trae al fresco lo que dicen.
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