En el cruce con las cuencas
de los pequeños ríos que confluyen al final de valle, sobre la loma roma en la
que hubo un prado fértil se encuentra Portabierta, cuyo nombre se debe a que
los caminos que llegaban y llegan desde las sierras terminaban juntos al final
del valle, allí mismo, abriendo al caminante las rutas del interior a su
derecha y del mar a su izquierda. Tierras de huida en las guerras del medioevo,
de costumbres añejas, y empeñada por religión vieja. Rica gente en artesanos de
toda industria, incluyendo alarifes que dejaron su impronta en caserones tan
sólidos como confortables y en recios puentes que aguantan los tiempos con la
misma cara de primitiva belleza y reciedumbre.
Una mañana de
enero, cuando las nubes de las cumbres bajaron hasta los prados, bajo los
castaños de la Fuente del Caño aún se oían cerca los gruñidos de los jabalíes
que terminaban de hozar entre las ribera del arroyuelo. Los petirrojos se
movían y chasqueaban las leñas de un fuego recién alumbrado por el chico del
guarnicionero. Andaba por allí cogiendo hierbas para vender en el mercado y no
se tomó prisa alguna para terminar su tarea. Rumiaba las palabras del último
capítulo que había leído del libro de Salgari que le regaló el albéitar cuando
vino a curar al buey viejo:
La joven era alta, de tez nacarada y sus cabellos, de oro
trigo, estaban recogidos en una larga trenza. Unos ojos grises iluminaban su
lindo rostro.
Al ver la carnicería de la cubierta, la
joven tuvo un gesto de espanto. Habló al corsario con altivez:— ¿Qué ha pasado,
caballero?—Un combate, señora. Un combate en el que ustedes perdieron. — ¿Quién
es usted? El corsario apartó su espada tinta en sangre y se quitó el
sombrero.—Emilio de Roccanera, señor de Ventimiglia. Pero se me conoce con otro
nombre —añadió. — ¿Cuál?—El Corsario Negro.
Miró hasta el
fondo de la umbría y sus pensamientos estaban ya fuera de allí. Levantó luego
los ojos e imaginó que en vez de pisar el suelo de un espeso mantillo húmedo,
estaba sobre el entarimado del bajel donde se disponía la acción.
Pero un ladrido
no muy lejano le sustrajo de su abstracción y le devolvió a la realidad. Las
ganas de escapar y salir al mundo le hicieron recordar cual era la vía más
probable.
Le contó el barbero que al
final del camino del francés, desviándose a la izquierda por la primera calzada
que se aparta, llegándose a la frontera, después de unas veinte leguas, se
puede ver el mar desde la última sierra que, bajándola, hace fácil el embarcar
para las Américas; allá, en el puertecico donde llegan los bajeles para tomar
aire y repuestos para mayor viaje. Los barcos, desde allí, toman vientos que
vienen fríos del norte y se abren unas jornadas después poco a poco, al
suroeste, así que después de la travesía,
en la que debe estar firme el timón
y horzar con tino, corrigiendo la deriva y dar la cara al oeste en
algunas semanas más, virando el timón luego al norte, se llega hasta la tierra
firme de un nuevo mundo que aparece dulcemente, como una amanecida tranquila.
Salió del soto de la fuente
y fue bajando hasta el pueblo por la trocha que se abre entre los zarzales. En
el cielo, encima de la encajonada salida del valle que daba razón al nombre de
la población, ciclópeas formaciones de nubes que llaman cumulonimbus de espesa
negrura amenazaban con una tempestad. Llego a su casa y cogiendo el llavín que
guardaba en el bolsillo bajo del calzón, abrió el portalón que seguía
rechinando al abrir y cerrar. En el rellano de la entarimada escalera se oyó el
primer y lejano trueno acompañado de la brisa que empezaba a levantar. Hizo su
escaso equipaje que guardó en la bolsa vieja de fuelle. No olvidó la carta que
guardaba que le entregó su padre antes de irse, el retrato de su madre, y la
partida de nacimiento arrugada que tenía desde que le hizo falta para ingresar
en el bachiller, eran los tiempos en que había que demostrar que se estaba vivo
para poder hacerlo. Una muda y otro par de zapatos cerraban el contenido de la
bolsa. Dejó una carta en la mesa del comedor y subiendo el pulso con la cadencia
del reloj de pared miró en derredor, como si quisiera guardar en la memoria
cuantos objetos había en la casa, y con un suspiro clandestino salió de la casa
cogiendo el camino del valle. Al frente le esperaba la tempestad que se cerraba
aún más y anochecían la tarde antes de su hora.
Cuando llegó a Petiport
todas sus gentes estaban recogidas dentro de las pocas casas que tiene.
Humeaban las chimeneas y hasta los perros se habían recogido por la tormenta.
El poncho de hule viejo que llevaba chorreaba por la intensa lluvia pero aun
impedía que se mojara el cuerpo. Dio tres vueltas y al fin oyó que en una casa
un grupo de personas estaban dando risotadas. Se asomó a la ventana y pese a lo
sucio que estaba el cristal pudo comprobar que allí debía haber una cantina.
Pasó dentro y todos se le quedaron mirando con curiosidad. Pregunto si daban
alojamiento y el hombre que llevaba aquello de dijo que por dos monedas de a
cinco le daba cama y cena. Aceptó la propuesta
y se sentó en la mesa cercana a unos hombres que parecían marineros. Al
momento el cantinero le sirvió sin pedirlo una jarra de vino caliente con un
trozo de longaniza. Aprovechó la ocasión para preguntar si sabia de algún barco
que fuera para las Americas y, al parecer, los que tenía al lado eran parte de
la tripulación de un barco que partía al día siguiente rumbo a Santiago de
Cuba. Sin presentarse siquiera les preguntó:
-¿Puedo irme con ustedes en
su barco?
El más viejo le dijo:
- Acho que se
vendríale ben, capitão quer um menino, aquele que tinha, foi em Portocovo com
febre. Amanhã, às cinco horas vê o barco e perguntou.
Al día siguiente, sin mucho
dormir y mucho cavilar, llegó hasta el puerto a las cinco, amaneciendo y desde
el barco un hombre con barba crecida y canosa le dijo nada mas verle:
-Si eres tu el que quieres
venir de grumete, agora mesmo puedes subir rápido, mucho hay que facer.
Soltaron de sus amarras las
enormes velas de fuerte lienzo engrasado, ayudando él a soltar la vela de popa
llamada cangreja para ir cogiendo oficio con los marineros. Mientras esto
hacia, sintió que las ganas de vivir le volvían crecidas. Pensó en lo que
dejaba y en todo lo que le esperaba en un nuevo mundo.
Con los primeros crujidos
de las cuadernas el barco se fue alejando por la costa como se aleja el día antes
de poder vivirlo. Volvió a lloviznar, su cara estaba mojada y roja por la brisa
fría del día que alumbraba. Apenas se podía distinguir ya si lloraba o no.
(Publicado en el periódico " La Tribuna de Ciudad Real el 25 de mayo de 2013)
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