Alzó los brazos,
como las alas de la Victoria de Samotracia y con sus ágiles manos se cogió la
larga melena y le dio varias vueltas, doblándola sobre si y con dos giros de
goma, la recogió en un moño, en el que algunos mechones quedaron graciosamente
sueltos. Entonces se dio la vuelta, y apartando sus gafas de sol se iluminaron
dos hermosos ojos verdes, con los que miró en derredor escudriñando el
contorno. Parecía no verme, pero con su mirada al frente, comprendí que me
estaba estudiando con el límite de su visión. Hice la prueba del nueve: con las
manos simulé unos prismáticos e insistí en mirarla. Sonrió sin poder contenerse
y volviendo la cara me miró complaciente. Con la boca, deletreé con gesto mudo:
¡hola!.. y ella, sonriendo, contestó con la misma forma: ¡hola!.. Nos
presentamos, se llamaba Clara y, con unas cervezas de por medio, contamos
nuestras cosas.
Le dije que
hacía mucho que no volvía por la ciudad. Por necesidades de trabajo y otras
menos eludibles, fui a vivir a Roma donde estuve en un pequeño apartamento en
la vía Borgognona tres años, documentándome sobre Cavour y escribiendo todos
los días, hasta acabar dos novelas y una docena de relatos, además de algunas
colaboraciones en prensa. Sin embargo llegó un momento en que necesité
documentarme y fui a Viena. Encontré un apartamento no muy lejos de la catedral
de San Esteban que compartí con Lukas, un reportero que andaba siempre de viaje
por los conflictos de Oriente Medio. Allí seguía escribiendo hasta que llegaba
la hora de comer o cenar, y después, grandes paseos tomando notas para luego
escribir.
Aunque me hacía
feliz ir a los conciertos de la Filarmónica y a un pequeño bar de la Franziskanerplatz, el Kleines Café, donde paseaba por el
mundo sin moverme de la mesa, junto a una jarra de cerveza o un café, no vi
suficiente motivo para quedarme junto a mi pareja, Monika,
que compartió conmigo muchas cosas, tristes y alegres pero nunca se mostró
propicia a que llegáramos a hacer la vida juntos. Algo en su vida la tenía en
reserva y eso siempre termina distanciando a cualquier relación. Luego,
cuando me vine, me enteré que no trabajaba en una agencia de viajes, sino
en la BVT, Oficina Federal de Protección de la Constitución y de Lucha contra
el Terrorismo. Con un beso me despedí de ella y de sus secretos. Ahora, dudo si
se interesó por mí, o por seguir de cerca de mi compañero reportero, por sus
viajes en el exterior.
Clara me estuvo
contando que venía de llevar una documentación a Copenhague, para lo que su
jefe, un capitoste vasco que era dueño de varias revistas técnicas, le alquiló
un coche sueco que iba como un reloj. Todo le iba bien hasta que en Francia, en
la rue Guillaumin de Limoges, cerca del Pont Neuf, tuvo un mal encuentro con
unos desconocidos que bajo la excusa de preguntar por el centro, le asaltaron y
se llevaron el bolso con las llaves y la documentación personal. Los documentos
de la empresa que llevaba los había dejado en el hotel, en la caja fuerte de la
habitación. En el consulado le dieron una documentación provisional pero el
funcionario que la atendió le hizo un interrogatorio, como si fuera ella
culpable de un supuesto de espionaje industrial y, los que se llevaron sus
cosas, unos turistas. Llamó a la central de su empresa en Madrid y le
comentaron que desde Copenhague debía llegar hasta Dusseldorf en Renania
–Westfalia y entregar lo que le dieran en Copenhague. El alquiler del coche ya
lo habían ampliado y debía entregarlo allí. Por el viaje, se enteró de la
muerte de su tía Julia, de Las Rozas. Recordó que le había dicho que todo su
patrimonio se lo iba a dejar a ella. No le hizo mucho caso, porque lo mas que
conocía de ese patrimonio era un pequeño chalet con un corralito detrás, donde
criaba gallinas Legorn, blancas como la leche, muy ponedoras y otras Rhode
Island, de plumaje cobrizo, que se destinaban para carne. Cuando le llamó un
abogado que hacia de albacea, le dijo que su tía tenía 54 millones de euros en
valores de bolsa, que había ido negociando desde que heredó unas acciones de su
abuelo de Bilbao, de los aceros especiales. Así pues, supo que cuando entregara
el paquete en Dusseldorf, habría que irse para Madrid.
Cuando le
pregunté si no le cansaba tanto viaje y con tanto estrés, me dijo: - No, si
todo esto que te he contado me lo acabo de inventar. He leído muchas cosas
tuyas, y lo hice para que veas que también tengo imaginación y tengo
materia para escribir, espero que me ayudes a mejorar. Vengo de vacaciones a
ver a mis tíos (decía esto mientras se quitaba las lentillas alumbrando dos
enormes ojos negros que antes eran verdes). He dejado mis colaboraciones con la
revista en la que trabajo y voy a tomarme un año sabático. -¿Y puedes
permitírtelo? – Ah, claro, lo de las gallinas y los millones es verdad, y ya
los cobré. Por cierto, ¿te vienes a Praga? Pago yo. (¿Quien le dice que no a
unos enormes ojos negros? Me dije).
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