Daban las cinco y media en su reloj; cuando terminó de
darle cuerda, acabó el desayuno que le había preparado Antonina. Muy fuerte para
su estómago, castigado por los últimos trastornos ocasionados por su extrema
preocupación por la situación social y familiar. Los huevos habían pasado bien
pero el prosciutto se hizo resistir y allí se quedó en el plato de la vajilla
de Capodimonte, haciéndose lugar entre sus flores estampadas. Entró el mozo y
le dio el aviso que el coche ya estaba dispuesto. Poco después se deslizaba
ladera abajo hacia los campos de cereal dorados por el sol y ahora sonrosados
por las luces del alba. El coche se ceñía bien a las curvas pero tenia la
suspensión mas dura que antes. Le habían puesto las ballestas nuevas y aun no
tenían la suficiente flexibilidad. Un halcón
peregrino se hizo notar con su chillido y la sierra se encargó de repetirlo
unas cuantas veces. Miró a la escopeta y la volvió a repasar. Los pistones
corrían bien y estaba limpia. Una buena escopeta de dos pistones, inglesa,
regalo del primo Cármine, en su parada en puerto, donde la compró.
Meditaba sobre las últimas noticias que llegaron de
Caserta. Y la tensión que había en el pueblo con una creciente opinión
favorable a la revuelta republicana de Garibaldi. Notaba que la gente le
contestaba mal y ya habían roto los cristales de su casa tres veces. Pese a
haber sido respetado hasta entonces, la airada y despótica respuesta de algunos
terratenientes y miembros de la nobleza, nerviosos, cuando se enteraron que
había entre ellos un “tapado”, habían levantado una contestación de los
jornaleros y comerciantes que no auguraba nada bueno para él y su familia, al
que encuadraban con todos los señores de la comarca. Pero él no podía significarse, tendría que
callar, pasara lo que pasara.
De improviso
oyó al cochero decirle: ¡don Calogero, vienen dos por la vereda y armados! El
le contestó con tranquilidad:
-Tu, a lo tuyo
muchacho, ya me encargo yo de esto.
Asomó la cabeza por la ventanilla y los que venían
llevaban las armas al hombro y se dirigían hacia el coche. En unos minutos se
plantaron delante de los caballos y obligaron a parar. Uno de ellos cogió a las
bestias por el bocado, sujetándolas con fuerza. Entonces don Calogero, asomó la
cabeza y les dijo con tranquilidad: Id con paz muchachos, dejad paso que llevo
prisa. Tengo asuntos urgentes en Caserta. ¿Qué es lo que queréis? Entonces, el
que sujetaba los caballos los soltó, haciendo una señal a otro para que los
sujetara y quitándose la gorra se acercó al coche.
-Don Calogero –dijo- me han dado instrucciones de que
no salga nadie de la comarca, no puedo dejarle pasar. Vuélvase y quédese
tranquilo en su casa.
- ¿Instrucciones? ¿Qué instrucciones? ¿Y de quien?
¿Para qué?, ¿Con qué fin? –dijo el caballero elevando la voz y haciendo notar
que su enfado iba subiendo.
- No me han autorizado a dar explicaciones, don
Calogero, pero seguro que se las darán, cuando sepan que esta su señoría en el
pueblo.
- Mira muchacho, ¿como te llamas? – Ambrosio, señoría.
– Pues mira Ambrosio, yo tengo que pasar, no puedo perder un asunto urgente en
Caserta, y pueden ocurrir dos cosas: una,
que me dejes pasar y nadie sabrá que has incumplido tus obligaciones, o,
segunda, que pase y tenga que daros dos golpes de pistón a los dos, con lo que seréis
vosotros los que lamentareis el encuentro.
Diciendo esto, Ambrosio echó manos de su escopeta y,
antes de que terminara de ponerla en posición de apuntar, ya tenía el cañón de
la escopeta del caballero delante de sus narices. En un abrir y cerrar de ojos
el cochero había atado a los dos y los llevaba hasta una encina cercana donde
los ató fuertemente, de manera que los vieran los del pueblo cuando pasaran.
- Más vale que os inventéis una buena historia –les
dijo- y que sea de bandidos, porque, si no es así, os van a coser a palos los
cretinos que os han puesto en este aprieto. Y, ah, debéis saber, que en Caserta
me encargaré de que os expliquen que no todos los señoriítos somos monárquicos. Y, por eso mismo, es por los que
estáis vivos. La revuelta tiene muchos detrás, y acabaremos venciendo. ¡Ale
chico, dale a los caballos y arreando, que llevamos retraso!
En las calles de Annunciata se comentó al día
siguiente el incidente de los dos hijos de Baldassare con unos bandidos. La
semana siguiente marcharon los dos a Caserta a prestar servicio en las milicias
de Garibaldi. Allí se encontraron con don Calogero, como comandante encargado
de la intendencia del ejercito y responsable de que las fuerzas no tuvieran
contratiempo alguno. Ambrosio y su hermano se pusieron lívidos al verle, hasta
que les dijo: Qué, muchachos, ¿se os pasó ya el susto de los bandidos?
Pues nada, cuidaros, que ya se sabe que por los
caminos anda mucha mala gente…
No hay comentarios:
Publicar un comentario