Ha llegado una carta certificada para el jefe, dijo la chica
de la entrada a Manolo, secretario de
Alberto Baufontaine, el abogado del bufete de la planta 21. Se volvió hacia el
mostrador y cogió la carta que le ofrecía. – ¿Cómo te llamabas? –Gema. Contestó.
– Gracias Gema. La sonrió mostrando algo más que agradecimiento. Estudió el
sobre mientras subía en el ascensor y cuando llegó al despacho ya sabía la
mínima información para su jefe. Alberto, tienes una carta –dijo nada mas
entrar- me parece que es de un notario de Ciudad Real. ¿No es allí donde vivía
tu abuelo?- Claro- contestó- te he contado un montón de veces, cómo estuve
viviendo con él casi diez años. Justo el tiempo que estuvieron mis padres en Australia,
cuando destinaron a mi padre a la Embajada en Canberra. Los muy cabritos
pensaron que debía hacer primaria y bachiller en España y me dejaron con mi
abuelo. A ver, dámela.- Abrió el sobre y después de leerla se quedó mirando al
infinito, pálido, con la carta suspendida de la mano y sin decir palabra. –Qué
pasa, le dijo Manolo. –Mi abuelo Achille, se murió hace quince días y nadie me
lo ha dicho. Un notario me comunica que me ha dejado su casa y una caja con
cosas personales. Debo ir allí enseguida.
Por la tarde cogió el tren y, en una hora y cuarto, estaba en
la notaría hablando con el notario. Era también el albacea nombrado por
Achille, por lo que le dio la llave de la casa, un sobre con una carta y un pequeño cuadro con un escudo heráldico en
el que se veía tres hojas de mirto y una pluma de ave blanca, abajo se leía en
francés: Sous dalle, sauvé de l'obscurité. Recordó que esas palabras las
repetía su abuelo muchas veces y le contó que su padre, el bisabuelo de
Alberto, Alexandre, le había contado a su vez que, tras ellas, estaba el mejor
tesoro para un Baufontaine. El abuelo Achille se pasó la vida intentando
descifrar en que podía consistir el mensaje del lema familiar y nunca lo
consiguió. Al llegar a la casa, los recuerdos de la infancia se le agolparon.
Se fue derecho al despacho de su abuelo, donde al parecer estaba la caja con
los objetos personales, según lo dicho por el notario. En la caja, además de
las gafas de su abuelo, un pequeño paquete envuelto con papel amarillo por el
tiempo, que contenía todas las cartas que Alberto le había mandado en los
últimos años, las plumas estilográficas y el reloj de bolsillo, había varios
cuadernos en los que había estado haciendo sus anotaciones en su investigación
del significado del lema. El abuelo Achille había levantado todas las baldosas
de la casa y no encontró nada. Pensó el hombre que la palabra “dalle” se
refería a “baldosa”. Incluso, según constaba allí, había levantado las del
panteón familiar en el cementerio, pero sin ningún resultado. Cansado, se sentó
Alberto en el diván del salón y pensando en todo; al poco rato se tumbó de lado
y se empezó a dormir. Pasaron por su memoria todos los momentos mejores de su
infancia, entre los que recordaba las noches de agosto, en el patio grande,
tumbados en las hamacas, viendo las estrellas. Todas las constelaciones se las
sabía de memoria por que se las había enseñado él. Recordó con claridad las
comidas en el patio en primavera y verano bajo el toldo, así como lo pesado que
se ponía él preguntando al abuelo Achille
qué había bajo la losa del rincón, la que tenía una argolla de hierro en el
centro. Decía el abuelo que era una de las cuevas como las que hay en la Mancha
en todos los pueblos y ciudades. Su padre, el bisabuelo, le había dicho que
estaba inundada de las aguas subterráneas y contaminadas por las tuberías de
aguas sucias. De manera súbita pensó:
¡bajo la losa! “Salle” ¡no se refiere en
este caso a baldosa, sino a losa! Saltó del diván y cogió el móvil. Llamó
enseguida a un albañil y por la mañana allí estaba con un ayudante despegando
la losa y, con una palanca, levantando la enorme losa de piedra. Una vez
abierta, un olor de pesada humedad subió desde las profundidades de la cueva. No
había agua hasta arriba como le contaron al abuelo. Bajaron por la escalera,
iluminándose con unas linternas y a diez metros del pie de la escalera se abría
una enorme sala con estantes de obra llenos de telarañas. Se podía ver de todas
maneras lo que había en los estantes, todos llenos de unas tinajas de barro
tapadas con sus tapas de barro, selladas con cera y lacre. Habría unas
doscientas tinajas de un metro y medio de altas. Por un momento se acordó del
cuento de Aladino, pero aquello era muy real. Pensando en la seguridad, les
dijo a los albañiles que ya había encontrado la bodeguilla de vino viejo de sus
antepasados, subió con ellos al patio,
les pagó y se despidió de ellos. Llamó a Manolo, su secretario, para que viniera cuanto
antes para ayudarle. Cuando estuvo solo
bajo a la cueva, abrió la primera tinaja. Dentro había libros, treinta y un
libros. Eran de los siglos XVI, XVII, XVIII y XIX. Todos ellos estaban el en Index
Librorum Prohibitorum, también llamado Index expurgatorius. La tinaja
contenía Las Lettres persannes de Montesquieu, la Opera pósthuma
de Spinoza, publicada en 1667, las Pensees de Pascal, los Ensayos
de Michel de Montaigne, las Meditaciones metafísicas de Descartes y otros
muchos, todos en aceptable buen estado, al haber estado en las tinajas cerradas
herméticamente y protegidos por el barro con
su vidriado del interior y la cera de la tapa, también de barro vidriado
por su parte interna.
Cuando llegó el secretario, hicieron recopilación de todos y resultó
una biblioteca de 6.076 libros, todos ellos auténticas joyas y algunos de
ediciones perdidas. Se hacia cierta la frase del lema en francés de la familia,
cuya traducción era: Bajo la losa, salvados de la oscuridad. Tenía razón
Achille, era el mejor tesoro para un Baufontaine.
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 15/6/2013).
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 15/6/2013).
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