Hubo una vez un checo, escritor, que tenía una preferencia
permanente por estar detrás de una ventana, de una puerta acristalada, o tras cualquier cristal, que lo tenía esto con
afición como quien tiene una invisible protección; pues sentía en ello la
tranquilidad que buscaba siempre. Esa manía, que era como cualquier otra, de
las que tenemos los demás, vamos, era lo que los psiquiatras llaman neurosis.
La frustración, el abandono, puede hacer estragos en cualquiera y para Thomas
Novàk era una realidad con la que había
aprendido a convivir. Pasaba las horas muertas en el alfeizar interior de la
ventana de su estudio, sentado, con un libro en la mano, un lápiz en la otra y
la cabeza llena de todo un mundo de pensamientos, recuerdos, experiencias y
algunas, por qué no decirlo, desgraciadas. De su casa salía, si, pero las más
de las veces, y dejando aparte los ratos de las compras y compromisos varios,
pasaba largo tiempo en la céntrica Kavàrna Slavia (Cafetería Slavia). Nada más
entrar, llegaba el intenso olor de la bollería recién hecha. Olor que le envolvía
en su permanencia en una mesa que ocupaba siempre, junto al amplio ventanal que
daba al exterior. Veía a la gente pasar por la calle, algunos le miraban con
una cierta curiosidad, Él veía pasar las estaciones, la nieve, la lluvia, los
brotes de los árboles en primavera, y le parecía oír desde allí el rumor de la
corriente del Moldava, cuando se abrían los ventanales al ambiente exterior.
Desde aquella mesa escribía en un cuaderno todos sus escritos, a mano, con una
pluma estilográfica sencilla, una Parker semejante a otra que le había regalado
su amigo Franz y que le fue robada en la calle. Él, sabía de la extraña
cualidad que había adquirido su segunda pluma: no se le acababa la tinta nunca,
por más que escribiera y pasara el tiempo. Eso venía ocurriendo, precisamente, desde
que se había quedado solo. Nunca le confesó la extraña cualidad de la pluma a
nadie. No le iban a creer. Con la pluma
se adentraba en otras vidas, otros ambientes, otros mundos, sacados de su
imaginación, de su interior que era lo más fértil que retenía y de todo ello
múltiples historias, narraciones, relatos en resumen. Sus escritos salían en el
periódico Právo, todos los jueves, y eran seguidos con interés por gran parte
de los lectores habituales. Precisamente eran sus escritos los que le mantenían
con el ánimo firme y le servían para pasar de un día a otro con gran dignidad.
Un día, cuando estaba en la mesa de la cafetería escribiendo,
se acercó un niño de unos cinco años, con cara de listo. Se puso a su lado y
preguntó: - ¿que es lo que estás escribiendo? Thomas contestó – Un
relato. -¿Y eso que es? – Es como
un cuento. ¿Sabes? Todos los jueves hago un cuento para que lo lean los lectores
del periódico Právo. Me gusta hacerlo. – ¿Pero siempre lo haces con esa pluma? –
Si. Además, te voy a contar un secreto (y se le acercó al oído del niño
hablándole en voz baja) - Esta pluma es mágica. Nunca se le acaba la tinta y
parece que quiere que siga escribiendo. ¿Sabes? – Bueno… pues estarás contento
¿no? Sentenció el chico. – Claro, por eso sigo y sigo escribiendo.
El chico se fue con sus padres, desde
donde le hizo una señal de despedida con la mano.
Así siguió con sus escritos Thomas todos los días, pero, dos
meses después, cuando iba a escribir en
la mesa del Slavia, la pluma hizo un trazo apenas completo hasta que no sirvió
para escribir. La tinta, parecía haberse terminado. La abrió y efectivamente,
el depósito de tinta, que siempre aparecía lleno ahora estaba totalmente vacío.
Media hora más tarde estaba Thomas quieto. Con un brazo
cruzado y el otro sujetándose la cara y barbilla en actitud pensativa. La
mirada fija hacia abajo e inmóvil. Una hora después vino una ambulancia y se lo
llevó. No había nada que hacer. Había fallecido y lo llevaron directamente a la
sección forense del hospital más cercano. Nadie, salvo los compañeros del
periódico, le hicieron compañía y su presencia acabó con una reseña en el Právo
en el que se hacían eco del lamentable suceso y comunicaban el fin de los
relatos del jueves.
Un mes después, los camareros de la cafetería se dieron
cuenta de un hecho que los tuvo intrigados. A la hora en que Thomas solía ir al
Slavia a escribir, ningún cliente de los que llegaban se quería sentar en la
mesa. Hacían intención de hacerlo pero se iban a otra o se marchaban
directamente. Alguien dijo que hacía mucho frió allí. Lo cierto es que, cuando
terminaba el tiempo en que solía estar Thomas en aquella mesa, se pasaba ese
extraño efecto y los clientes se sentaban sin problemas.
Así estaban las cosas en el Slavia hasta que una camarera
observó una excepción al extraño fenómeno. Una mañana, a esa hora, una mujer
joven se sentó en la mesa y, aunque hizo gestos de tener frío, permaneció en
él, donde pidió un café con leche, que le sirvieron. La camarera contó que la
estuvo observando, junto con una compañera de la barra a la que avisó del
hecho, y vio como la mujer, asentía varias veces con la cabeza y también hacía el
gesto de negar de igual manera, como si estuviera en una muda conversación con
alguien. Cuando negó la primera vez, las lágrimas le llenaron los ojos que tuvo
que secarse con un pañuelo. Cuando se cumplió el tiempo que normalmente
permanecía Thomas en aquella mesa, la mujer se levantó y se fue.
Desde ese día los clientes ocuparon la mesa vacante con toda
normalidad y los camareros dejaron de inquietarse. Aun cuentan el suceso,
aunque pocos lo creen.
(Publicado en La Tribuna de Ciudad Real el 18de enero de 2014)
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