Abrió Johannes (Hans para los amigos y familia) la puerta y
se quitó la cazadora que llevaba puesta, dejándola en el armario. En el pasillo
se paró, como hacía siempre, delante de un cuadro pequeño en el que había una
fotografía suya, a los treinta años, con su madre. Siempre se quedaba un rato
pensando en ese momento, congelado en el tiempo, y en la vida que tuvo con
ella. Fue en su casa de Baviera. Aquel enorme caserón del siglo XVIII, de sólidos
muros, con ventanales amplios desde donde se veían los valles del entorno de Bad
Wörishofen. Ahora, en su casa, tenía algunas cosas que trajo de allí: Unos
apuntes de Johann von Aachen, que dieron lugar a algunos de sus cuadros
de motivos mitológicos, “Júpiter y Calixto”; “Baco, Ceres y Cupido” y
algunos otros. De la casa también trajo edredones de plumón que llenaban las
camas en invierno de una elevada altura
como si estuvieran preñadas. Su afición a la pintura se veía en todas las
paredes del enorme piso, que antes fueron tres, de la última planta de un
bloque de ocho. Recorriendo las paredes
del apartamento se puede hacer un viaje por los garitos de jazz de Nueva York,
de Dublín o por las cafeterías de la ciudad, donde hizo apuntes de todos y de
todo, a lápiz. Allí estaban y en su estudio la mayoría. Tenía una terraza
exterior desde donde se veían, los
cerros próximos, el amanecer y el anochecer. Observatorio de astros en las
noches de verano, con el olor de los macizos de Dondiego de noche, en
los grandes maceteros, y que volvían a
salir siempre en Primavera, junto con los múltiples geranios que cuidaba con
gran esmero, salvándoles de los nematodos.
Era su refugio personal, lleno de alfombras iraníes, muebles antiguos de
exquisita calidad y gusto, de maderas nobles, unos heredados y otros comprados
en una pequeña tienda anticuario de Madrid, cercana a la Castellana. Destacaba
en el salón una gran librería larga, cargada de libros y recuerdos de su
infancia que le hacían la vida más agradable. Salía por la mañana a dar una
vuelta por el centro de la ciudad, compraba el periódico, revisaba sus cuentas
en los bancos y terminaba en una cafetería muy antigua, de final del siglo XIX
que se había salvado de los desmanes de los gestores del siglo XX. Luego,
recogía sus cosas y volvía a su apartamento, el enorme piso, oculto para todo
el mundo que no fuera alguno de sus vecinos, en las afueras de la ciudad. Como
ya contaba al principio, nada mas abrir la puerta y dejar sus cosas, se
entretenía en el cuadro con la foto con su madre que tenía en el pasillo de
entrada. Él tenía en la mano una carpeta de cartón en la que, con una lupa, se
podía leer en alemán: Fonds. Luego esperaba sentado leyendo en el salón,
hasta que, llegando Sonia, la chica que
limpiaba el apartamento, se retiraba al estudio, y de allí al salón, cuando
llegaba a limpiarlo en su ruta.
Pensaba Hans en ese
día de febrero, que se le antojaba haber detectado un cierto olor a primavera.
Algo así, o una leve euforia que creía se le estaba despertando. Miró desde el
ventanal hacia el horizonte, los cerros y el color que veía en el cielo
pareciera realmente el despertar de la Primavera. Luz brillante, aromas que
llegaban desde la terraza, propios de aceites esenciales y resinas que
desprenden las aromáticas y los frutales al romper en yemas tiernas y
pujantes. Se quedó sentado en su sillón,
entornó los párpados y empezó a pensar
en todas las primaveras que vivió en Bad Wörishofen. Recorrió con sus
recuerdos, que parecían cobrar vida y color, los caminos de la montaña, plenos
de de flores de los groselleros, de las de fresas en los taludes de las pendientes,
junto al camino, de las tiernas plantas que cogería mas tarde de Caryllopheaceae,
que tan buenas están en los revueltos, o a la crema. Parecidas a las que en
estas tierras llaman collejas. Parecía oír los broncos rumores de los arroyos
con el deshielo, precipitándose valle abajo, con truchas haciendo su vida en las
aguas frías. Y alguna nutria o visón,
intentando salir a por las truchas. Caminos sorteando las heces de las vacas, unas recientes,
otras secas. Imaginó el cruce de alguna jineta, o quizá mangosta en
rápido desplazamiento, posiblemente enfebrecida con tareas de caza. Recordó los encuentros con los paisanos, de
buena conversación, y con los que aprendía mucho. Profesores destacados de la
naturaleza en aquellos parajes. Sonreía y se volvía a recrear los días en que
saldría hacia su casa, después de dejar el ejército, aun con el uniforme
puesto, cansado, con la bolsa de lona llena de sencillos recuerdos que traía
del servicio, y fotos de algunos compañeros con los que habría quedado y que
nunca volvería a ver. Siempre pensó que salir de una pesadilla es motivo bueno
para sonreír y dejar que un momento de felicidad inunde el cuerpo. Su padre,
que vivió la primera gran guerra, le recomendó que, antes de irse de casa a
servir a la patria, guardara en la bodega, bajo los anchos muros, lo mas
esencial para volver a vivir sin apuros, si es que algún día lo hacía. Así lo
hizo. Bajo el suelo de la ultima pieza de la bodega, donde estaba una tinaja de
vino, entre varios estantes llenos de botellas vacías, las llamadas Bookesbeutel, mandó hacer un
depósito para un motor, -según dijo al albañil que lo hizo-, y para los fondos
de reserva que le recomendó su padre, realmente. Metió varios lingotes de oro y
plata y algunos fajos de las acciones de Bayer guardadas en una caja de
hojalata, sellada con cera. Cerró el suelo con las mismas losas de piedra que
tenían y allí quedó. Volvió a sonreír y
cerró los ojos, somnoliento.
Cuando empezó a coger el sueño, se oyó que abrían la puerta.
Entraba su hija con los niños. Así les llamaba él. Uno de ellos, Franz, se
quedó mirando el cuadro de la fotografía y pasado un momento dijo en voz alta: -Mamá,
este de la foto es el abuelo ¿no? - Si. Dijo su madre. -Murió en
1943 no? - Si. En el frente. -¿Que era eso del fondo que nos contabas
cuando éramos pequeños? -Bueno, una cosa que me dijo la abuela cuando yo
era muy niña, él había escondido un
fondo para que le sirviera a la familia después de la guerra, si es que
empezaba, como así fue. Nunca dijo donde
estaba y no se si realmente lo hizo. No nos hizo falta. Las tierras de lúpulo nos han dado para vivir bien siempre. - Pues
me parece que ya se donde puede estar ese fondo. Llegó su madre y él,
señalando con el dedo a la carpeta, le acercó una lupa y, cuando lo vio su
madre, se miraron con cara de enorme sorpresa y nerviosismo.- Franz, yo he
visto esa carpeta en la casa de Bad Wörishofen…
Hans les miraba sonriendo desde el salón y pensó: ya quedo
tranquilo. Dejó de reproducir su vida imaginada y no volvió más al
apartamento. Parece ser que está en Bad Wörishofen.
(Publicado en el periódico "La Tribuna de Ciudad Real" el 25 de enero de 2014)
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