Se levantó Patxi muy temprano, no habían dado las cinco y,
como era normal, aún no había amanecido. Se levantó más alegre de lo normal
porque su viaje era para estar tres días con su novia en Ustés. Ya había
concertado por carta el día y tenía
asegurado el alojamiento. Encendió la lumbre y se hizo unos huevos fritos a los
que dio cuenta con un buen trozo de chorizo y un vaso de leche caliente para
terminar. Aun sus padres no se habían levantado, aunque su madre ya se removía
preparándose para empezar la jornada con el ordeño. El mes de diciembre había
venido irregular, no trajo apenas frío, en las últimas semanas había hecho muy
buen tiempo y en las mañanas, una vez levantada la niebla, el sol calentaba lo
suficiente para no sentir frío. Se despidió de su madre y dejó a su padre
dormir. Se despidió la noche anterior y no le pareció bueno despertarle tan
temprano, aunque no tardaría en hacerlo. En la cuadra le dio agua a la mula, le
puso la silla con unas mantas y la funda de la carabina, donde metió esta una
vez que comprobó que llevaba suficiente munición.
Salió de Elkoaz a las seis menos cuarto, y cogió el camino
abajo por el valle de Urraúl. A las siete menos cuarto se desvió hacia el este
adentrándose en la montaña cerrada. Cuando empezó a amanecer, estaba en la
mitad del viaje hasta Gallués donde pasaría la noche. Un piquitureto cantaba al
borde del camino y oía el rumor del arroyo, cargado de agua desde las lluvias
de noviembre. Los verderones y los cascos de la mula se oían por todo el hayedo.
Iba distraído viendo la vegetación y no se le hacía largo el camino. Cuando
llegó a la cima de un pequeño puerto vio desde allí la casa del riojano. Un
logroñés que llegó al pirineo navarro huyendo de sus hermanos y la ruina. Daba
posada a los que se adentraban en las montañas, por pocos cuartos y buena
comida, y había cogido buena fama. Comió un buen plato del puchero riojano que
tenía preparado y le contó, por atraer
la atención de Patxi, que le había comentado la pareja de los Migueletes, que
habían pasado la tarde anterior, que andaba por las sierras un individuo que ya
había matado a dos pastores abriéndoles en canal y dejándolos tirados al borde
de el camino a uno y de la linde del prado, donde estaba con sus ovejas, al
otro. – Pero ¿que me dice usted? ¿Por estas sierras? Dijo Patxi con evidente
alarma. –Ya lo creo, (dijo el logroñés) eso dijeron los guardias y, la verdad
es que, cuando le he oído llegar, he puesto la escopeta detrás de la puerta
hasta ver quien venía. Por supuesto que enseguida vi que era gente de bien,
pero no las tenía todas conmigo. Desde ayer tengo el miedo metido en el cuerpo.
Le miraba el de Elkuaz con los ojos bien abiertos y en ese momento se alegró de
haber cogido la carabina, y lamentó el haber hecho el viaje por esas sierras.
Hubiera preferido el muchacho bajar hasta Lumbier y luego tomar la carretera de
Navascués hasta un poco más allá a su destino en Ustés. Bueno, era mucho más
largo pero más seguro. Terminadas sus reflexiones y su rápida comida, se
levantó, pagó al logroñés, que le cobró una peseta y un real y continuó su
camino.
Eran las cuatro y media de la tarde cuando, al bajar una de
las montañas del camino, se cerró el cielo, se puso plomizo y empezó al poco
rato a hacer frío y un poco más tarde a nevar. Caían copos grandes, con una
cierta dulzura y parecía que no iba a cuajar. Pero media hora más tarde, subiendo hacia un puertecillo, llegando a un
pueblecito de cuatro casas, se levantó
un aire frío y la nieve se convirtió en ventisca. Se bajo de la mula y le echó
encima una lona engrasada que llevaba plegada detrás de la silla y el se puso
una manta para salvar no solo la nieve sino el frío que empezó a ser muy
fuerte. Como no faltaba mucho para Gallués siguió su camino acelerando el paso. Al doblar una curva del camino, muy cerca de
un pequeño arroyo, vio un animal muerto en el borde de la calzada. Cuando se
acercó deshizo su confusión: no era un animal sino un hombre de cincuenta años
que yacía retorcido, medio desnudo con el vientre rajado y muerto en un charco
de sangre. Ni siquiera bajó de la mula. Era evidente que estaba muerto y no
podía hacer nada por él ni siquiera enterrarle, porque las autoridades tendrían
que ver el cadáver tal y como estaba. No tardó mucho en llegar a Gallués y allí
le dijo al representante del Concejo de Valle de Salazar lo que había visto. Le
dijeron que avisarían a las autoridades de ello e irían al día siguiente a ver
el cadáver y enterrarle, una vez que lo identificaran. Luego tomó alojamiento
en una casa, muerto de frío, tiritando, no se sabe si por el frío, por el miedo
que le llenaba el cuerpo, o por las dos cosas. Le dieron para cenar una sopa de
puerros que llevaba buen caldo de gallina, bien caliente, que le hizo volver a
la tierra, de donde se había ido por el miedo y la ventisca. Se preguntaba si
al día siguiente habría dejado de nevar. Necesitaba llegar hasta Ustés para que
su chica no tuviera preocupación por su viaje. Ya sabría con seguridad lo
acontecido con los asesinatos. Le costó
coger el sueño pero el cansancio acabó por ser más fuerte que las
preocupaciones.
Al día siguiente, con una buena capa de nieve sobre la
tierra, en el camino hacia Ustés se cruzó con la pareja de los Migueletes y
se paró con ellos. Les contó los sucesos del día anterior, les dio su nombre y
cuenta de su destino y partió más tranquilo. Pasado Uscarrés, doblando la
siguiente curva, del camino, vio venir un hombre a caballo muy mal encarado.
Llevaba una bolsa de loneta colgada a la bandolera en la espalda, que le
asomaba por el costado con manchas rojas que parecía sangre. Se fue alejando
hacia el otro lado de la calzada cuando se fueron a cruzar y el viajero
contestó a su saludo con muy malos modos. Se paró y le preguntó si podía
ayudarle con un asunto. Patxi se excusó y le dijo que le perdonara pero llevaba
prisa y, azuzando a la mula, siguió su camino mientras le miraba el hombre con cara
de lamento. Intentó seguirle pero como iba muy deprisa, le dijo adiós a voces y
siguió su camino. Al llegar a Ustés, le
estaba esperando fuera del pueblo su novia, llena de alegría y haciéndole
fiestas. Cuando le contó su encuentro reciente, se quedaron muy preocupados. Al
día siguiente, pasó por el pueblo la pareja de los Migueletes. Llevaban
detenido al hombre con el que se había cruzado. Le contaron que, en la bolsa,
llevaba el corazón de todas sus victimas. Dijo que no le habían tratado bien y
por eso, por tener mal corazón, se los había quitado. Quizás, el ver la
carabina de Patxi le salvó la vida.
(Publicado en La Tribuna de Ciudad Real el 11 de enero de 2014)
(Publicado en La Tribuna de Ciudad Real el 11 de enero de 2014)
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