En aquella tarde de abril, en el coro olían las maderas del órgano como
ramas de cipreses agitadas por la tempestad; permanecía mudo toda la semana
esperando que alguien le moviera sus claves para dar viento a sus tubos y con
el oficio suficiente para no deshonrar a Vivaldi, a Corelli o a J.S. Bach. Los
jueves había ensayo y, hasta el coro, subían los niños las empinadas escaleras
de madera donde esperaban el organista y el bajo, Don Genaro, puntual siempre.
Los demás, venían antes o después pero a las seis en punto allí estaban todos. Antón,
que daba la voz del tenor; se movía por
el mundo con elegancia fingida. Hombre educado, reservado, pausado en sus
maneras, debía esconder alguna causa perdida, por cómo tenia que fingir su coraje.
Seguramente lo tenía, pero él no parecía tener interés por hacerlo ver.
Respetuoso con el barítono, cura de la Parroquia de San Dimas, don Saul, al que
daba conversación, sentados en las sólidas sillas de madera sacadas de la
herencia de una condesa viuda. Hablaban de literatura, especialmente poesía,
para no entrar en discusiones que pudieran terminar en conflicto, así, ni
política ni religión solían salir de sus bocas. Lamentablemente don Saúl tenía
una terrible tendencia a terminar siempre hablando de Campoamor, o de Gabriel y
Galán; poeta de su tierra extremeña. No parecía querer aprender más horizontes.
Antón, flaco tenor, escapaba hablando finalmente con el bajo, Don Genaro, intentando
sacarle información de su extensa cultura musical de la que nunca hablaba, pero
que siempre era alabada por el organista; pero no, no le contestaba a eso, solo
sonreía; si comentaba la marcha de los equipos de fútbol, y el cura, canónigo
vetusto, al que el portero del Purgatorio se le debió pasar de lista para dejar este mundo, pasaba una y
otra vez las páginas del Marca como buscando algo que no hubiera leído o que no
se acordara, y le miraba Victoriano desde la banqueta de los teclados del
órgano, con pena contenida, con rabia no disimulada, cuando intentaban sacarle
algún comentario sobre los compositores, sin resultado alguno. Abanicaba el
aire pasando las páginas del periódico, como si fuese el aleteo de un extraño
pájaro queriendo salir de aquel encierro. Los cuadros de santos y cuatro beatas,
que siseaban entre los bancos estaban como ausentes. Desde arriba, en el coro, con sus voces reverberando
entre las nervaduras de piedra de la bóveda y las enormes paredes de la
catedral, repasaban los cánticos en voz baja. La Misa en si menor BWV 232 de
Bach -
Kirie eleisoooon... Aquel día se quedarían en el “qui tollis”. Los niños
observaban. El órgano iba a comenzar y el organista, antes del ensayo, tocaba
alguna pieza del Barroco. Siempre, a las seis y cuarto. Tocaba y observaba al
bajo, como esperando aprobación.
Los chicos comentaban curiosos
cómo funcionaba el mecanismo del órgano y el más pequeño, con los ojos muy
abiertos, oía asombrado del ingenio. El aire de la catedral, al pasar por los
tubos y mutarse en mágicos sonidos iba a transformar el momento. El músico
sabía de este efecto entre los miembros del coro y él mismo parecía entrar en
trance. En el atril se podía leer:
Sentado en la banqueta del órgano, Victoriano,
repasaba la carpeta de cartón donde había traído las partituras. Todos sabían
que con los latigazos de las gomas de la carpeta todo estaba listo para
empezar. Sonaron las gomas y echándose para atrás, con parsimonia y cuidado,
puso manos y pies en los tres teclados y la pedalera del órgano. El templo se
llenó de armónicos sonidos que inundaron todo y hasta las beatas pararon sus
siseos, mirando para atrás quedando mudas y emocionadas con las notas de
Corelli. La catedral parecía más grande
que nunca, la soledad del todo el día que la preñaba, se diluyó entre los
timbres de los tubos hasta que, finalmente, llegaron las escalas finales,
acariciadas por la tibia luz de las lámparas, antes inertes, ahora recobrando
la vida que el maestro vidriero les dio. Quedó la composición expuesta y la
resolución final con las súbitas escalas de vertiginosa majestuosidad. Las
manos de don Genaro, apretaban el periódico y sus hombros se movían queriendo
llevar los tiempos de la composición. En un momento, se sujetó el pecho con las
manos y pereció tener un súbito sudor frío.
Cantaron las
partes del día de la Misa de Bach con menos repeticiones que las acostumbradas.
Y se fueron.
El jueves
siguiente llegaban desde la avenida los chicos para el ensayo de la semana. Ese
día lo hacían juntos por que venían de jugar al fútbol. Les habían dicho que
podían ir media hora más tarde al ensayo. Empezarían los mayores primero.
Animados, embromándose unos con otros, iban unas veces andando hacia adelante,
otras, dándose la vuelta, marchando de espaldas. A cincuenta metros de la
catedral, oyeron música.- ¡Don Victoriano esta tocando! ¡Son las seis y cuarto!
Aceleraron el paso y entraron en el templo. Llegaron hasta la escalera y
subieron. El más pequeño y ágil iba el primero. Al llegar arriba se detuvo en
el último escalón y quedó extrañamente serio. Estaban allí, Victoriano el
organista y don Genaro. Este último tenía un aspecto extraño. No parecía real.
Los chicos se miraron y sin decir nada bajaron la escalera y deprisa salieron
de la catedral. Sonaba el
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