La carrucha del
pozo le despertó, el viento fuerte la movía y chirriaba con cada envite. Ya
había amanecido y la luz se veía por las fraileras de la ventana. Sintió a
Manuela que, con el sueño más somero, también se debió despertar; la oía andar por el patio y canturrear. Se le había
adelantado ese día. Cogió el jarro del agua y se lavó en la palangana que
esperaba en el rincón.
- Pedro, hoy tienes que sacar las nuevas
telas. Es el último pedido y ya está vendido con todas las existencias; se sacó
buenos dineros con ellas. - Dijo para si-. - Con los cuartos podré irme a Lisboa, y antes por Hervás. Manuela preparaba empanadas para tomarlas antes de la comida. Cuando estaba
terminando de desmigar el pescado salado y poniéndolo en agua, sonaron las
campanas fuera de hora. Miró hacia arriba como haciendo oído. Era extraño,
porque no tocaban a rebato. Pedro entró
en la cocina y preguntó: - ¿Qué día es
hoy? Están tocando las campanas a deshora. – Hoy es día 23 de abril. Parece
mentira que no se acuerde. Antes de ayer le trajeron el carro con las telas y
era 21. ¿No se acuerda? – Si, si, me acuerdo. Pero me refería si hoy se
festejaba alguna cosa o santo, porque es raro que se toquen las campanas a
estas horas. Bueno ya nos enteraremos. Y así fue.
A mediodía
sonaron por toda la ciudad los tambores. No tardó en llegar María Juana, la vecina, con
las noticias. - ¡Hay dios mío don Pedro,
qué miedo! – Tranquilízate chiquilla, no te alteres y dime que es lo que te da
tanto miedo, anda tranquila... – Don Pedro, ha venido aquí un canónigo de
Burgos con otros curas y vienen nombrados por los reyes para un Tribunal y están
dando un pregón (¡Dios mío! ¡Madre del amor hermoso!) para que todo aquel que
haya hecho cosas de judíos, se le da un plazo de diez días para que deje de
hacerlo y se arrepienta, y si no, le meterán preso y pueden quemarle en la
hoguera. ¡Hay dios mío! Yo no entiendo nada. ¿Pues no dijo el cura en marzo,
cuando era Semana Santa que Jesucristo era judío? ¿Y que obedecía la ley de Moisés?
¿Pues quien son estos que tanto mal quieren traer al que hace lo mismo? – No lo
entiendes tú ni lo entiende nadie que tenga un poco de sentido común, María,
pero mejor no digas nada de todo esto a nadie, no vaya a ser que te tome la
Justicia a ti también.
Mientras esto
ocurría, los mirlos seguían haciendo su vida tranquila en las moreras de la
calle, un labrador que venía de su finca en Peralbillo, arreaba desde el
pescante del carro a las bestias chasqueando la lengua; con una rama en la boca
y mirando hacia adelante con gesto cansino, ausente de cuanto acontecía, entró
en el nocedal. Pedro, salió un momento a la calle, quizá con la intención de
ver si, desde allí, se veía algún movimiento de gente. Había oído que los
inquisidores se habían instalado no muy lejos, en la casa del Convento de santo
Domingo. Al comprobar que no se veía nada extraordinario, volvió sobre sus
pasos hacia la casa. Miró a los sillares de piedra del arco de de la puerta y
la anterior sensación de seguridad que siempre le dio la fortaleza de la fachada y puerta, había
desaparecido. Nada le parecía ya seguro. Su casa se le antojó un bien perdido.
Hacía tiempo que tenía noticias de todo lo que venía y, con su edad, cansado de
una vida de trabajo duro, con las dificultades que sus creencias le habían
procurado, recordando las revueltas que le contó su difunto padre de 1376, y
las recientes de Toledo de 1449 no hacían más que confirmar que allí, en Ciudad
Real, no iba a estar seguro mucho más tiempo. Tenía todo preparado, incluso los
dos pagarés: uno, el que le había dado Gregorio Suarez en pago por sus enseres
y la casa, y otro por las cinco fanegas que tenía en el camino de Alarcos, su
vecino, el escribano Mateo Martin González. Ya
no esperaba más gracia hacia los conversos como él. En otras tierras que
tenían probada su tolerancia podría vivir el resto de su vida. Llegó el aprendiz Rui que traía noticias. Al
muchacho, le movía más qué iba a ser de él, si al patrono lo encausaban, que la
suerte de quien le había acogido tanto tiempo, desde que su difunta madre se lo
encomendó para su amparo. Pensó Pedro que el muchacho, pese a que le sabía agradecido
y con aprecio, podría ser objeto de testimonio, normalmente forzado por lo que la mejor era, por el bien de todos,
no hablar con nadie de su partida. Ni de la liquidación que había hecho en
febrero de todos sus bienes. Sonaron los tambores que se acercaban. Dieron la
vuelta por la bocacalle y pararon tres manzanas más adelante, hasta allí se fue
Pedro y, con angustia inevitable, pudo escuchar que se había aprobado el inicio
del Auto de Fe y se daba orden de preparar el tablado en la Plaza Mayor, para
lo que habían dado encargo al carpintero Andrésillo que hizo la mejor oferta.
Entre el gentío que escuchaba se topó Pedro con el sangrador Mejías, que, al oído,
dijo que preparaban cerca del cementerio judío el quemadero. Oído esto, se dio
la vuelta y entró en su casa con la palidez de un muerto, como le dijo Manuela,
nada más verle. Sin comer, se retiró a su alcoba, no sin antes decirle a la muchacha
que al día siguiente había de darle cuenta del regalo para su casamiento. Nada
mas saberlo, con la cara llena de felicidad, se olvidó de la cara de su patrón
y de todo lo que ocurría en la ciudad. Desde ese momento, solo pensaba en su
nueva vida con su Cirilo.
A la mañana
siguiente, bien temprano, Manuela recibía 1.200 maravedíes con los que podía
hacerse con la casa que habría de comprar. Abrazó a su Don Pedro llorando de
alegría, que, llorando también, comunicó su partida rogando no dijera nada a nadie,
y, si le insistían, debía decir que iba a vivir con un primo en Valencia. – Manuela- dijo- ya soy muy mayor y el
trabajo me ha dejado tanto cansancio como recuerdos que me agobian, por los que
perdí y por la que no pude tener. Por eso me voy a Valencia. Ella le miraba
asintiendo, comprendiendo lo que le decía. Se volvieron a abrazar y después de
enjaezar su caballo y la mula, en la que cargó su pequeño baúl, partió bajo las
nubes negras cargadas de agua que apenas dejaban ver un cielo azul brillante y
luminoso; lo que pareciera profecía: entre la oscuridad de los días, podía
entrever una nueva vida ajena a las penalidades que se avecinaban. – ¡Maldita carrucha! –Se dijo- mejor hubiera sido no despertar jamás.
A la semana
siguiente llegaron hasta la casa, en la que permanecía aún Manuela, los alguaciles
en busca de Pedro. Dos días después, tras el sumario juicio público, el
Tribunal ordenó quemar una estatua que le representaba al estar en rebeldía. En
Lisboa acabó feliz sus días.
(Publicado el el peridico La Tribuna de Ciudad Real el 24 de mayo de 2014).
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