Hace ya muchos años cerca del Pósito del pueblo se encendía la luz, muy
temprano, en el taller de Joaquín, profesor republicano, entonces carpintero y fraguador, con grandes habilidades
para hacer y reparar carretas, carros, varas de arados y muebles de los vecinos del pueblo. Aún estaban las
calles en las tinieblas de la madrugada y él, Joaquín, el hijo de Marcelo, y
nieto del viejo Marcelo, ya estaba allí, dándole fuerte a la garlopa de madera
de olivo para ir cepillando y perfilando su labor, de tal suerte que, la única
música que se oía en aquel ordenado y limpio taller, que antes fue cuadra, era
la de sus herramientas y el sordo silbido de un carburo que colgaba en el
lateral de la puerta. Más tarde, éste sería arrinconado con los trastos de
desecho de sus reparaciones y dos generosas bombillas le sustituyeron. El
carpintero trabajaba más de doce horas en el taller, parando solo para comer, o
incluso sin hacerlo en casa cuando tenía alguna reparación que corría prisa.
Estoy hablando de aquellos tiempos en que en las labores agrícolas se hacía
todo con la ayuda de los carros, rejas de arado de mano romanas, y carretas de
carga para bueyes, que eran el transporte local común.
Un día, de los que fui al pueblo para
descansar, apenas despuntando la primavera, con los primeros aires llenos del
olor de los brotes, después de pasarme la noche entera acabando de leer Anna
Karenina, de León Tolstoi, salí a dar una vuelta para tomar el aire y vi la luz
del taller de Joaquín. Me acerqué y a pocos metros de la puerta ya se oía el
deslizar de la garlopa, cepillando con su habitual sonido agudo final que más
parecía grito de roedor que herramienta. Abrí la puerta y di los buenos días,
que otra cosa no procede decir cuando son las seis menos cuarto, en el cielo se
ven aun débiles las primeras luces, y más vencida esta la noche que otra cosa.
-Buenos días. ¡Hola mozo!- Dijo
Joaquín, incorporándose de su postración encima de una enorme vara gruesa de
pino, que tenía bien sujeta a la mesa de trabajo. Llevaba el lapicero sujeto en
la oreja derecha y todo él estaba rebozado en serrín. Sonriendo y con una
cierta alegría por la visita se recostó en la mesa y me dijo: - ¿Qué haces tú
por aquí, en estos días y a estas horas? Te creía en Madrid. – Allí estaba,
pero como acabé los exámenes y estaba hecho unos zorros, no lo pensé dos veces:
me voy al pueblo a descansar,- me dije-, y ayer vine. Y a estas horas, porque
empecé a leer en el tren una novela muy gorda que me iba gustando y esta noche
seguí con ella, hasta acabarla, a las cinco y: ¡aquí me tienes! Dando una
vuelta. ¿Qué haces? Parece una vara de carro. – Eso es, que la tengo que
entregar el domingo. Habrás visto el carro fuera, sin vara, así que tengo trajín
para rato. – Si, he visto uno pero creía que era de dos varas. Bueno, te dejo
trabajar y, si no te importa, me quedo a hacerte compañía un rato y te veo
hacerla. – Como quieras.
Mientras le hacia el fileteado de las
aristas de la vara, me contó esta
historia:
-Agonizaba el siglo XIX cuando mi
abuelo, que también era carpintero y ebanista, estaba arreglando una mesa de
estilo ingles, muy antigua, al dueño de la casa grande, un edificio que solo él
daba perfecta cuenta de la fortuna y poder que tenía el propietario. La casa
estaba la mayor parte del año vacía, ya que el dueño, por comodidad, pues era
parlamentario, vivía en Madrid. Apenas venía algunos días, a veces, solo cuando
llegaba la hora de liquidar las cosechas o la venta de la lana que él mismo
supervisaba con extrema pulcritud. Lo de la venta de la leche del ganado lo
dejaba en manos de Inés, la guardesa de la casa, que la administraba con más
celo que él. La mesa que le tenía que reparar era una de palma de caoba cuyos
interiores se habían rematado en roble inglés. Rectangular, con las esquinas
redondeadas, las patas de manera cónica estilizada tenía rebajes en canal que
las hacían más gráciles y elegantes, terminadas
con ruedas de porcelana para no rayar las tarimas. Cuando se la entregó
para la reparación, don Honorio, que así se llamaba el dueño de la casona, le
dijo que nunca le había gustado mucho la mesa, que estaba en la casa desde
tiempos de su abuelo, y pese a que su padre le alabó la calidad del mueble,
nunca le convenció mucho. Decía, como si él entendiera de esas cosas, que los
muebles deben tener un penetrante olor a resina y que el que no huele es que no
es bueno. Algo de razón tenía en la afirmación, si es que estaba la madera sin
trabajar, que lo habría oído de alguien, pero lo cierto es que solo sabía distinguir el olor a la madera
de pino. Las demás maderas no le olían a nada bueno. Finalmente, viendo que el
abuelo, Marcelo el viejo, insistía que las maderas de la mesa eran muy buenas y
estaba muy bien terminado el trabajo de quien la hizo, él le hizo callar
sentenciando que o le sacaba el olor a una buena madera o ya se la podía
quedar, que él, lo más que iba a hacer con ella era para calentarse en la
chimenea, al calor de las brasas de sus maderas. El abuelo, Marcelo el viejo, como le llamaban,
estuvo trabajando tres semanas, día y noche, para sacar de la mesa todo lo que
tenía de original, encajando las piezas dislocadas, encolando las que se habían
despegado y repasando el barniz con la muñequilla intentando con una muy fina
capa de él que la madera respirara hasta levantar su olor natural. No fue
fácil, tuvo que hacer un viaje hasta Barcelona para visitar a un compañero
ebanista, Gaspar Homar, que trabajaba para las más altas fortunas, con un
taller de gran prestigio, e hizo trabajos también en el mantenimiento de los
muebles del Palacio Real. De aquel viaje solo sacó la afirmación de lo que ya
sabía, que las maderas compactas, como la caoba, tienen una fibra que deja poco
espacio para la resina, que es la que da el aroma especial a ella. Así una vez
pulida y barnizada solo se puede percibir su perfume en condiciones ambientales
especiales.
Así pues, habiendo arreglado la mesa,
mandó recado a don Honorio, para que acudiera cuando creyera conveniente a
recibirla. Al domingo siguiente, con las nubes de un temporal cubriendo los cielos
de la comarca, acudiendo hasta el taller la humedad de la fina lluvia cercana, llegaron hasta allí los
aromas de las sierras, el olor a geosmina, u olor de tierra, que hizo tener los
olfatos preparados para la prueba de la madera de la mesa. Condiciones
favorables todas. Para nada sirvió todo eso. Don Honorio, dijo, con mala leche,
que aquella mesa seguía sin oler a una madera como Dios manda; y, con signo de desprecio le dijo al abuelo: -
Haz con ella lo que quieras, yo no la quiero ni ver.
Así hizo Marcelo el viejo, se quedó con
la mesa, de gran valor, en la que había descubierto el sello de la casa inglesa
Gillows. Ahora la tiene Joaquín en su casa y enseña su precioso tesoro a los
que pueden valorarlo.
El dinero, no necesariamente da el buen
gusto, ni la cultura.
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 3 de enero de 2015)
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 3 de enero de 2015)
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