La tía Albertina de Jaime, mi amigo de
la guerra, (como digo yo al haber compartido la mili), era mujer abierta de
gran expresividad y con una alegría con la que podría alegrar medio país, no
tenía empacho en abrir su casa a cuantos amigos tenía, y a los amigos de sus
hijos y parientes. Vivía en un caserón muy hermoso de la calle Abajo, en
Hervás, y no me extrañaría que fuera una de tantas personas, descendiente de
aquellos judíos que se confesaron conversos para salvar vidas y haciendas. Ella
tenía muy claro que lo más importante de la vida es vivir, y estar conforme con
sus ideas y creencias, sean las que fueren, y defiende su fuero por encima de
cualquier eventualidad. Más de una vez había dicho que para defender la vida y la
libertad, es menester cualquier medio, preferiblemente pacífico, pero si éste
no era posible: con uñas y dientes. Era mujer guapa, había sido rubia y, aunque
aun le quedaban algunos rizos, se le había trocado en un blanco inmaculado;
ojos azules, limpísima, y preocupada siempre de oler bien. Pese a sus bien
contados sesenta y dos años, tenía una piel algo morena, tersa y admirable.
Hace años, un día de diciembre, con una cuarta de nieve en las calles y un frío
polar, estuvimos Jaime y yo alojados en su casa. Por la mañana, cuando llegamos
procedentes de Madrid, nos salió a recibir con el mandil puesto, secándose las
manos y su esplendida sonrisa asomando por la cara. Como siempre, repeinada,
limpia y perfumada. Nos colmó a besos, muy sonoros, con los que quería demostrar
el afecto que nos tenía. Nos cogió del brazo a los dos y nos llevó dentro. Pasamos el equipaje hasta el zaguán y un
olorcillo a escabeche inundaba el bajo de la casa.
Poco después, desde el final de la
escalera, cuando estábamos abriendo la maleta en nuestros cuartos, nos dio una
voz: - Chicooos, ¡aliviad, que os voy a llevar a un sitio a tomar unas cañitas
muy ricas!
No sé si fue porque los días de nevada
el sonido se propaga mejor, o por la luz intensa que entraba por el ventanal de
la escalera o por el silencio que llenaba de tranquilidad todo el pueblo, pero
por un momento pensé que aquel podía ser un buen sitio en el que vivir. Pensé
en la expulsión que siglos atrás hizo que cientos de judíos tuvieran que irse
de la comarca por motivos de su religión y el dolor intenso que debieron sentir
en aquellos momentos de abandonar casas tan hermosas como aquella, de sus
tierras, de la tranquila vida que habían vivido ellos y sus antepasados, luego,
desarraigados de su país. Me dio una inmensa pena.
Bajamos Jaime y yo hasta donde nos
esperaba la tía Albertina, pues así la tomé yo desde el primer día que la
conocí. Se abrigó con un oscuro gabán de lana cuyo paño ella misma había hecho
en el telar que tenía en una de las salas de abajo donde pasaba muchas horas
trabajándolos, bajo el tibio calor del sol y una chimenea que chisporroteaba
siempre en el rincón, en los fríos días de invierno. Los tres, forrados con
gruesas prendas de abrigo anduvimos por el pueblo, doblamos la calle y Jaime
preguntó donde íbamos, a lo que Albertina respondió que a la Tapería de la
calle del Convento. Mi amigo contestó: – Ah, claro, ya sé donde es.
Paseamos un rato por las estrechas
calles empedradas, entre sus casas de vieja construcción medieval, asomando las
costaneras de madera de castaño con sus nervaduras al descubierto desgastadas
por el paso del tiempo, apretados ladrillos de tejar y otras con sus sillares
de granito haciéndose fuertes en las esquinas y ventanas. Todas hablaban, y parecían
hacerlo en ladino, llamando a sus antiguos propietarios perdidos por el tiempo
y la persecución. Llegamos finamente a la Tapería y nos pusimos tibios de
cerveza y buenas tapas que apenas dejaban hueco para la comida, hasta que la tía
Albertina mandó parar e irnos a comer, temiendo que la hartura en el tapeo
acabara con las ganas en la comida que había preparado.
-Jaime, hijo, ¿cómo es que no vienes más
por esta que es tu casa también? Venid los dos. –Dijo la tía, con algo de nostalgia en sus palabras. – Sabes
que siempre me dais una alegría cuando os veo venir.
-Ya lo se tía.-Dijo Jaime- La verdad es
que me encanta estar contigo. Ya sabes que a mi madre le gustaba venir también
con su hermana y si no lo hago más a menudo es por el jodío trabajo que me
tiene trabado más de la cuenta. Pero te aseguro que lo haré más a menudo. Y, si
puedo, con él, que ya sabes que nos llevamos muy bien y siempre tenemos de lo
que hablar y de lo que discutir.
Me miró sonriendo y yo no tuve por más que
afirmar con la cabeza. Luego pensé en estos ofrecimientos y cavilé más de la
cuenta, pues aunque no soy muy partidario de los compromisos en los que hay
incertidumbre en cumplir, me inclinaba a dejar claro que me era muy grato
volver cuantas veces fueran propicias.
Por aquel entonces estaba yo
escribiendo a caballo entre Madrid y Bruselas donde solía refugiarme y aislarme
para que me cundiera el trabajo. Así
pues, necesitado de un lugar más cercano y con el cariño que me daba, yo
también le dije a la tia Albertina que volvería pronto. Me premió con una espléndida
sonrisa.
Dimos cuenta de un guiso de berenjenas
y el pescado en escabeche con limón que con unos buñuelos de manzana, con aroma
de moscatel, después de comer, nos hicieron caer en el sofá junto al fuego con
el estómago lleno y satisfecho.
Nos contó Albertina viejas historias de
la ciudad de Hervás, que así la llamaba.
Aun humeaba el café cuando después de reposar la comida, Albertina se
disculpó para ir abajo, al sótano, a hacer unas obligaciones, según dijo.
Cuando había pasado un rato, mientras estaba dormido Jaime en el sofá,
calentándose a la lumbre, oí una voz que parecía tía Albertina que hablaba con
alguien. Me levanté sin hacer ruido y fui acercándome hacia el origen de
aquella voz. Si, era de la tía Albertina y venía del sótano. Conforme me
acercaba oía: Pon paz, bien y bendición et gracia y
merced y piedades sobre nos y sobre Ysrael tu pueblo, y bendizenos a todos en
uno con luz de tu presencia. Distes a nos, Adonay, nuestro dio, ley y vida y bendición,
amor, merced y iustedad, y piedades y bien; et paz y bien en tus ojos para
bendezir a tu pueblo Ysrael; bendito tu, Adonay, bendición de su pueblo Ysrael
con paz.
Dentro de una enorme tinaja de vino,
cuya boca estaba accesible por una escalerilla, estaba tía Albertina en una
especie de capilla con ilustraciones hebreas, rezando en ladino. Cuando me oyó,
volvió la cabeza y sonrió. Hizo una reverencia y salió de allí, cerrando la
boca de la tinaja. Me cogió del brazo y contó: -Este es el lugar retirado donde
mi familia y todos nuestros antepasados hemos seguido rezando a Dios por el
rito hebreo desde el siglo XV, cuando el edicto de los Reyes Católicos nos
obligó a esconder nuestras creencias; ahora, que se puede hacer abiertamente,
lo suelo hacer así en memoria de los que tanto sufrieron. Me dio un beso y
subimos compartiendo el secreto familiar. Eso me unió más a ella.
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 27 de diciembre de 2014)
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 27 de diciembre de 2014)
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