Las campanas, no sé de qué iglesia, avisaron que llegaría puntual
todos los días a la plaza Mayor. Cuando estoy abrochando la bicicleta a las
barras del aparcamiento, repaso lo que voy a hacer inmediatamente: comprar el
periódico y ordeñar el banco, si es que las ubres de las que dispongo no están
secas. Nunca se me ocurre hacer una
inspección de la república, que ya hay tiempo todo el día para eso y, pese a
que la rutina siempre es la misma, espero, día a día, que ninguno sea igual;
que alguna sorpresa pueda prepararse, y eso desde que alborea y abro los ojos.
Por eso, cuando minutos después de todo lo
que decía, estaba sentado en la cafetería, viendo las volutas del vapor del
café caliente subiendo entre la luz templada de las lámparas, llegando hasta a mí
el penetrante olor a café recién molido, pensé
que ese día algo iba a suceder. Como suele ocurrir, las grandes
experiencias vienen siempre precedidas y como consecuencia de hechos sencillos.
Leía el periódico cuando me dio Max los
buenos días, sonriendo, llegando hasta mi con su andar lento, pensando los
pasos, titubeando alguna vez. – El martes me llamó mi amigo Roberto, - dijo -
no sé si lo llagaste a conocer, era director de cine en el Reino Unido, como
era común en aquel tiempo se puso un nombre en inglés, ya sabes de a quien me
estoy refiriendo. -Al decir esto, sonreía Max. – Bueno, pues me dijo que
vendría, quedé con él aquí; así que, si te parece bien, y no tienes nada que
hacer, le esperamos. Verás que es un tío
excepcional, de esos de los que ya no hay. – Me parece bien Max. – Le dije.
Pedí otro café para él y seguimos hablando esperando al director de cine.
A la media hora apareció por la puerta
un viejecito mirando hacia todos los lados, buscando a alguien. En cuanto lo
vio Max, se levantó de la mesa y le llamó: -¡Roberto aquí! Nos vio y sonriendo
se acercó con los mismos pasos de Max, lento, titubeante. Con algún temblor en
la mano, posiblemente algo de Parkinson, pero llegó; se sentó, y después de los
saludos de rigor, empezó a hablar como si fuera un libro abierto; nunca mejor
dicho. Arrellanándose en el sillón, habló:
-En una cafetería de la Avenida de los
Capuchinos, más lujosa y grande que ésta, pero con el mismo aroma de café, me
encontré de sopetón, en París, con una preciosidad que siempre me ha tenido embobado,
incluso ahora en su recuerdo: Gene Tierney. Andaba sobre el entarimado con sus
tacones tan suavemente como si fuera en zapatillas de felpa, con andares
delicados, sonrisa perdida y gentil, y mirando hacia delante con la convicción
de una persona inteligente, segura. Se sentó en una mesa al lado del ventanal. Pidió
un café y encendió un cigarrillo. Las volutas de humo del tabaco hacían aun más
irreal a aquella maravillosa mujer. Cuando me miró, sonrió y me hizo una seña
para que me acercara. Me saludó muy cariñosa y recordaba mi nombre, desde que
nos vimos en el rodaje de “El embrujo de Shangai”. Entonces yo estaba de
ayudante, buscando exteriores y colaboraba en aquella película. Era un encanto.
Eso que llaman amor platónico es lo
que desde aquel día me incendió el corazón y me ha servido de motor para vivir
con ilusión y con energía, para superarme. Me dolieron mucho sus desventuras,
tanto la tragedia de aquella niña que tuvo, con retraso mental, sordomuda y
ciega; le contagió de rubéola una admiradora durante su embarazo; como sus
amores desventurados ulteriores. Sin embargo, hasta su muerte en Houston en
noviembre de 1991, seguía con mi amor platónico. En aquel día, en la cafetería
de París, hablamos como dos camaradas y, sin saber cómo, nos entendíamos tan
perfectamente que pareciera que hubiéramos sido amigos íntimos desde hacía
mucho y, como os digo, solo habíamos hablado dos veces y las dos, apenas dos
horas, en cada vez. Desde el ventanal de aquella cafetería, vimos el bullicio
de aquella avenida de París con el encanto que siempre ha tenido la bien
llamada la Ciudad Luz. Reímos en un momento en que ella propuso hacer vivir a
los transeúntes una vida imaginada, poniendo a prueba nuestra imaginación. Ella
la tenía portentosa y su buen oficio de
actriz ponían un carácter de veracidad a las pequeñas historias que estuvimos
imaginando; así estuvimos casi dos horas hasta que se presentaron Dana Andrews
y Clifton Webb, compañeros en el reparto de “Laura”. Dijeron que estaban en
Paris para presentar la película. Andrews nació en una granja
de Collins (Misissipi).
Era el tercero de los trece hijos que tuvo el reverendo baptista Charles
Forrest Andrews. En realidad se llamaba Carver
de primer nombre, pero decidieron en Hollywood que apareciera el segundo, Dana,
como principal. Por otra parte, Clifton Webb, con su refinada forma de ser,
actuado siempre como un gentleman, No entraba en conflicto nunca con ninguna
mujer. A él solo le interesaba su madre, vamos era lo que se dice un hijo
devoto. Posiblemente por el escaso interés que mostraba por el sexo contrario,
muy común en estos casos. Tenía una conversación muy culta y entretenida y se
podía estar con él horas y horas sin
aburrirse uno. Siempre me llevé bien con él, aunque no se porqué, posiblemente
con su sensibilidad, se debió dar cuenta de mi devoción por Gene Tierney y se
mostraba sardónico conmigo cuando conversamos aquel día. Acabamos los tres en
el Trocadero mas tarde, intentando ver las estrellas sobre la Torre Eiffel.
Dana llevaba una petaca con Bourbon y brindamos por un futuro venturoso y por
vernos otra vez. Ella al despedirse me besó y desde entonces… ¡estoy flotando!
Por desgracia, nada de eso volvió a ocurrir,
ellos se fueron a Estados Unidos y yo me fui a Inglaterra donde finalmente hice
una aceptable carrera de ayudante de dirección que me sirvió para hacer películas
mas tarde. Pero retomando lo que os contaba, después de tantos años y de haber
tenido experiencias extraordinarias que colmaron mis sueños de juventud, lo que
me queda ahora que soy un viejecito, que tengo mis nervios y fuerzas en
retirada, es mi recuerdo de Gene Tierney, de la que tengo todas sus películas
en DVD y las veo en mi casa en una pequeña salita de proyección que he montado,
donde vuelvo a resucitar aquellos buenos momentos. Y… perdonadme el rollo que
os he dado por haceros partícipe de mis recuerdos, hablar de ello hace que
vuelvan con más fuerza y eso es… ¡cojonudo!
Roberto el amigo de
Max, no nos dio el rollo, como dijo, sino que nos contó una hermosa historia,
de la que nunca podríamos haber sospechado de la que pudiera ser protagonista aquel
viejecito que entró en la cafetería con sus pequeños pasos, una bufanda raída,
y la nariz y las mejillas encarnadas por el frío.
(Publicado en el periódico La Tribuna de Ciudad Real el 29 de noviembre de 2014)
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