El sábado 29 de agosto de 1609 llegaba al pueblo de Malagón la galera de
unos arrieros que venía desde la Villa de Madrid. La conducía el mayor de ellos
Isidoro, de cincuenta y ocho años,
marcado por las enormes arrugas de su piel quemada por el sol. Los caballos y
mulas tiraban con alguna dificultad, se notaba que la carga era pesada. Sobre
unos sacos de arroz iba echado el mozo, adormilado. Otro arriero, Damián, que
iba sentado en el pescante al lado de Isidoro volvió la cabeza y le dio una
voz: - Tuuu, borregooo, ¿vas a estar durmiendo todo el díaaa? El chico se
incorporó y estiró los brazos durante un rato. Luego, más espabilado contestó:
- ¿Se puede saber para que me despiertas, acaso hemos llegado? Yo no lo veo por
ninguna parte, este pueblo no es al que vamos así que ¿para que me despiertas?
– No si todavía no te has despertado, ¿no te enteras que esta ya anocheciendo?
Vamos a hacer noche aquí. En cuanto que lleguemos a la posada, podrás dormir
todo lo que quieras, borrego.
Después de callejear, finalmente
llegaron, como dijo, a una posada, entrando por la portada, dejando la galera
al final del gran patio anejo al corral donde había huerta, gallinas, unas
jaulas de conejos y zahúrdas con dos cerdos. Cerraron con cuerdas y una lona la
galera y su carga y se fueron hasta el figón donde habían de cenar, luego de
acordar los gastos con el posadero. Les sirvieron una fuente grande con Duelos
y quebrantos y otra pequeña con morteruelo. Acabaron con un cantero grande de
pan que les habían dado a cada uno, partiendo otro pan grande que cogieron con
toda naturalidad, como si fuese lo suyo el comer más de uno. Era tal el hambre
que traían que ni el viejo ni el joven titubearon ni un momento en comerse todo
lo que se iba presentando. Mientras comía, Isidoro le preguntó al chico: -
Paco, me dijiste que habías trabajado de aprendiz de mancebo en Aranjuez en una
botica; cuéntame: ¿es difícil aprender todo eso de las hierbas y de jarabes y
ungüentos? – Bueno –contestó el mozo- al principio si; tienes que hacerlo poco
a poco y estar todo un año preguntando y viendo como son en las jarras y
frascos que contienen las boticas, pero cuando has limpiado todo el local, dos
veces a la semana, terminas por saber donde esta cada cosa y, finalmente, para
que sirve. Otra cosa son las proporciones, que eso, normalmente solo lo sabe el
boticario. – Debe ser curioso aprender tanto remedio. En fin. Tiene que haber
gente para todo.
Terminada la cena, Isidoro mandó a Paco
hasta la galera a coger una frasca de uvas negras, de pura cepa garnacha,
metidas en vino que llevaban para el viaje, para el postre. El mozo, con
celeridad la trajo hasta la mesa.
Estaban entretenidos tomado las uvas, que como es habitual en los que
tienen ganas las tomaban de dos en dos, cuando se presentó en el figón un
hombre mal encarado, sobrero negro y capa de igual color que mas parecía cuervo
que viajero, portando un mosquete. Les miró con detenimiento y se sentó en una
mesa cercana, de forma que habrían de hablar muy bajo si querían que el
forastero no les oyera su conversación.
Para estar seguros de su reserva hablaban
poco y en voz baja. Pero cambiaron de conversación sin ni siquiera acordarlo, pues el recién
llegado les daba mala espina. Llamaron al posadero para que les trajera otra jarra
de vino con algunos melocotones, y cuando este les llevó la jarra Isidoro le
preguntó- Oiga, ¿conoce usted a ese hombre que acaba de llegar? – No, no le
conozco, pero no me extrañaría que fuera el mandadero del señor Duque del que
hablan, que va de negro y tiene muy mal comportar. A más de uno le ha arruinado
la vida, y no se cual es el favor que le hace al Duque pues todos sus desmanes
se los consiente y tapa. Pero si es él, más vale que callemos no vaya a ser que
se entere que le estamos mentando y la caguemos. – Así será, posadero, por
nuestra parte: punto en boca. Se acostaron temprano en una de las alcobas de
arriba cuidando Isidoro de que fuera una desde la que se viera el patio desde
la ventana, por así guardar mejor a la galera, no fuera que se vieran
sorprendidos por robo. A la mañana siguiente, bien temprano y luego de almorzar
fuerte, tomaron el camino de Carrión para poder pasar el río por el molino que
daba paso bajo el Castillo de Calatrava. Al llegar a las cercanías del
Guadiana, el mozo dio una voz y dijo que pararan, había visto hierbas
medicinales que quería coger. Estuvo un buen rato recogiendo hierbas y bayas y guardándolas
en unas frascas que guardaba en un saquillo de loneta. Damián, le dijo algo
molesto:- Pero bueno tú, ¿es que vamos a perder el tiempo con tus yerbajos? ¿Qué
vamos a sacar con ello? ¿Acaso nos van a dar de comer? – No se a ti, Damián- le
contestó Paco- pero a mi desde luego porque debes saber que estos “yerbajos”
que tu llamas luego las he de vender a boticas y me sacaré buen dinero con
ello; ten en cuenta que no en toda tierra se dan y sin embargo en toda tierra
se necesitan, para remedio de los males. – Bueno está bien, date prisa y recógelas
que se nos va a hacer tarde.
Legua y media después, en un recodo del
camino, bajo unos álamos negros, se toparon con el viajero que vieron en la
posada, que les esperaba, y dándoles el alto les increpó: - ¡Alto arrieros! por
encargo del señor Duque, y viendo que no pagasteis cargo alguno por pasar por
sus tierras, dadme todas las monedas que llevéis, y que no sean menos de cien maravedíes,
pues en caso contrario me daréis lo que falte en especie. Los tres, obedeciendo
más al mosquete que les apuntaba que al forajido que hablaba, sacaron las
monedas que llevaban y que dieron suficiente para satisfacer lo que reclamaba.
Cogiendo la bolsa con el dinero, se dirigió al mozo y le espetó apretando los
dientes: -y ahora me das la frasca de las uvas en vino que os vi guardar que me
darán gusto en el viaje. Paco, entró bajo la lona de la galera y tras un
momento de rebuscar salió con la frasca y se la dio. Marcharon con todo lo ligero que dieron a los caballos
y en algo más de media hora ya se sentían tranquilos.
Al llegar a Ciudad Real, entregaron sus
mercancías, recogieron sus ganancias, y el mozo pudo vender sus hierbas y bayas;
conseguido todo, se plantearon volver a la Villa de Madrid para traer más
mercancía. Estaban los tres haciendo cuentas, cuando observaron los otros dos
que el viejo, Isidoro, no hacía más que restregarse la frente, llena de sudor,
con su pañuelo, como si estuviera muy preocupado. – ¿Qué te pasa Isidoro? – Le
preguntó Damián. – Pues mira- contestó – Es que no hago más que cavilar que el
viaje nos dio buen fin pero nos podemos encontrar otra vez con el hombre del
mosquete, ya sabéis, el de la capa negra, y nos deje sin blanca y quien sabe si
algo peor.- No te preocupes compadre,- Dijo Paco, ¿os acordáis de la frasca de
uvas que se llevó? Pues le metí en la frasca, de las que recogí en el camino,
unas cuantas bayas de las que llaman la belladonna,
que son negras y al parecer dulces, pero muy venenosas si no se toman con la
medida propia; así que ahora debe estar el ladrón en algún camino, más seco que
un bacalao. Se miraron los dos arrieros
y luego, rompieron a reír y
sentenció Isidoro, quien mal anda… mal acaba.
(Publicado en el periódico La Tribuna de Ciudad Real el 13 de septiembre de 2014)
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