Volvía Jaime a su pueblo y próximo a llegar empezó a sentir
que la tranquilidad con que presuponía se lo iba a tomar, que aparentemente
creía tener, desaparecía; viejas sensaciones empezaban a despertarse. Casi no
reconocía el camino de vuelta. Hizo bien de dejar el coche en Madrid y volver
en autobús; si lo hubiera hecho, a lo peor se habría perdido; pensó que así
volvería a recordar sus años de estudiante cuando iba y venía en él algunos
fines de semana, pero... había cambiado todo: se encontró cambiado el pueblo,
cambiada la carretera comarcal, cambiados los árboles, unos crecidos otros desaparecidos,
y cambiado el campo, antes despoblado y ahora veía algún chalet de vez en
cuando. Así lo vio cuando pasaba por el barrio de poniente, nada más hacer el autobús
el desvío de la carretera, para tomar la ruta del centro. Se alegró que, a
menos, la llegada fuera como antaño, en la Plaza. No le esperaba nadie, pese a
que la familia sabía que llegaba a las dos. Se puso en marcha hacia la casa familiar.
Iba llegando cuando se abrió la puerta de la casa y su madre salió andando
deprisa, sonriendo, sujetándose la falda, casi corriendo y él se puso a correr
hacia ella. En un abrazo cerraron quince años de ausencia. Se besaron, se
volvieron a besar, le achuchó, le tocaba la cara, como si quisiera comprobar
que era de verdad y agarrados entraron en la casa. - ¡Madre, mira quien está
aquí! – Gritó. Un brisa llegó hasta
ellos, sabía Jaime que alguien había abierto la puerta de la cocina que da al
patio. Por la puerta de la cocina apareció la abuela. – Mi niño…mi niño, ¡rediez!,
¡mi niño!, decía con las lágrimas en los ojos. Pasaron a la galería cubierta
que se abría hacia el patio, con los crocus abiertos, los nardos, que en la
galería creían primavera, perfumando toda la estancia. Se sentaron. Más
tranquila, la abuela Dolores le cogió la mano y le preguntó: - ¿Estas bien rico
mío? Sabes que soy muy feliz de tenerte con nosotros pero tu ya tienes tu vida
hecha en Copenhague, ¿hay algún problema? – No abuela, ninguno, Anika y los
chicos están bien y vendrán pronto. No creo que tarde mucho eso, en una semana
o dos, a lo más tardar, los tenéis aquí. – Bueno hijo, te dejo con tu madre que
tengo que ir a un sitio donde no puede ir nadie más que yo, ya sabes… -Vale
abuela hasta ahora.
Se fue la abuela, con su bastón de
bambú, que no parecía necesitar. Se quedaron madre e hijo y empezaron a
atropellarse con la cantidad de preguntas que se le agolpaban a los dos, pero
tranquilos; nunca habían estado más tranquilos en quince años. – Oye mamá, la
abuela cuantos años tiene, he perdido la cuenta…- Noventa y ocho y esta
fenomenal para su edad. La cabeza le funciona muy bien. Ojalá que nos dure
algunos años más. Es aparentemente muy delicada y frágil pero siempre ha sido
fuerte por dentro. Ha sido mi fuerza durante toda la vida, tiene genio pero es
muy buena, ya sabes, y la quiero con locura. Jamás me ha dado la mínima lata;
es lista la jodía y cuando tiene algún problema físico o de ánimo, lo disimula
hasta que terminamos por enterarnos, pero nunca da la lata. – Yo también quiero
mucho a la abuela mamá- dijo él-, y créeme, hasta que pudimos salir adelante
con nuestra economía familiar, ella siempre me mandaba dinero para aguantar el
golpe (no se de donde lo podía sacar); la sentía cerca. Me dolía no poder venir
a veros; lo que más. Pero bueno, eso ya pasó ahora estamos bien y las cosas van
a cambiar. Veréis como os van a gustar Anika y los chicos. – - Oye Jaime, el
niño, Jarl, ¿que hace ahora? Me dijiste
que terminó sus estudios. –Trabaja,
mamá, trabaja en un estudio de arquitectura, lleva la trascripción de los
proyectos en los programas informáticos. Ahora ya estamos todos con trabajo y
nos va bien.
Estaban con sus cosas madre e hijo y,
sin darse cuenta, apareció en silencio la abuela, les puso una mano a cada uno
encima del hombro, y sin sentarse junto a ellos, con la luz cálida de
septiembre iluminando su cara, que guardaba bastante de la hermosura que tuvo
en su juventud, sonriendo que aun la hacia más hermosa, al callarse ellos, al
sentir su mano, les dijo: - no os interrumpo pero quiero daros a los dos lo que
estuve guardando durante toda mi vida: esta caja y lo que contiene. La caja era
de madera fina y levantado el pequeño cierre de latón, la abrió y en ella había
una antigua medalla, una tarjeta de visita y dos alianzas de oro. – La medalla
es la de la Legión de Honor de la República Francesa, después de la segunda
gran guerra, de tu padre,-tu abuelo, Jaime. – Mamá, ¿papá, cuando estuvisteis
en Francia, estuvo en la Resistencia? No lo sabía, jopee. – Bueno algún día te
lo explico. Ahora no. Las alianzas son: la mía y la suya. Y la tarjeta
de visita es la de un abogado al que tenéis que llamar a su despacho, cuando yo
la casque, él tiene ordenadas todas mis cosas. - ¿Pero qué cosas mamá? – Mis
cosas. Ya os enterareis cuando la casque. Pero como no es gran cosa, dejémoslo
para entonces. Así me quedo ya
tranquila. Si no te he dado esto antes es porque quería hacerlo con mi nieto al
lado. – Vale mamá, así será, pero ahora no hables de cascar, que no hay porqué,
estas muy bien y tenemos que hacer aun muchas cosas.
A las tres semanas estaban ya con ellos
su mujer, Anika, y los hijos; llegó un
día Jaime a casa de su madre con la escritura de la casa en la costa debajo del
brazo. Al abrir la puerta le recibió
ella con la cara llena de tristeza. La abuela estaba mal, había venido el
médico y dijo que no era necesario trasladarla al hospital, estaría mejor en
casa. Le quedaban horas. Como así fue. A los tres días siguientes, por encargo
de su madre, se fue Jaime a ver al abogado, que le acompañó hasta la casa de su
madre. Allí les dijo que su padre, le había dejado a la abuela un fondo con el
que había estado viviendo durante los años en que había estado viuda. La pensión
que tenia de viudedad era muy pequeña. Luego explicó que él tenía cuatro
manuscritos, hechos a máquina, de libros de su abuela que habría escrito
durante muchos años. Uno de ellos de de memorias de sus años en la Resistencia
en Francia. Porque fue ella la que estuvo allí y no el abuelo. La medalla era
de su abuelo porque fue un regalo que le hizo ella al casarse. Las cantidades
que le concedió la Republica Francesa las había donado a un orfanato de allí de
hijos de victimas de la guerra. Y los otros tres eran novelas. Todas ellas
publicadas, y con gran tirada, hacía años en Francia bajo el seudónimo del alias
que tenía en la Resistencia Marien la Rouge. Los derechos de autor
estaban en una cuenta con el encargo de dárselos a su nieto. La madre, miró a
su hijo y dijo: -¿Te figuras a la abuela pegando tiros y poniendo bombas,
matando alemanes?.. yo no; ¡pero si no ha matado una mosca jamás!
Mujer
de carácter y sencilla, nunca habló de sus cosas.
(Publicado en el periódico, La Tribuna de Ciudad Real el 27 de septiembre de 2014).
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