Don Teófilo, el vecino, empezó a toser.
Si, eran las seis y media. La hora en que
se levantaba, ya no fuma pero da lo mismo, tantos años fumando Ideales y Peninsulares le han dejado una
bronquitis crónica que le hace toser todos los días del año. Abrió Vincent la ventana dejando que las luces de la calle
entraran en su cuarto. Se duchó, desayunó, preparó la cartera con los papeles
que debía llevar a la reunión y puso en ella dos barritas energéticas para
mitad de la jornada. Después de comprobar que llevaba el móvil, las gafas y la
billetera, salió de su pequeño piso y de la casa, camino del metro. Madrid era
un rumor permanente, le sorprendía cómo desde tan temprano había por todo los
barrios tráfico rodado; aún así, su calle permanecía desértica, el fresco de la
mañana era más de invierno que de abril, pese a eso, no se había abrigado
demasiado. Desde los tejados y azoteas, algunos mirlos conversaban dándose
voces comentando el paso de aquel solitario paseante que marcaba su paso con
energía. Un estruendo sonó en el solar abandonado: una chapa había caido y cuatro
gatos salieron corriendo sorprendidos por su propio estropicio. En unos minutos
llegó hasta la puerta del metro y se dejo sumergir en las enormes profundidades
por la escalera automática. Tranquilo, sin saber de la experiencia que iba a
cambiar su vida durante las próximas semanas. En dos minutos llegó el tren y
subió al vagón. Cuando se puso en marcha de nuevo, se sentó en una plaza vacía
y al momento iba pensando en los valles del Pirineo francés, donde solía ir a
casa de su tío Jonás, en Olorón: Las mañanas sentado en la orilla de río Aspe,
leyendo…Una señora en el asiento de enfrente, de unos sesenta años, muy limpia,
vestida con colores vivos, el pelo de melena corta que antes debió ser muy
rubio y ahora blanco, le miraba con insistencia; al percibirse él, hizo una
señal con la palma de la mano, para que se acercara más y entre el ruido del
tren, sonriendo, le dijo con un castellano con acento extraño: - Me llamo Fiona. Tienes razón, se está mejor
sentado en la orilla del río, de cualquier río, leyendo, que en este tren
ruidoso. ¿Cómo te llamas? Él, sorprendido por las palabras de la señora,
saliendo de la sorpresa contestó: -Vincent.
– Ese no es un nombre español, es más bien
francófono ¿no? Soy de Dinamarca, de Aharus, nací y viví en el barrio viejo de
la ciudad y cuando me casé me fui a vivir a Copenhague a la Frederiksberggade, allí
pasé prácticamente los últimos cuarenta años, en un piso amplio encima de una
tienda que aquí llaman ferretería, pero con mas cosas a la venta dedicadas al
hogar; y… esto de lo que te sorprendes,
ya sabes, lo de oír lo que dices cuando estas callado, es una facultad que me
viene de familia, de mi abuela Annelise; ella creo que lo heredó de su madre.
No, no es lo que piensas, lo veo por tu cara, es solo lo que hablas sin
pronunciar palabra, tus pensamientos personales, íntimos, no los oígo, al menos
que los dirijas a quien te oye como yo o sean palabras que pudieras decir en
confianza a cualquiera, por no ser reservados. Bueno, me tengo que bajar, la próxima
estación es la mía, encantada de conocerte Vincent. No te reserves tus buenos
sentimientos, sácalos, aunque sea, como antes, hablándolos sin palabras. –
Se levantó, se fue hacia la puerta y al momento se abrió ésta. Volvió la cara y
sonriendo se despidió en danés: -Vi ses senere.
Vincent se quedó abstraído pensando en
lo que le había ocurrido con Fiona, la extraña mujer que podía oírle sus
pensamientos. Era muy extraño, no desconfiaba, pese a que era una total
desconocida para él, y le había infundido un afecto más propio de un familiar
muy próximo, de alguien al que se le quiere. Un poco extraño, sí. Pensando en
estas cosas casi se le pasa la estación en la que se tenía que bajar y en poco tiempo
estaba en su mesa del trabajo, frente al ordenador y mirando a un folio, encima
de la mesa, sin poder dejar de pensar en Fiona. Una voz de su compañero le sacó
de su ensimismamiento: - ¡Vincent!, ¡despierta!,
estás en otro sitio, joder tío, espabila que tenemos que acabar la cuenta del
Seguro, ¡anda tío, venga! Volvió a su realidad y no paró hasta terminar la
jornada. A la vuelta, cuando tomó el metro, al momento se acordó de Fiona y
empezó a mirar en Internet, en el móvil, fenómenos parecidos de lectura del
pensamiento: Nada convincente, en la posibilidad de la telepatía, al parecer,
la comunidad científica no ha podido probar nada, y solo se remiten a los casos
testimoniales en los que se ha podido establecer alguna comunicación.
A la mañana siguiente, cogió, como
todos los días, el metro para ir al trabajo. Tuvo que esperar más de diez
minutos hasta que llegó. El vagón, totalmente lleno, iba tan apretado que
apenas podían moverse del sitio. Como otras veces, para evadirse de aquella
situación, recordó el camino de la sierra por el que subía hasta el Pico de las
Águilas. Parecía ver la hierba de los bordes del camino, donde él tantas veces
había encontrado las plantas silvestres más raras, tanto las aromáticas,
medicinales, como las comestibles y las venenosas. Recordaba que la última vez
que había subido estuvo un buen rato cogiendo los brotes de un rodal de
collejas que habían salido al lado de la finca del herrero. El cielo plomizo,
cargado de nubes grises, tan oscuras, que oscurecían la mañana de aquel domingo
de abril; la brisa fría hacía algo desapacible el paseo, pero la escasa luz que
dejaban las nubes, daban un color intenso a la vegetación y a las piedras que
brillaban por la lluvia de la noche
anterior. Dos águilas sobrevolaron la ladera: buscaban algún conejo o liebre de
los muchos que habían desde que desaparecieron los zorros de la sierra. De pronto oyó, entre el ruido del tren una
voz conocida: -¡Vincent! Miró hacia
donde se oía que le llamaban y, entre las cabezas de un chino y dos chicas que
más que hablar chillaban, descubrió a Fiona, que sonreía. En la siguiente
estación, se vació el vagón lo bastante para que se pudiera acercar hasta ella.
– ¡Hola Vincent! A mi también me gusta
coger hierbas silvestres del campo. Aquí en Madrid no lo puedo hacer, en Dinamarca
lo hacía con frecuencia. Un día estuve en la sierra de Madrid y en Rascafría me
di un paseo grande yo sola, y llené un cesto de plantas para la cocina. Pero no
lo puedo hacer con frecuencia como antes.
Él se volvió a sorprender que ella hubiera escuchado, oído o percibido
lo que estaba pensando momentos antes. – No
te sorprendas Vincent, la mejor cualidad de la persona sabia es la de esperar y
no sorprenderse de las cosas, por muy extraordinarias que sean. Tú eres
inteligente y creo que lo tomarás bien.
Fiona y Vincent, hicieron una buena
amistad y terminó él, oyendo lo que le decía ella, sin pronunciar palabra.
(Publicado en el diario "La Tribuna de Ciudad Real" el 18 de abril de 2015)
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