20150425

LA SEÑORA DEL METRO


Don Teófilo, el vecino, empezó a toser. Si, eran las seis y media. La hora en que  se levantaba, ya no fuma pero da lo mismo, tantos años fumando  Ideales y Peninsulares le han dejado una bronquitis crónica que le hace toser todos los días del año. Abrió Vincent  la ventana dejando que las luces de la calle entraran en su cuarto. Se duchó, desayunó, preparó la cartera con los papeles que debía llevar a la reunión y puso en ella dos barritas energéticas para mitad de la jornada. Después de comprobar que llevaba el móvil, las gafas y la billetera, salió de su pequeño piso y de la casa, camino del metro. Madrid era un rumor permanente, le sorprendía cómo desde tan temprano había por todo los barrios tráfico rodado; aún así, su calle permanecía desértica, el fresco de la mañana era más de invierno que de abril, pese a eso, no se había abrigado demasiado. Desde los tejados y azoteas, algunos mirlos conversaban dándose voces comentando el paso de aquel solitario paseante que marcaba su paso con energía. Un estruendo sonó en el solar abandonado: una chapa había caido y cuatro gatos salieron corriendo sorprendidos por su propio estropicio. En unos minutos llegó hasta la puerta del metro y se dejo sumergir en las enormes profundidades por la escalera automática. Tranquilo, sin saber de la experiencia que iba a cambiar su vida durante las próximas semanas. En dos minutos llegó el tren y subió al vagón. Cuando se puso en marcha de nuevo, se sentó en una plaza vacía y al momento iba pensando en los valles del Pirineo francés, donde solía ir a casa de su tío Jonás, en Olorón: Las mañanas sentado en la orilla de río Aspe, leyendo…Una señora en el asiento de enfrente, de unos sesenta años, muy limpia, vestida con colores vivos, el pelo de melena corta que antes debió ser muy rubio y ahora blanco, le miraba con insistencia; al percibirse él, hizo una señal con la palma de la mano, para que se acercara más y entre el ruido del tren, sonriendo, le dijo con un castellano con acento extraño: - Me llamo Fiona. Tienes razón, se está mejor sentado en la orilla del río, de cualquier río, leyendo, que en este tren ruidoso. ¿Cómo te llamas? Él, sorprendido por las palabras de la señora, saliendo de la sorpresa contestó: -Vincent. – Ese no es un nombre español, es más bien francófono ¿no? Soy de Dinamarca, de Aharus, nací y viví en el barrio viejo de la ciudad y cuando me casé me fui a vivir a Copenhague a la Frederiksberggade, allí pasé prácticamente los últimos cuarenta años, en un piso amplio encima de una tienda que aquí llaman ferretería, pero con mas cosas a la venta dedicadas al hogar;  y… esto de lo que te sorprendes, ya sabes, lo de oír lo que dices cuando estas callado, es una facultad que me viene de familia, de mi abuela Annelise; ella creo que lo heredó de su madre. No, no es lo que piensas, lo veo por tu cara, es solo lo que hablas sin pronunciar palabra, tus pensamientos personales, íntimos, no los oígo, al menos que los dirijas a quien te oye como yo o sean palabras que pudieras decir en confianza a cualquiera, por no ser reservados. Bueno, me tengo que bajar, la próxima estación es la mía, encantada de conocerte Vincent. No te reserves tus buenos sentimientos, sácalos, aunque sea, como antes, hablándolos sin palabras. – Se levantó, se fue hacia la puerta y al momento se abrió ésta. Volvió la cara y sonriendo se despidió en danés: -Vi ses senere
Vincent se quedó abstraído pensando en lo que le había ocurrido con Fiona, la extraña mujer que podía oírle sus pensamientos. Era muy extraño, no desconfiaba, pese a que era una total desconocida para él, y le había infundido un afecto más propio de un familiar muy próximo, de alguien al que se le quiere. Un poco extraño, sí. Pensando en estas cosas casi se le pasa la estación en la que se tenía que bajar y en poco tiempo estaba en su mesa del trabajo, frente al ordenador y mirando a un folio, encima de la mesa, sin poder dejar de pensar en Fiona. Una voz de su compañero le sacó de su ensimismamiento: - ¡Vincent!, ¡despierta!, estás en otro sitio, joder tío, espabila que tenemos que acabar la cuenta del Seguro, ¡anda tío, venga! Volvió a su realidad y no paró hasta terminar la jornada. A la vuelta, cuando tomó el metro, al momento se acordó de Fiona y empezó a mirar en Internet, en el móvil, fenómenos parecidos de lectura del pensamiento: Nada convincente, en la posibilidad de la telepatía, al parecer, la comunidad científica no ha podido probar nada, y solo se remiten a los casos testimoniales en los que se ha podido establecer alguna comunicación.
A la mañana siguiente, cogió, como todos los días, el metro para ir al trabajo. Tuvo que esperar más de diez minutos hasta que llegó. El vagón, totalmente lleno, iba tan apretado que apenas podían moverse del sitio. Como otras veces, para evadirse de aquella situación, recordó el camino de la sierra por el que subía hasta el Pico de las Águilas. Parecía ver la hierba de los bordes del camino, donde él tantas veces había encontrado las plantas silvestres más raras, tanto las aromáticas, medicinales, como las comestibles y las venenosas. Recordaba que la última vez que había subido estuvo un buen rato cogiendo los brotes de un rodal de collejas que habían salido al lado de la finca del herrero. El cielo plomizo, cargado de nubes grises, tan oscuras, que oscurecían la mañana de aquel domingo de abril; la brisa fría hacía algo desapacible el paseo, pero la escasa luz que dejaban las nubes, daban un color intenso a la vegetación y a las piedras que brillaban por  la lluvia de la noche anterior. Dos águilas sobrevolaron la ladera: buscaban algún conejo o liebre de los muchos que habían desde que desaparecieron los zorros de la sierra.  De pronto oyó, entre el ruido del tren una voz conocida: -¡Vincent! Miró hacia donde se oía que le llamaban y, entre las cabezas de un chino y dos chicas que más que hablar chillaban, descubrió a Fiona, que sonreía. En la siguiente estación, se vació el vagón lo bastante para que se pudiera acercar hasta ella. – ¡Hola Vincent! A mi también me gusta coger hierbas silvestres del campo. Aquí en Madrid no lo puedo hacer, en Dinamarca lo hacía con frecuencia. Un día estuve en la sierra de Madrid y en Rascafría me di un paseo grande yo sola, y llené un cesto de plantas para la cocina. Pero no lo puedo hacer con frecuencia como antes.  Él se volvió a sorprender que ella hubiera escuchado, oído o percibido lo que estaba pensando momentos antes. – No te sorprendas Vincent, la mejor cualidad de la persona sabia es la de esperar y no sorprenderse de las cosas, por muy extraordinarias que sean. Tú eres inteligente y creo que lo tomarás bien.

Fiona y Vincent, hicieron una buena amistad y terminó él, oyendo lo que le decía ella, sin pronunciar palabra.
(Publicado en el diario "La Tribuna de Ciudad Real" el 18 de abril de 2015)

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