El molino de dos piedras negreras que
sacaba energía del Río de Sar, con renta anual de
novecientos un reales y veintiséis maravedís,
daba a Andrés de Antelo, su propietario, lo
suficiente para vivir holgadamente sin tener que hacer sisa alguna, pues ni la
necesidad ni su propia honradez lo permitían. Él
vivía en la Parroquia de Sar, que está
a medio cuarto de legua de Santiago de Compostela. Eran tiempos de cambios: desde
Madrid, Fernando VI dio suficiente licencia para que los aires de la ilustración
que ya corrían por Francia y por el resto de los
países de Europa, hicieran el camino del
progreso más asequible, que no quita que hubiera
resistencia de grandes propietarios que veían peligro en que la gente como Andrés
tuviera algo de luces para su mejor gobierno. El nueve de agosto, miércoles
de 1752, le llegó un recado al molinero de su amigo
Manuel Vasualdo, comerciante de libros, en el que le citaba el día
11 para despachar asuntos de interés común.
No especificaba el asunto, lo que le dio por pensar que alguna reserva había.
En la última visita que hizo a su casa de
Santiago, había conocido a Ygnés
de Neira, tendera de grosura, y a
Domingo Antonio Salgado, librero y encuadernador con los que habían
quedado en reunirse para hablar de la lectura de libros en los que tenían
gran afición, y la discreción
que debían tener para su cuidado, tanto para sus rentas como para su afición
a las letras, que era mucha la que tenían todos al parecer. Desde que recibió
el recado, anduvo inquieto porque no era muy preciso y a Andrés
siempre le gustaban las cosas claras, así que las imprecisas le traían
bastante inquietud y desasosiego. Se dio algo de prisa con algunas moliendas
que tenía pedidas y aunque una de ellas era
del Párroco de la Colegiata de Sar, que
podría esperar, según
le dijo, pues aun tenía provisión
de harina y tenía para algo más
de una semana. Estaba en ese momento con la molienda de José
do Bao de Marzoa, Ministro de Ciudad y Alcaldes que, aunque no se lo había
dicho, ya se encargaba él de apresurarse para que no hubiera
queja del tal señor. Por ello, a última
hora de la tarde del día 10, y con el sol dando las últimas
terminó el trabajo, quedándose
más
tranquilo y dispuso sus cosas para salir al día
siguiente por la mañana temprano sin demora alguna. En el
morral de cuero metió su bolsa de lápices
y una carpeta de papel para anotar todo lo que le fuera de interés,
junto con el último libro que le había
dejado para leer: Los Tratados sobre el
Gobierno Civil de John Locke, libro que había
publicado anónimamente el autor y en el que
discrepaba y refutaba la tesis de Robert Filmer, en su libro Patriarcha,
sobre el derecho divino de los reyes para el gobierno de las naciones. Guardaba
el libro Andrés como un tesoro pero también
como una prenda tan peligrosa como de alto riesgo para su vida. No le
inquietaban las autoridades locales y guardias que le podrían
encontrar en posesión del libro, los que, en su opinión,
tenían menos conocimiento e ilustración
que una tórtola, sino de que cayera en manos de algún
clérigo, ducho en latines y filosofía
que sí conocían
la obra de Locke. La mañana se había
levantado algo gris y cargada de agua. Una brisa que venía
del Atlántico traía
perfumes de los árboles cercanos y del boj que se
encontraba en el borde del camino, el andar de caballo, le hacía
balancearse y con el cansancio que llevaba se adormecía
en algunos momentos, y como iba pensando en sus asuntos le hicieron olvidarse
del camino, de lo que le iba salvando su caballo, Parvo, que así
le había puesto por lo inocentón
que le parecía, pues conocía
de memoria la ida hasta el centro de Santiago. Así
fue hasta llegar a la Plaza de Fonseca donde paró
Parvo y desde allí él
le dio riendas para llegar a la casa de Manuel Vasualdo.
Después
de dar lo golpes con la aldaba en la puerta, salió
al momento Asunta la chica que servía con Manuel y le saludó
con una sonrisa tan generosa que él dio por buena en ese momento la
visita. Para un molinero viudo y que vivía solo, estas cosas le alegraban más
de lo que era común. - ¿Qué tal don Andrés? Buenos días. Pase, pase usted que siempre es
bien recibido en esta casa. Le espera don Manuel en el cuarto de los libros. Ya
sabe usted donde está. -Gracias niña, eres muy amable conmigo. Siempre te lo tengo que
agradecer, que en estos tiempos, en los que mucha gente tiene tanta falta de lo
necesario, no abunda quien tenga un solo momento para ser gentil. Gracias niña, voy con don Manuel. Llamó a la puerta de roble de la
biblioteca donde el comerciante de libros le esperaba. - ¿Andrés? Pasa, pasa, te estaba esperando.
Ya me ha dicho Asunta que te había visto desde las ventanas de arriba
y ha bajado corriendo para avisarme. Esa chiquilla se pone loca de contenta
cada vez que te ve, será menester que andes con tiento con
ella, no vaya a ser que te veas metido en algo más que una pasajera amistad...ja, ja, ja. -Gracias Manuel. - No me digas
esas cosas, que para un molinero solitario, le pudiera hacer pensar en algo más que esperanza y ya sabes que, a mi edad, las esperanzas
metidas entre mujeres suelen terminar en insatisfacciones. Pero vamos a lo que
me has llamado, ¿que asuntos son esos y qué es lo que te inquieta, como para hacer tanta reserva? -
Bueno ya conoces a Ygnés de Neira, la amiga que te presenté que es tendera de grosura, y a la que le vendo y le
presto algún libro que otro de los que me veo más interesado. El otro día oyó en su puesto de venta a una vecina
comentando con otra que su marido le había
dicho que la justicia estaba buscando unas personas que tenían la traducción de un libro de un inglés, sobre el gobierno de la nación prohibido. Los buscaba para dar con ellos por traición. Así es que te agradezco que traigas el
libro. De la edición de cuarenta ejemplares yo tenía seis, el que traes, dos que les presté a Ygnés y Domingo de Estaban y los tres que
tengo guardados. En
esto estaban, cuando se oyeron golpes en la aldaba de la puerta, se miraron con
preocupación y miedo: eran Ygnés
y Domingo que traían los otros dos libros que faltaban.
-Gracias por traer los libros, ya os contará
el motivo de pedirlos. Andrés os lo explicará.
Ahora os pido que vayáis a vuestras casas y me encargo de ocultarlos. Así
no os comprometo en conocer donde los dejo, ni tendréis
que mentir si os preguntan. Se fueron los tres, luego de despedirse y Manuel
Vasualdo abrió en el muro de la ventana cubierto de
madera, un resorte disimulado en un
adorno en forma de estrella de tres puntas. En aquel pequeño
habitáculo depositó
los libros y cerró de la misma manera. Se sentó
y pensó que difícil
era el ejercicio de pensar, cuando afecta a las viejas creencias de tiempos
pasados y superados por el pensamiento.
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 8 de agosto de 2015)
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