Cuando llegó en tren a Villamanin aquel
jueves, cinco de marzo, que llovía a cántaros, nadie reparó en él. Llevaba una
maleta de madera atada con una correa de cuero vieja pero fuerte. Calada la
boina hasta las cejas como si quisiera ocultar la cara, abrigo de paño viejo y
un vetusto macuto militar que ya lo habían reparado varias veces: aun se mantenía
con una buena estética, de resultas, casi familiar. Había viajado al final del
vagón, escondido en el rincón de la izquierda y no soltó palabra en el
recorrido, incluso cuando le preguntaron
contestó con movimientos de cabeza y gestos con la cara, lo suficientemente
significativos, como para dar la respuesta por buena. Fue el último en bajar y,
a paso corto, cogió el camino hasta llegar a su destino: el 3 de la calle Santa
Rita. Una casa de piedra con las ventanas acabadas en ladrillo macizo rojo; si
bien, las abiertas posteriormente eran de toda suerte de tamaño y remate, por
lo que la casa no llevaba en sus haberes nada de estética ni de proporción. Eso
sí, dentro se ofrecía lo suficientemente confortable para los días fríos, y los calurosos, que eran los menos. Con el
llavín, que le habían dado el propietario anterior, abrió la puerta principal y
lo que vio por dentro no le complació especialmente: seguía siendo un desastre
como el exterior. Algunos muebles había y, como le habían prometido, en un
armario muy viejo que antes fue aparador, se veían por las cristaleras limpias,
la ropa de cama, cocina y baño, limpia y bien planchada: era todo lo que precisaba
por el momento. Hizo la cama en una turca del piso superior y allí se
tendió para dar descanso a sus viejos
huesos y algo de tranquilidad a su cabeza. Una hora después, conseguidas las
dos cosas cayó rendido y durmió profundamente.
Eran las siete de la mañana cuando oyó a un
gallo cantar cerca y que llamaban a la puerta con golpes fuertes. Una voz de
hombre, cascada y algo ronca, le llamó: - ¡Diomedeees!
¿Está usted aquí Diomedees? Se levantó, se embutió los pantalones y bajó a
ver quien era. Al abrir la puerta vió a un hombre tan mayor como él que sin dar
los buenos días, lo primero que dijo fue: ¿Es
usted Diomedes Basiliopolos? Si yo soy, pero es Vasilopoulos. Es griego ¡sabe?
– Ah, bueno, será así, señor Basiliopulos. Me encargó el señor notario de León
que le atendiera, no se preocupe, ya estoy pagao. Como habrá visto, mi Luci le
ha dejado la ropa limpia en el armario. Si va a la cocina, allí hay un poco de
cecina, pan, leche y unos huevos para ir
tirando. ¡Que sea bienvenido! Si se le ofrece algo dígamelo, vivo tres casas más
para allá. Pregunte por Isacio y ya le diran por donde paro. – Muchas gracias
Isacio. Es usted muy amable. Le tendré en cuenta. Pero ¿me puede decir si hay algún
albañil cerca? me haría falta uno para
hacer unas reparaciones. –Si, si, Juanín el de la Lucrecia hace de todo, ya se
lo mando. –Muchas gracias Isacio. Hasta luego. - Vaya con Dios señor Diomedes.
No hay más que mandar. Ya sabe donde estoy.
Dos meses después, en el corral de la casa había treinta y dos
cabras y un gallinero con dos docenas de
gallinas, cuatro gansos, además de siete conejos en sus jaulas. Bajo cubierta,
en parte del sobrao, un palomar al que se accedía por el resto de la cámara. Todos los días, festivos y laborables salían
Diomedes y las cabras camino de la montaña, hacia los terrenos que tenía cerca
de arroyo Formigoso. Abría la cerca, pasaban animales y pastor; una vez
cerrada, él se dirigía a unas piedras donde se sentaba cada día. Del zurrón,
sacaba un libro y leía con un lápiz en la mano, del que hacía uso de vez en
cuando, para subrayar o para anotar al margen cuanto se le ocurría. Allí estaba
precisamente cuando llegaron unos niños que bajaban de la montaña con sus
padres, que le abordaron interesándose
por las cabras. Los padres se presentaron y él con sus movimientos de cabeza y
sus gestos le contestó a cuanto le dijeron. – Creo que hemos oído hablar de usted, soy Carmen. Es Diomedes,¿ no?
–Afirmó él con la cabeza.- Me han dicho
que es usted lector habitual, ¿no es así? – Afirmó de igual manera. – Tengo curiosidad por su lectura… Mi marido
dice que leerá usted novelas policíacas o del Oeste y yo digo que literatura
clásica; ¿nos acercamos alguno? –Vasilopoulos, rompió su silencio y dijo
lacónicamente: - Literatura en general.
Literatura. – Ella le miró con cara de incredulidad y sonriendo
maliciosamente siguió su interrogatorio. - Bueno,
casi he acertado. Yo estoy leyendo Cuentos completos de Chejov, es una preciosa
edición que me han regalado de Editorial
Aguilar. ¿Los conoce? – Si. Pero esa
edición no me gusta especialmente, la traducción del ruso por E. Podgursky, no es
demasiado ajustada al castellano. La leí hace años y hay demasiadas variables
entre las dos, créame, el traductor del ruso al griego eran correcto, vivió muchos
años en Rusia, era muy distinto a esa traducción de Podgursky. Las obras maestras de un genio
como Chejov, deben traducirse y ser fieles con el original. – Bueno, pero
Diomedes, usted no puede asegurarlo. ¿Sabe usted ruso? – Si, fui yo mismo quien
lo tradujo al griego en 1961. - ¡Ah..! Bueno… eso es otra cosa…. Bueno nos
vamos, nos alegramos de conocerle, ¿verdad Goyo? –Si claro, hasta otra don
Diomedes. Un placer.
Bajaban por el camino los dos diciendo: -¡Y que lo ha traducido..! Desde ese
día, los vecinos de Vasilopoulos le miraban de otra forma. Ya no era un cabrero
como otro cualquiera sino un extraño hombre ilustrado al que le tenían un
cierto respeto. Volvía todos los días a la montaña el cabrero donde pasaba toda la jornada; bajo
un castaño que daba la sombra tendida sobre el prado, muy cerca del arroyo, se
sentaba Diomedes Vasilopoulos a repasar su libros y de vez en cuando levantaba
la cabeza de la lectura y se alejaba hasta la cadena montañosa de Vourinos que cubre el este
de las unidades regionales de Grevena y del sur de Kozani, en Grecia. Le parecía oír los tiros desde el
valle, cuando hostigaban ellos a las fuerzas alemanas en la Η
Κατοχή, (I
Katochi) que es como se decía en
griego a la Ocupación. Allí perdió a todos sus compañeros, desde allí recibió
la noticia del fusilamiento de toda su familia como represalia por las bajas
que producían ellos, los partisanos. 1941 fue un año malo y siguió siendo malo
todo hasta 1944. Cuando terminó la guerra cogió un barco de
vela y se vino para Occidente, donde llegó al puerto de Roses, en Girona, y
vendió el velero. Muchos kilómetros de silencios, de encuentros con sus
recuerdos y con la calma que le producía las pequeñas cosas de la vida: andar,
comprar en el mercado, escribir, y anotar todo los que se veía y quería
comentar. Sí, desde aquel castaño frondoso, en las pausas de su lectura, volvía
un día tras otro, a tratar de vivir con sus recuerdos, con la vida que le fue
cruel. Quería hacer algo para que su vida fuera algo positiva, creativa. Lo más
que podía hacer es revivir en aquellas montañas sus encuentros con el destino y
ver cómo la naturaleza seguía su curso, ajena a todo lo que nos preocupa. Iba
por la mañana; volvía al caer la tarde. Así vivió Vasilopoulos sin hacer mal a nadie,
dando lo que podía dar, y no esperando nada más que lo que le era suficiente.
Callaba, pero sus gestos, su cara, lo decían todo.
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 22 de agosto de 2015).
No hay comentarios:
Publicar un comentario