El velero, hacia su tercera bordada para salir de la ría de
Navia. El agua de la ría rumoreaba con el empuje del casco; el viento nordeste
era débil y como era costumbre a esas horas se dirigía hacia el vacío que
producía el aire caliente de tierra que subía por las montañas cercanas. El
domingo amaneció claro con el sol de julio sacando los colores más vivos de la
naturaleza, en ese momento, algunas nubes se atrevían a acercarse. En el velero
el tripulante, Casio, manejó con destreza las maniobras de navegación de
ceñida. Su acompañante Martín, sentado, se limitaba a cambiar de babor a
estribor, según se terciaba el barloventeo. No perdía el momento, atento
estaba, pero la cabeza la tenía en otro lado. Le había venido a la cabeza las
vacaciones de verano en la costa cuando terminó el cuarto curso de
carrera. Eran otros tiempos; llevaba el
transistor Zenith que le habían traído unos tíos de Estados Unidos, pocos había
por entonces. Con él le trajeron su afición más fuerte por la música del
momento. Oía todos los programas de música de rock y popular. Le parecía oír a
Silvia – Veo que te gusta navegar. Yo vengo con mi tío a pescar siempre que
puedo, me encanta el mar y navegar. Especialmente cuando hay que hacerlo
barloventeando, o de bolina, que es lo mismo. – Su tío Antolin, que le
había invitado a subir a su balandro, les observaba y sonreía. Silvia le miraba con mucho interés -¿Ves
como se ve la estela del barco en el agua? Solo es el aire que se junta con el
mar, pero hace verlo como una estela de una estrella fugaz que se viera de día.
Me has dicho que te gusta la música, a mí también, pero te agradezco que hayas
apagado la radio portátil. Oír el rumor del agua contra el casco es algo que
nunca se debe perder uno. Forma parte de la magia especial de la navegación a
vela. Las olas, que parecen la respiración de mar nos mecen como la hacía
nuestra madre cuando éramos bebés, nadie no lo ha dicho, pero en cuanto lo
sientes, la memoria remota de esos días primeros de nuestra vida se vuelve a
recuperar y con ello, la enorme tranquilidad que nos daba el regazo de nuestra
madre. El mar parece una segunda madre, enorme, grandiosa, y a la que hay que
respetar como a toda la naturaleza, de la que hemos salido. ¿Te estoy soltando
un rollo? – ¡No, por favor Silvia, me encanta oír tu pasión por todo esto!. Creo
que a mi tambien me apasiona. Luego, cuando volvamos, me encantaría volver a
verte, no quiero que desaparezcas, ¿Si? – Vale, luego quedamos. – Quedaron,
y acabaron por no poder estar el uno sin el otro. Compartieron todo en aquel
verano. Todo; hasta que se acabó el verano y Martín tuvo que volver a Santiago
a estudiar el último curso de la carrera. Se escribían, pero el vio como se
cortó la correpondencia sin ninguna explicación. Nunca supo que fue la madre de
ella la que le escondió las cartas, ni que se mudaron a vivir a Oviedo. Casio
le despertó de su ensimismamiento y le dijo: ¡Cuidao con el palo! - Un
golpe de viento hizo que se ciñera con rapidez y se cambiara a babor. Martín,
se preguntaba que habría sido de Silvia. Ajenos los dos tripulantes del velero.
Aida, sentada en la última roca de la escollera junto al agua, unidas sus
rodillas, abrazaba sus piernas, recogidas como si fueran el último tesoro de su
vida. El agua de la ría acariciaba la escollera por un suave oleaje, el mes de
julio simulaba estar en primavera: brisa fresca, nubes ensombrecidas sobre las
montañas y jugando a esconder el sol por
momentos en las calles de Navia. No pensaba Aida en la tranquilidad,
simplemente la sentía. El silencio, que respeta la queda música de la brisa,
del aire del nordeste que venía del Cantábrico, la alejaba de las voces de la
gente, la irritaban. Vio acercarse el velero, en ese momento se acordó de lo
que le dijo Bras: - Qué quieres que te diga chica, yo no soy de grandes ambiciones, no tengo especial interés en
hacerme rico pero si me gustaría que me diera mi padre el barco de vela que
tiene. Es de madera, de construcción
tradicional y vela latina, ya sabes esa que es como un triangulo isósceles,
todo blanco, que cuando la empuja el
viento cobra vida y acelera el pulso de la navegación, en silencio, solo
ocupado por el roce de las olas contra el casco, semejante al que hacen las
acequias grandes cuando corren ladera abajo, serpenteando por la montaña y
haciendo cantar cristalina música. Si Aida eso es lo que más me interesa de mi
modo de vivir. Pero, ¡chica! qué mejor manera de vivir es, que la que aprendes
apreciando las pequeñas cosas de la vida: la naturaleza, la música, la ciencia,
el arte y el teatro y el cine. Ya te dije Aida que me gustaste por que eres una
chica sencilla, muy inteligente, delicada y femenina y que aprecias también las
cosas que yo estimo muy importantes. Estoy muy a gusto a tu lado, me siento
bien, confío mucho en ti, porque creo que eres muy noble y peleas por las cosas
que crees importantes. No hay muchas chicas que hagan todo eso como tú lo
haces. Si, me siento muy a gusto contigo y eso, ¡Geniecillo!, que si tienes
geniecillo, ya lo sabes tu, es lo que puede hacer, si tu quieres, que nos
entendamos en una buena relación, puede ser la condición necesaria para
vivir juntos todo el tiempo de nuestra vida. Aida recordaba estas palabras
de Bras muchas veces en los últimos días. Esas, y las que contenía el mensaje
que había recibido en su correo, después de un largo silencio en el que no
contestaba a sus llamadas, ni a los mensajes de washapp, y tampoco a sus mensajes SMS. Desde que se
fue a Holanda, para desarrollar el doctorado en Físicas, con un máster, su relación se fue debilitando poco a poco.
Primero empezó llamando cada vez menos y sin decir nada de relevancia sobre
ellos, como si solo fueran amigos. Hoy, ya no espera Aida nada da nuevo de él. Ve
llegar al velero y mira a unos de los dos hombres de los que van navegando. El
que esta sentado en el centro. Se miran y piensa Aida si su padre habría sido así, Su madre nunca le explicó
como era, parecía que le hacía daño pensar en ello. Pero por otro lado nunca
habló mal de él. Solo que no lo volvió a ver más después de aquél verano. De
pronto, Aida se levantó y fue subiendo por las piedras de la escollera hasta el
paseo de la playa. Más arriba cogió el coche y se fue a su casa. Vio a su madre
en el patio y sin pensarlo dos veces le dijo: - ¿Por que dejaste de tener
contacto con mi padre? ¿No le querías? – Niña, dejó de escribirme y mi madre me
dijo que se enteró del embarazo y por eso lo hizo. – ¿Y tu creíste a la abuela
y ya está?, ¡Pero bueno! ¿No dijiste que le querías mucho? ¿Que confiabas el
él?, Ya sabes cómo es la abuela, lo que piensa ella es lo que vale, lo que
piensen los demás le trae al fresco. Solo respeta a alguien cuando se le
enfrenta, ¿o no? – Si hija pero, ¿cómo
se le iba a ocurrir a mi madre algo que me perjudicara? – Pues ¡ocurriéndosele!
Parece mentira, llevas más tiempo con ella que yo y parece que la conozco más y
mejor yo que tu. ¡Espabila Silvia, que tu madre es una mujer muy… peculiar!
Seguro que sí te escribió y ella te escondió las cartas, ¿apuestas? ¡Seguro!
¡Anda, que como aparezcan las cartas un día, la habremos cagado, todos, un
rato! Bueno, déjalo. Ya no creo que tenga la cosa remedio.
-Silvia, se quedó pensativa y pálida, su cara era la expresión
viva de la duda. Aida se fue a su cuarto y hablando entre dientes: ¡Cuantos
necios hay en el mundo!
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 25 de julio de 2015)
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